lunes, 22 de noviembre de 2021

El Cambio Climático: Los Negacionistas

English Version

La llamada Conferencia de Glasgow sobre el Cambio Climático que acaba de terminar se inició con palabras prometedoras: virtual consenso sobre la realidad de la situación y la necesidad perentoria de tomar medidas serias y de gran alcance; ninguna actitud negacionista entre los participantes, como ha habido en el pasado.

 

No obstante, hay que señalar la notable ausencia, entre otros, de algunos de los países más contaminantes, como China, Rusia e India, o de mayor índice de deforestación, como Brasil. Y la importante presencia de Estados Unidos obedeció al repentino cambio de su política en esta materia, tras las recientes elecciones en ese país. Como es sabido, su anterior presidente, el multimillonario Donald Trump es, junto con Jair Bolsonaro, presidente de Brasil, uno de los mayores negacionistas de la pandemia, del cambio climático y de cualquier cosa que, en su estrechez de miras, aparente amenazar sus intereses económicos. El gobierno chino, por su parte, ya había anunciado desde antes que mantendrá sus «planes de desarrollo», que implican más contaminación. Y nadie ignora que tras actitudes como esas hay empresas dispuestas, y presionando a veces con ingentes sumas de dinero, para mantener sus dominios de explotación e incluso extenderlos al Ártico, la Antártida y cuanto espacio geográfico pudiera reportarles algún beneficio económico, así como para eludir cualquier freno legal sobre la deforestación, la caza, la pesca, la explotación de recursos y las actividades industriales y comerciales contaminantes. Todo ello a pesar de la preocupación por el clima y por la conservación que puedan tener mayoritariamente las poblaciones de sus respectivos países… Lo que evidencia los abusos de poder de los dirigentes políticos y los grupos económicos que los respaldan, incluso en países democráticos…

 

En la Conferencia se aprobaron algunos acuerdos ―aunque no vinculantes, por lo que podrían ser solo palabras― para la reducción de las emisiones de metano y CO2, la reforestación de grandes extensiones del planeta (en lo que Brasil se ha mostrado de acuerdo, lo que en realidad no es tan sorprendente, como veremos más adelante) y otras medidas, con el respaldo de considerables inversiones internacionales de los sectores públicos y privados, incluyendo importantes bancos.  

 

Pero recordemos que los célebres Objetivos del Milenio para el desarrollo social acordados el año 2000 por las Naciones Unidas, que deberían haberse alcanzado en un plazo de 15 años, solo han conducido a mejoras (y dependiendo de cómo se midan) en unos pocos países y solo en parte; que el Acuerdo de París de 2015 sobre el clima solo ha conocido tímidos avances claramente insuficientes; y que se está advirtiendo del calentamiento global desde la década de 1950, hace ya bastante tiempo. Lo que hace temer que pasado el entusiasmo del primer momento los acuerdos alcanzados ahora quedarán también sobre el papel. Si esto sucede, no será uno más de los buenos propósitos políticos y sociales que hayamos dejado atrás, sino probablemente el último.  

 

La falta de acción política ha obedecido principalmente a presiones económicas de magnates y lobbies financieros tradicionalmente opuestos a cualquier cosa que pudiera entorpecer sus ambiciones. El tiempo ha revelado las maniobras no siempre legales, y menos éticas, de algunas grandes corporaciones para ocultar los efectos perjudiciales para la salud o el medio ambiente del uso de determinados materiales (recuérdese, y es solo un ejemplo, la historia del asbesto), de productos y procedimientos industriales (plaguicidas, vertidos contaminantes…), desechos (plásticos, residuos radiactivos…), medicamentos (la lista es interminable), de algunas formas de trabajo (como la minería) y, por supuesto, productos para el consumo (el tetraetilo de plomo, el tabaco, la «comida basura»…), por citar solo lo más conocido. Los últimos renglones de la abundante lista son los gases invernadero, causantes de que la actual temperatura media del planeta sea la más elevada en casi un millón de años.

 

Ante la advertencia de la comunidad científica basada en estudios exhaustivos (Climate Change 2021: The Physical Science Basis) y la creciente conciencia ecologista de una buena parte de la población mundial, la respuesta de los grupos económicos de presión ha sido principalmente negar hechos palmarios, como que el CO2 sea contaminante o que haya calentamiento global (en vista, dicen desde su limitada óptica, de que sigue habiendo inviernos, y a veces muy fríos), o intentar minimizarlos: un incremento tan «pequeño» de la temperatura global como el que cita en su Informe el Grupo Intergubernamental de las Naciones Unidas (ver A un paso del desastre), de solo 1.1ºC, no puede ser la causa de los trastornos climáticos que suceden en todas partes del mundo. Seguramente hay otras causas que no dependen de nosotros. De hecho, las catástrofes naturales no son nada nuevo en el planeta, como atestiguan datos geológicos que se remontan a millones de años (dicen los que, al menos, creen en la ciencia). A una escala más próxima, existen noticias de trastornos climáticos notables acaecidos en épocas históricas, y mucha gente ha oído relatos ocasionales de grandes nevadas, inviernos desusadamente largos o veranos excepcionalmente calurosos acaecidos a veces solo un par de generaciones atrás. Además, el ser humano siempre ha sabido adaptarse a las variaciones del clima, desde las poblaciones inuit de las regiones árticas, pasando por los habitantes de las estepas y sabanas a los grupos bereberes de los desiertos africanos. Por otra parte, hoy tenemos información de lo que pasa en cualquier lugar del mundo en tiempo real, gracias al avance de las telecomunicaciones, lo que hace parecer más graves y frecuentes muchas cosas que probablemente no lo sean…

 

Contrariamente a la simplista visión de los negacionistas, más preocupados por sus intereses inmediatos que por conocer la realidad de los hechos, hoy sabemos que la naturaleza es el delicado resultado de un complejo sistema donde la formación y composición de la atmósfera, el ciclo de las aguas, los niveles de temperatura, presión, humedad y acidez relativas, la conformación y disponibilidad de nutrientes, y una variedad de otros factores han permitido a lo largo de miles de millones de años el desarrollo de organismos cada vez más complejos, hasta llegar a nuestra especie. En el curso de esa lenta evolución muchas especies han desaparecido debido a los cambios sucesivos. De hecho, la gran mayoría de las especies que han vivido en toda la historia de la Tierra se han extinguido. Desde un punto de vista geológico, la Tierra, más que el planeta de la vida, podría llamarse el planeta de las extinciones.

 

En un sistema dinámico complejo, como muestran estudios físicos y biológicos, y ha divulgado ampliamente la matemática del caos, una ligera variación de un parámetro puede ocasionar en determinadas circunstancias notables alteraciones de variables aparentemente muy alejadas (la recurrida imagen del aleteo de la mariposa que contribuye a desatar un huracán en el otro extremo del globo es la última versión científica de lo que la sabiduría popular expresaba como la gota que colmó el vaso o la brizna de paja que rompió la espalda del camello). El aumento de 1.1°C a consecuencia de los cambios recientes, a escala geológica, introducidos por nuestro modelo de industrialización es un valor medio referido a límites que pueden ser, y de hecho están siendo, extremos en diversas zonas del planeta, desde temperaturas superiores a los 40°C en algunos lugares a fríos extremos y nevadas en medio del verano en sitios donde nunca antes se habían registrado. La superficie terrestre, por ejemplo, está experimentando un aumento de temperatura mayor que el promedio global, y en algunos lugares del Círculo Ártico esa diferencia llega hasta el doble. Y no olvidemos que los extremos fríos son menores, tanto en frecuencia como en intensidad, ya que se trata de un incremento global. Este incremento no solo influye sobre las temperaturas sino también sobre fenómenos que de diverso modo dependen del clima, como las corrientes atmosféricas y marítimas, la distribución y frecuencia de las precipitaciones, la extensión de los hielos, la distribución de las aguas…

 

Los seres vivos crecen adaptados al medio del que dependen para su supervivencia, y las variaciones naturales del ambiente generan desde conocidas fluctuaciones anuales de las poblaciones vegetales y animales a migraciones estacionales, como las que realizan especies marinas y de aves en busca de condiciones apropiadas. Pero las alteraciones de la atmósfera, las aguas y los espacios verdes causadas por el hombre en un lapso mucho menor no dan tiempo a las especies para adaptarse. Sin mencionar funestas intervenciones directas como la sobreexplotación, la tala y la caza indiscriminadas, derrames y vertidos químicos, y hasta traslados, sin mucha conciencia ecológica, de especies competidoras o depredadoras que han generado trastornos de la cadena trófica, con mengua de los alimentos naturales y bruscas alteraciones de los ecosistemas. La ya conocida consecuencia es el peligro de extinción que pesa virtualmente sobre todas las especies del planeta… incluidos, claro está, nosotros mismos.  

 

Si bien es cierto que el ser humano ha sido capaz de adaptarse a situaciones extremas (incluso la exploración del espacio y del fondo de los mares), toda adaptación requiere de una cierta estabilidad del entorno, que permita la previsión y una respuesta acorde al medio y la situación; estabilidad que el actual cambio climático ha alterado y, según previsiones, tardará al menos decenas o cientos de años en restablecerse.    

 

Los negacionistas se empeñan tercamente en negar la evidencia en su afán por seguir beneficiándose del actual modelo económico. A fuerza de ocultar y de negar lo que no quieren ver, han llegado a convencerse a sí mismos de sus propias mentiras, hasta el punto de que su miope actitud les impide sopesar adecuadamente riesgos y beneficios, como hacen normalmente las empresas ―incluidas las suyas― ante una nueva situación. Para cualquier analista debe ser obvio que los beneficios inmediatos no compensan ni de lejos los elevados riesgos potenciales. Los peligros del calentamiento global son demasiado altos para cualquier economía, simplemente porque no habrá economía que mantener si no puede sustentarse la vida en el planeta. Por eso, esta vez no debe haber presiones económicas que valgan, ni políticos que las avalen.

 

Lo primero, urgente e importante que tenemos que hacer es reducir inmediata y drásticamente nuestras emisiones de CO2 y demás gases invernadero, de forma continuada y creciente hasta eliminarlas totalmente: en meses mejor que años, semanas mejor que meses, días mejor que semanas. Por difícil o complicado que sea, sustituir cuanto antes las bases de nuestro parque industrial y nuestro modelo de consumo energético por un uso racional de energías limpias y procesos no contaminantes es la única manera en que podremos evitar mayores desastres ambientales e incluso mantener un progreso razonable de nuestra forma de vida. Muchas empresas ya lo han hecho o lo están haciendo, al margen de actitudes irresponsables y de la cháchara de los gobiernos. ¿Qué esperamos los demás?

 

 A un paso del desastre

Por qué fracasó la Conferencia de Glasgow sobre el clima

domingo, 14 de noviembre de 2021

A UN PASO DEL DESASTRE

English Version

El Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) de las Naciones Unidas dio a conocer el pasado 6 de agosto su esperado Sexto Informe de Evaluación. Son 3,949 abultadas páginas en las que más de 200 científicos de todo el mundo han analizado más de 14,000 artículos especializados sobre el clima para arrojar luz sobre su (nuestro) futuro inmediato. (ClimateChange 2021: The Physical Science Basis)

 

Las investigaciones incluyen estudios geológicos, biológicos y climatológicos del pasado y del presente de la Tierra, junto con una profusión de datos globales y satelitales sobre el clima actual, y cálculos computarizados del futuro climático a corto, mediano y largo plazo en función de datos y relaciones sistémicas cuyo conocimiento es hoy mucho mayor y más completo que en 2013, cuando el Comité presentó su informe anterior. Este nuevo informe, aprobado por todos los delegados de los 195 países participantes, es la primera entrega de las seis que se publicarán hasta el año próximo, 2022.    

 

Las conclusiones del Informe son determinantes: en la última década, el promedio de la temperatura global ha sido la mayor de los últimos 125,000 años, debido a las emisiones humanas de CO2 y otros gases de efecto invernadero. Esto se desprende claramente de los datos recopilados y graficados, ya que la temperatura empezó a aumentar notablemente a partir de 1850-1900, como consecuencia de la Revolución Industrial, llegando a alcanzar valores de crecimiento cuasi exponenciales en la década de 1960, que han proseguido a medida que ha ido en aumento el uso de combustibles fósiles y la deforestación. Actualmente, la concentración de carbono en la atmósfera es la mayor que ha conocido la Tierra ¡en los últimos 2 millones de años! A esto hay que sumar otros agentes de efecto invernadero como el gas metano, de diverso uso en la industria y como combustible, cuyo potencial de calentamiento global es 23 veces superior al del dióxido de carbono, o el óxido nitroso, muy usado en motores  de combustión, que además destruye la capa de ozono que filtra la perjudicial radiación ultravioleta procedente del sol, y permanece durante unos 100 años en la atmósfera. En conjunto, los actuales niveles en la atmósfera de los gases de efecto invernadero son los más elevados de los últimos 800,000 años.

 

Como consecuencia, en estos momentos palpable para todo el mundo, se están produciendo desequilibrios climáticos importantes en todas partes del globo, algunos sin precedentes en miles y hasta en cientos de miles de años de la historia de la Tierra, certificados por los registros geológicos que dan cuenta del clima en épocas pasadas. El Informe establece que “no hay duda de la influencia humana en el calentamiento de la atmósfera, los océanos y la tierra”. El aumento de la temperatura global atribuible a causas humanas ha sido de 1.1ºC en promedio desde finales del siglo XIX (veremos que no es poca cosa, como podría parecer a primera vista). En contraste, el efecto de fenómenos naturales, como el sol o los volcanes, sobre el calentamiento global, es prácticamente cero desde que el clima de la Tierra se estabilizara naturalmente hace millones de años. Dados los efectos desencadenantes del actual incremento causado por el hombre, en este momento puede afirmarse con práctica certidumbre que en las próximas dos décadas la temperatura media de la Tierra seguirá aumentando hasta en 1.5ºC, peligrosamente cerca del umbral de incremento de 2ºC señalado por diversos cálculos que podría ser catastrófico si no tomamos medidas severas e inmediatas para evitarlo. Ahora mismo, nuestras probabilidades de mantener el incremento del clima global por debajo de 1.5ºC es de solo un 50%, según el Informe. Y esto solo podríamos lograrlo si la cantidad de dióxido de carbono que nuestras fábricas y la quema de combustibles fósiles seguirán emitiendo todavía a la atmósfera por el funcionamiento de nuestro parque industrial no llega a superar los 500 mil millones de toneladas en todo el mundo. Al ritmo de contaminación actual, eso significa un recorrido de solo 13 años antes de llegar a un punto de no retorno.

 

Según Helen Mountford, vicepresidenta del World Resources Institute para el clima y la economía, “Nuestra posibilidad de evitar consecuencias aún más catastróficas tiene fecha de vencimiento. El informe implica que nuestra última oportunidad de emprender las acciones necesarias para limitar el aumento de las temperaturas a 1.5°C finaliza en esta década. Si no hacemos el esfuerzo colectivo de reducir rápidamente nuestras emisiones de gases invernadero en la década de 2020, ya no podremos lograrlo.” (ScientistsReach ‘Unequivocal’ Consensus on Human-Made Warming)

 

El Informe presenta proyecciones de cinco posibles escenarios en función de los recortes que deberíamos hacer de nuestras emisiones contaminantes a la atmósfera, desde la opción más ambiciosa (1) en la que, empezando ahora mismo y avanzando sin parar a ritmo acelerado, llegáramos a suprimir total y permanentemente las emisiones de CO2 para 2050 (otros gases de efecto invernadero, como el metano, aunque de mayor potencial de calentamiento, son producidos por la industria en proporción mucho menor, por lo que el principal peligro lo representa en estos momentos el dióxido de carbono) hasta la opción más peligrosa (5), que supone mantener la tasa de contaminación actual, es decir, no hacer nada. En todos los casos, la temperatura global, por los efectos desencadenantes mencionados, seguirá aumentando hasta en 1.5ºC hacia 2040, si no antes. Aunque en la mejor opción, si nos atrevemos a actuar como deberíamos, la temperatura empezaría a bajar paulatinamente a partir de esa fecha, marcando el comienzo de una lenta recuperación del planeta. En el peor caso, nuestra inacción conducirá a un incremento global de unos 3.6ºC para 2100 ―lo que podría significar, entre otras cosas, el inicio del fin de nuestra presencia en el mundo. Las opciones intermedias contemplan (2) una disminución progresiva pero menos radical que la más indicada, (3) un aumento cada vez menor de las emisiones de CO2, o (4) una escasa reducción del ritmo de incremento actual…, que finalmente habrá que suprimir drásticamente cuando todos nos hayamos convencido,  presumiblemente a fuerza de catástrofes climáticas cada vez mayores ―y cuando seguramente ya sea demasiado tarde―, de la gravedad cada vez mayor de la situación. Salvo la primera opción, menos mala (por desgracia, las opciones «buenas» ya las hemos dejado atrás), las consecuencias de los demás escenarios posibles son, de menor a mayor medida, negativas para el equilibrio climático, la agricultura y el mantenimiento de la vida ―incluida, claro está, la nuestra.   

 

Desde hace unos años, los crecientes efectos del calentamiento global ya no pasan desapercibidos para nadie. Con frecuencia cada vez mayor recibimos noticias de desequilibrios climáticos en muy diversas partes del mundo: incongruentes cambios de temperatura, como intervalos de calor en las estaciones frías o inesperadas lluvias de granizo o nevadas durante los veranos, olas de calor que superan los 40ºC en muchos lugares y lluvias torrenciales o inundaciones donde antes no sucedían estos fenómenos. Los huracanes son cada vez más destructores, las sequías más prolongadas, los incendios forestales cada vez más extensos y difíciles de controlar… A ello hay que sumar el retroceso alarmante de los hielos polares, la acelerada desaparición de las nieves de las cumbres montañosas, el paulatino derretimiento del permafrost en las regiones heladas ―que, a su vez, libera aún más carbono y metano a la atmósfera―, el avance de la desertificación en ciertas regiones y la creciente escasez de agua en cada vez más lugares del mundo. Todo lo cual acarrea enormes pérdidas económicas en viviendas, industrias e infraestructuras, perjuicios a los pastos, las cosechas y el transporte, con consecuencias en las comunicaciones y en la producción, conservación y distribución de alimentos, así como serios desequilibrios en la fuerza laboral y la logística industrial y empresarial, además de pérdidas humanas cada vez que se produce un desastre de gran magnitud.

 

Es importante advertir que la enumeración anterior no es una rebuscada recopilación de catástrofes, sino un apretado resumen de lo que desde hace algún tiempo y cada vez con mayor frecuencia nos transmiten cada día las noticias internacionales… y a veces también las locales.   

 

Ante los resultados de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático COP26 que acaba de terminar en Glasgow, la pregunta más importante a la vez que más inquietante en este momento es: siendo realistas, ¿estamos realmente a tiempo de evitar el desastre global que se avecina? La Conferencia ha tratado cuatro puntos principales: (i) la reducción en todo el mundo de las emisiones de gases invernadero para 2030; (ii) poner en práctica acciones globales (industriales, forestales, etc.) para cumplir el punto anterior; (iii) aportar el ingente dinero anual necesario para combatir el cambio climático; y (iv) otras acciones para mejorar esos objetivos. No todas las opiniones eran optimistas respecto a esta Conferencia. Muchos temían que resultara en algo parecido a la anterior COP21 de 2015, con una agenda muy semejante a la actual, y que culminó con el llamado “Acuerdo de París sobre el Clima”, que se ha quedado en buena medida sobre el papel por falta de voluntad tanto política como económica a nivel global. Y el resultado, otra vez, ha sido claramente insuficiente. La opinión de los científicos del grupo de investigación Climate Action Tracker, en base a mediciones efectuadas en 32 países responsables de más del 80% de las emisiones globales, es que las políticas actuales nos están llevando a los escenarios (3) o (4) anteriormente planteados, con las consecuencias de un incremento de la temperatura global de 2.7 a 3.6ºC en este mismo siglo. Dado que estamos demasiado cerca del precipicio para poder evitar todas las consecuencias de la situación actual, ¿qué podemos y qué debemos hacer?

 

Lo que no podemos hacer es quedarnos sentados esperando un milagro que nos salve. El peligro es real. Los plazos son perentorios: menos de dos décadas antes de que la situación se torne del todo, no solo en parte, irreversible ―y hay quienes piensan que ya lo es. Si queremos salvar lo que aún podamos del delicado equilibrio del planeta para que puedan seguir viviendo nuestros hijos y aun nosotros mismos, porque el tiempo se nos echa encima, tenemos que hacer algo y hacerlo ya. Cada uno de nosotros, porque no hay soluciones mágicas.   

 Los negacionistas del cambio climático

 

domingo, 10 de octubre de 2021

CUESTIONES POLÍTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (7)

 

 Viene de... Cuestiones políticas (6)

 

EL ESTADO INTERVENTOR DE LA VIDA PÚBLICA

 

Tras casi dos años desde su aparición, y después de cuatro y hasta cinco oleadas en algunos países, por fin la pandemia parece empezar a aminorar allí donde las tasas de vacunación acercan a la población a la inmunidad de grupo, y gracias también a las medidas para evitar los contagios (principalmente distanciamiento físico, desinfección de manos y el uso de mascarilla), lo que a su vez ha reducido la carga hospitalaria, por lo que los centros de salud pueden disponer más eficazmente de sus recursos (los cuales, no obstante, no han sido mejorados en todas partes).

 

La progresiva relajación de las restricciones sociales y de movilidad ante las estadísticas que apuntan a un retroceso del virus parece haber exacerbado la actitud de quienes se empeñan, ahora más que antes, en hacer reuniones y celebraciones multitudinarias sin precauciones de ningún tipo, además de propiciar un aumento de las manifestaciones de quienes desde hace tiempo también protestan contra los controles adoptados por los gobiernos, en defensa, dicen unos y otros, de sus libertades individuales coartadas por las medidas impositivas ―llegando en ocasiones a enfrentarse a la policía, por lo que las concentraciones no siempre terminan pacíficamente.

 

(Esto está pasando principalmente en algunos países donde hay libertades ciudadanas. La gente que vive bajo regímenes dictatoriales está más acostumbrada a obedecer y menos a protestar.)

 

Entre quienes así actúan no hay solo negacionistas. Al ya habitual discurso de estos contra la manipulación de los gobiernos, el control psicológico y social, la vacunación y cuanta oscura amenaza les dicta su manía conspirativa, se suman quienes, desde una percepción menos errática de la realidad pero igualmente cansados de los periodos de confinamiento, claman por una más rápida liberación de las actividades económicas (muchos de ellos desempleados o pequeños comerciantes en situación de grave estrechez), a los que se unen otros que nunca han aceptado las vacunas (no solo las recientes contra el coronavirus), ya sea por motivos religiosos, ideológicos o por desconfianza de la ciencia o de los gobiernos, y seguramente también quienes respondiendo a la seducción o la presión de grupo actúan por imitación, o incluso por pura rebeldía. Tampoco es menor el papel de algunas facciones políticas que aprovechan esos descontentos con sus propios fines partidistas. El resultado es una variopinta colectividad que, agobiada de una u otra manera por las medidas de control o con determinados intereses, y con un bajo nivel general de percepción del riesgo o indiferente a sus consecuencias, antepone el reclamo de su libertad individual a la seguridad común, quizás pensando en muchos casos que esa seguridad no está amenazada.

 

A quienes no los mueven intereses específicos ni manías persecutorias conviene recordarles que la inmunidad de grupo no se ha conseguido del todo (en muchos países está aún lejos de alcanzarse), por lo que el riesgo de contagio persiste, y aumenta considerablemente cuando se desatienden las medidas profilácticas. Al margen de posibles factores como la difusión de noticias falsas o interesadas, manipulación de los gobiernos o formas de presión social o control político (véase la entrega anterior), es un hecho puramente biológico que algunos organismos viven a expensas de otros, en interacciones que pueden ser muy complejas, pasando por todas las formas de simbiosis, comensalismo, parasitismo… En particular, la posibilidad de desarrollo y propagación de microorganismos patógenos principalmente por contagio no es una invención: ha sido desde siempre un hecho cotidiano, si bien más o menos controlado hoy día en los países industrializados gracias a sus niveles de higiene y condiciones sanitarias, aunque pueda seguir siendo endémico en otras regiones del mundo e incluso en ocasiones extenderse a sectores más amplios, como ha sucedido muchas veces. Razón de más para pensar que la pandemia actual no es precisamente una patraña urdida por oscuros poderes políticos o económicos. De hecho, es solo cuestión de tiempo, biológicamente hablando, que por causas muy diversas aparezcan o se diseminen gérmenes causantes de enfermedades. En general, los patrones de contagio y propagación son complejos, dependiendo no solo de la virulencia y la especificidad del patógeno, sino también, entre otras cosas, de la susceptibilidad y el potencial de transmisión del huésped, y de factores como la densidad y la distribución de la población, así como del tipo, frecuencia e intensidad de las interacciones sociales. Entre los países más afectados por la pandemia están aquellos en los que gran parte de la población ha sido renuente a las precauciones para evitar los contagios, a menudo siguiendo la pauta de sus dirigentes (seguir a los líderes puede tener funestas consecuencias). Estados Unidos, país que desde hace tiempo encabeza la cifra mundial de contagios, en septiembre de 2021 superaba los 40 millones de infectados, con uno de cada 500 habitantes muerto por COVID 19, porcentaje este aún superado por otros países, como Brasil, y seguido de cerca por otros como el Reino Unido. Después de casi dos años, el número de personas infectadas en todo el mundo roza los 230 millones, con casi 5 millones de muertes oficialmente registradas (Mapa del coronavirus en el mundo), cuyo número real podría ser dos o tres veces mayor, según la ONU.

 

Lejos de desaparecer, el SARS-COV-2 no ha dejado de mutar (es una característica común de los virus). De hecho, el extenso grupo de los coronavirus es uno más de los microorganismos con los que convivimos desde hace tiempo. En estos momentos se conocen al menos 12 variantes patógenas para el ser humano, de las cuales la denominada delta es la más contagiosa (aproximadamente el doble de la cepa que desató la pandemia). Parece que tendremos que acostumbrarnos a la existencia del coronavirus, protegiéndonos, claro está, de sus cepas infecciosas ―hasta ahora, la única enfermedad erradicada en el mundo ha sido la viruela. Como con cualquier otro microorganismo del que debamos cuidarnos, nuestra supervivencia dependerá, entre otras cosas, de nuestra resistencia como especie, los avances de la medicina y, no menos importante, las medidas de higiene y precaución que habitualmente nos libran de diversas infecciones (y que en estos momentos ha sido necesario incrementar debido a la pandemia). Dependiendo del grado y la duración de la inmunidad que proporcionen las vacunas, puede que sean necesarias dosis de refuerzo como en el caso de otras enfermedades, o vacunaciones anuales como se hace con la gripe común (ya se está administrando en algunos países una tercera dosis a las poblaciones de mayor riesgo).   

  

Por tanto, mientras no se alcance la inmunidad de grupo no cabe el rechazo a precauciones que son necesarias, aun cuando ello implique la renuncia temporal a algunos derechos individuales o sociales. Medidas como el uso de mascarillas y el aislamiento preventivo son habituales en casos de epidemia, y pretextar que atentan contra las libertades individuales es algo que raya en el ridículo. A ninguna persona razonable se le ocurre desatender las indicaciones médicas porque le impidan salir de fiesta o departir con los amigos. El confinamiento ha sido perjudicial para la economía y para muchas personas, pero ante una situación de pandemia que ha ocasionado más de 5 millones de muertes en escasos dos años, difícilmente puede considerarse, ni legal ni políticamente, un atropello a los derechos de nadie. A pesar de los innumerables problemas que conlleva el distanciamiento social (incluidos cierres de empresas, la interrupción de transportes y suministros, y las limitaciones a la movilidad personal), ha sido en muchos casos la única manera de evitar los contagios y la muerte de más personas vulnerables. En cuanto al derecho a no vacunarse que esgrimen algunos (una vez más, obviamente, en un régimen de libertades), cada quien puede proceder como le dicte su conciencia o como mejor le parezca, siempre que con ello no perjudique a nadie. Por esto, a lo que no tiene derecho es a oponerse a las medidas de restricción (como el acceso a ciertos trabajos o la admisión a determinados lugares, por ejemplo) que puedan aplicársele como potencial transmisor de la enfermedad mientras persista la posibilidad de contagio.

 

Lo ideal, desde luego, en un Estado de libertades, es que la promulgación de medidas impositivas nunca fueran necesarias, gracias a la conciencia social de los ciudadanos ante hechos incontrovertibles que representen una amenaza real para todos o incluso para determinados grupos. No obstante, la realidad es que se hacen necesarias por la existencia de individuos como los negacionistas y otros que no están dispuestos y hasta se oponen a aplicar medidas de precaución que, aun siendo molestas, deberían ser de aplicación motu proprio. Es entonces cuando el Estado democrático, como garante del bienestar social, se ve obligado a imponerlas como un deber que le corresponde ejercer (obviamente dentro de los controles de un Estado de derecho), y exclusivamente para preservar el bien común, para evitar que la actitud de algunos ―cuya motivación puede ir del mero desconocimiento a un egoísmo irresponsable, o hasta una determinada agenda política― perjudique o pueda constituir un peligro para otros. 

 

Continuará 

sábado, 10 de julio de 2021

CUESTIONES POLÍTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (6)

 Viene de... Cuestiones políticas (5)

  

 LOS NEGACIONISTAS

 

Un hecho es, por definición, un fenómeno objetivamente observable, susceptible de comprobación e investigación en cuanto a sus causas y consecuencias. Otra cosa es su interpretación o su significado, sobre lo que obviamente puede haber discrepancias. Un hecho fue, por ejemplo, el terremoto de Haití del año 2010, en el que hubo casi un millón de muertos y más de medio millón de heridos, y que dejó sin hogar a 1.3 millones de personas. Otro hecho puede ser que acudamos al médico y este nos diagnostique una enfermedad contagiosa. Hay muchos otros hechos que no tienen nada que ver con enfermedades o desastres, como la salida del sol por el este o la llegada de la primavera, pero estamos hablando sobre el trasfondo de una pandemia, por lo que aquellos resultan en estos momentos especialmente relevantes.

 

A pesar del general enfoque científico predominante en nuestra actual sociedad tecnológica, sobre bases estrictamente lógico-epistémicas podríamos estar en desacuerdo respecto a si la salida del sol es un fenómeno aparente que obedece, entre otras causas, a la rotación del planeta o si se debe al movimiento real del astro alrededor de la Tierra inmóvil, como creyeron los antiguos y todavía creen los llamados terraplanistas; o respecto a si el terremoto de Haití fue producido por movimientos telúricos naturales de la corteza terrestre o si fue un castigo (claramente indiscriminado) enviado por Dios, como afirmaron en su día algunos líderes religiosos. No obstante, el hecho en sí no admite dudas razonables para la mayoría de la gente, tanto quienes pudieron comprobarlo en forma directa (si, por desgracia, estuvieron allí, en el caso del terremoto, o si alguna vez han presenciado una salida del sol) como aquellos para los que la comprobación solo puede ser indirecta (quienes viajaron al país después del desastre y vieron sus consecuencias, o bien encontraron los vuelos suspendidos por el terremoto, o supieron de ello por los servicios de noticias…; y aún quien nunca ha visto un amanecer podrá, indirectamente, inferir este hecho a partir de conocimientos geográficos básicos, cualquiera que sea la cosmología que prefiera adoptar).

 

Quienes rechazan la veracidad de la pandemia toman por falsa la información que reciben de multitud de fuentes, y atribuyen a otras causas las muchas muertes recientes, incluso aquellas de las que tienen conocimiento directo, como las de amigos o familiares. En los primeros días de la pandemia circularon por internet algunos vídeos y fotografías que mostraban pasillos vacíos de hospitales mientras las noticias mencionaban la gran cantidad de enfermos que estaban recibiendo. Esas imágenes no daban información fiable de las fechas a las que correspondían, y ni tan siquiera a qué centros de salud o clínicas pertenecían, si de núcleos urbanos o poblaciones aisladas, ni tampoco revelaban el estado de las UCI de los hospitales, a las que las cámaras y los teléfonos móviles de los espontáneos mirones no tenían acceso, donde mientras tanto se acumulaban los enfermos. Muchos de los negacionistas dan por falsas las informaciones provenientes de hospitales, organismos sanitarios, centros epidemiológicos, médicos, laboratorios, personal y auxiliares de enfermería, institutos de estadísticas, centros de investigación, fabricación y distribución de vacunas, periodistas y servicios de información nacionales e internacionales…, aduciendo un complot mundial de dimensiones colosales y atribuyendo, en cambio, veracidad a quienes piensan como ellos rechazando toda evidencia, directa e indirecta, contraria a sus opiniones.

 

Los que niegan tal cúmulo de datos para abrazar sus teorías de la conspiración ignoran, en primer lugar, que la casi totalidad del conocimiento humano es provisional y de carácter probable, incluido el propio conocimiento científico, al que acuden ciegamente en ocasiones para expurgar información descontextualizada en beneficio de sus peregrinas «teorías», pergeñadas con inconsistentes extrapolaciones de datos parciales o poco fidedignos a los que ellos atribuyen absoluta certeza, aderezada muchas veces con información que dicen tener de forma prácticamente exclusiva. En respaldo de sus extravagantes afirmaciones suelen mencionar a algunos médicos y personas con estudios científicos pertenecientes a su grupo. Pero estos también los hay entre los creacionistas, los defensores de la Tierra plana, los que todavía se empeñan en construir la máquina de movimiento perpetuo contra 200 años por lo menos de comprobada evidencia experimental en todos los campos, y quienes dicen tener contacto con extraterrestres: una muestra más de lo repartida que está la irracionalidad, un tema que ameritaría tratamiento aparte.

 

Otra cosa que los negacionistas ignoran es que, debido a la limitada capacidad humana de comprobación del ingente cúmulo de hechos que nos rodean, son muy escasas las cosas de las que tenemos conocimiento directo. Desde los anillos de Saturno a la expansión del Universo, desde la existencia de los átomos a la quimiosíntesis, pasando por toda la historia conocida, las migraciones de las ballenas, y hasta lo que sucede en estos momentos en el otro lado del planeta (lo queramos pensar redondo o plano), o incluso en la casa del vecino, todo eso lo sabemos (en realidad, lo elaboramos racionalmente) de forma indirecta, por indicios, noticias, datos a partir de los cuales nos representamos los hechos y, en conjunto, nuestra imagen del mundo. Son muy pocas las personas, incluso los científicos, con posibilidad de verificar directamente todo lo que sabemos; y aun su conocimiento directo se reduce a lo que cada uno puede comprobar dentro de su especialidad. El resto de cuanto saben, como todo el mundo, lo reconstruyen a partir de datos fiables proporcionados por otras personas, incluidos los anillos de Saturno, las rutas de las ballenas y lo que pasó esta mañana en el otro lado del mundo, de lo que nos informan las noticias. Así funciona no solo la ciencia, sino todo el conocimiento humano.

 

De modo que el mismo argumento conspirativo de la «gran mentira» oficial en torno al coronavirus, que ninguno de nosotros puede comprobar, y las dudas que podamos tener sobre cualquier cosa que no conozcamos directamente, sirven igualmente para rechazar sus propias teorías de la conspiración, por otra parte basadas en afirmaciones que esperan que creamos porque ellos nos lo dicen. Con una diferencia (un criterio metodológico más que ignoran los afectos a las teorías conspirativas): ¿cuál de las explicaciones que podemos dar de un hecho, que en su mayor parte solo conocemos de forma parcial e indirecta, es más coherente, más aceptable y más creíble porque encaja mejor en el sistema del conocimiento?… Porque, objetivamente, los criterios de aceptación de cualquier cosa, sea teoría científica o hecho cotidiano, se reducen a dos: lo que podemos comprobar directamente (como hemos visto, muy poco cada uno de nosotros) y lo que creemos razonablemente porque confiamos en la validez de las comprobaciones efectuadas (por otros) y su coherencia con el conjunto de los hechos conocidos.

 

Sí, es posible que existan los extraterrestres, el yeti, el monstruo del lago Ness y también, ¿por qué no?, los perros verdes. Pero seguramente el lector no creerá en estos últimos tan solo porque alguien se lo diga, contrariamente a todo lo que sabe acerca de los perros. Si piensa tomarse en serio una afirmación semejante, probablemente no solo pedirá más datos sino –ya que igualmente podrían seguir mintiéndole– pruebas, directas o indirectas, pero razonablemente convincentes para incluir ese inesperado color entre las características posibles de nuestros conocidos animales de compañía.  

 

Desde antes del desarrollo de las vacunas, algunos negacionistas han venido insistiendo en un gigantesco complot mundial tramado por agentes tan dispares como gobiernos de todo signo y bandera e incluso rivales ideológicos, en connivencia o no con grupos conspiradores médico-farmacéuticos movidos por poderosos magnates o entramados financieros internacionales u otros poderes ocultos (las versiones conspirativas cubren todas los espectros imaginables), que utilizarían las supuestas vacunas para inocularnos nanodispositivos de control a fin de manipularnos a su antojo o, cuando menos, vigilar y, a la larga, controlar cada uno de nuestros movimientos. Mientras que unos afirman que las vacunas son en realidad un instrumento de control mental, otros claman que son un medio de esterilización para reducir la población mundial o incluso matar directamente a poblaciones enteras (véase, por ejemplo, aquí: falsas afirmaciones sobre el coronavirus), otros más ven en las vacunas un peligroso experimento transgénico, y otros aseguran que son una pantalla para encubrir (y/o paliar, multiplicar o complementar, según la versión) los efectos de la radiación electromagnética de los teléfonos móviles, que es ―¡sépalo el lector!― el medio de propagación de los virus ―esto, claro está, según el subgrupo que acepta la realidad del patógeno (véase afirmaciones falsas sobre la pandemia y los campos electromagnéticos). Disparates para todos los gustos, que no solo se alejan indeciblemente de toda posibilidad de comprobación (salvo las medias verdades expurgadas de aquí y de allá con las que pretenden dar apoyo a la otra mitad de lo que dicen) sino que, a poco que se las considere, solo encajarían a martillazos con el conjunto del conocimiento científico sistemáticamente acumulado por multitud de observaciones, experimentos e investigaciones meticulosamente contrastadas desde hace ya unos 500 años, si nos remontamos solo a la época de Galileo. Y es que para aceptar las «teorías» negacionistas (o el creacionismo, o la Tierra plana…) habría que rechazar por lo menos buena parte de todo lo que sabemos actualmente sobre física, astronomía, biología, medicina, química, psicología social… e incluso nanotecnología.    

 

Suponiendo la buena fe de los grupos negacionistas (lo que no necesariamente está garantizado, ya que podrían obedecer a determinadas ideologías o intereses, precisamente lo que ellos achacan a quienes no creen en ellos), es triste ver como hay personas que a partir de conocimientos desorganizados y carentes de criterio científico, son víctimas de sus propios desatinos de los que, en el mejor de los casos, ni siquiera se dan cuenta. Más lamentable es el daño que pueden hacer a quienes, desconociendo la jerga técnica de la que aquellos hacen gala, y subyugados por su falso tono cientificista, o quizás por la imagen romántica de «una minoría rebelde poseedora de la verdad», se dejan llevar por supuestas argumentaciones que no resisten, no digamos ya un examen detallado sino ni tan siquiera una dosis razonable de sentido común.                

 
Continúa: Cuestiones políticas (7)

domingo, 21 de febrero de 2021

Entrevista: Sobre la felicidad

¿Qué es la felicidad? ¿Se puede ser feliz en la vida? ¿Se puede ser feliz en el trabajo?

 

La felicidad: ¿una actitud mental? 

¿La felicidad es la meta o el camino? ¿Se puede ser feliz cuando otros no lo son?

¿Es compatible la felicidad con la productividad en la empresa? 

¿Tiene sentido hablar de políticas de felicidad? ¿Se puede negociar la felicidad en el lugar de trabajo? 

 

 
(Imagen cortesía de Gino Crescoli, Pixabay)

Entrevista a Roberto R Bravo por Sergi Bonilla, director de Creantum International Group


lunes, 15 de febrero de 2021

CUESTIONES POLÍTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (5)

 Viene de... Cuestiones políticas (4)

 

LOS PAÍSES POBRES Y LAS VACUNAS

 

La diferencia entre países ricos y pobres va más allá de meras desigualdades en el PIB, sea nominal o per cápita, pudiendo llegar en muchos casos a significar claras desventajas para los últimos en muchos terrenos, debidas entre otras cosas al superior desarrollo tecnológico de los primeros.

 

Durante la epidemia de gripe aviar que se extendió por el mundo entre los años 2005 a 2007 (causada por el virus de la influenza A-H5N1), que tuvo entre los infectados la elevada tasa de mortalidad del 81%, Indonesia, debido a su limitada capacidad de diagnóstico, envió muestras para examen a algunas sedes locales de laboratorios internacionales afiliados a la Organización Mundial de la Salud. Muestras que, en algunos casos, fueron enviadas al exterior por esos laboratorios sin informar al país de origen. Como resultado, algunas empresas farmacéuticas pudieron desarrollar vacunas y tratamientos que se aplicaron en los países industrializados, a los que Indonesia y otros países afectados no podían acceder por su alto costo. La respuesta de Indonesia, aparte de acusar a Estados Unidos de aprovechar las muestras con el objetivo de una eventual arma biológica, fue interrumpir su distribución, invocando su derecho a obtener los beneficios derivados de la investigación basada en un «recurso biológico» proporcionado por su país. Dejando de lado que Indonesia pudo haber acudido a los tribunales y organismos internacionales en lugar de suspender el suministro de muestras que podían ayudar a salvar vidas (quizás queriendo evitar la burocracia de esas instancias o la decisiva influencia sobre estas de los países desarrollados), la situación puso de manifiesto tanto la necesidad de colaboración entre los distintos países ante una amenaza que desconoce fronteras, como las diferencias entre países pobres y desarrollados más allá de la capacidad adquisitiva, ya que hubo un claro aprovechamiento de material y de información con fines puramente egoístas, privando el criterio unilateral del país industrializado. Una situación similar se produjo en 2014 durante el mayor brote de ébola conocido hasta hoy en África occidental. Si bien en ese caso hubo una importante colaboración de los países desarrollados, tanto a través de organismos oficiales como de ONGs, algunos países, como Canadá, rehusaron devolver las muestras biológicas obtenidas pretextando motivos de seguridad, lo que privó a los países originarios de un material de estudio al que tenían innegable derecho. La disputa internacional ha generado diversas propuestas legales y algunas normativas complejas aún carentes de unanimidad, si bien existe un consenso general respecto a la necesidad de compartir tanto la información como los beneficios de la investigación biológica (véase el artículo de Michelle Rourke: Virus for Sale).

 

En el caso de las vacunas ya existentes contra la COVID-19 y las que se están desarrollando, los países industrializados ya han comprado a los laboratorios cantidades suficientes para vacunar más de una vez a toda su población, lo que ha hecho temer que otra vez los países ricos lleguen a acaparar la mayor parte de los beneficios, dejando a los países pobres con las peores consecuencias. Para evitar esto, la OMS propuso en abril de 2020 la cooperación de todos los países y de organismos públicos y privados para la creación de un banco internacional de vacunas contra la COVID (COVAX) que asignara los fondos aportados a los laboratorios participantes a cambio del compromiso de distribuir mundialmente las vacunas en función de las necesidades, no de los aportes económicos realizados. Esta vez, la reacción del mundo industrializado ha sido positiva. Para mediados de diciembre de 2020 el número de países participantes en el programa COVAX, contando algunos de los más ricos, ascendía a 190, y se hacen planes para distribuir unos 1300 millones de dosis a 92 países de ingresos bajos a medio-bajos en el primer trimestre de 2021, con la intención de que hacia finales de este mismo año se hayan suministrado al menos 2000 millones de dosis, consideradas suficientes para vacunar a un 20% de la población mundial, entre personas vulnerables y de alto riesgo, y personal sanitario. Como ha expresado el director general de la OMS, es esencial empezar por vacunar «a algunas personas en todos los países, en lugar de a todas las personas de algunos países» ya que, en un mundo interconectado como el actual, todos los países estarán sanos o no lo estará ninguno.

 

El proyecto no impide que algunos países de altos ingresos puedan seguir comprando otras vacunas por su cuenta o que llegue a tener éxito la reclamación de un grupo de países en desarrollo, apoyados por ONGs y organismos internacionales, de una vacuna «universal» libre de patentes que cualquiera pueda fabricar sin el pago de derechos, como se hizo con la vacuna de la polio. Tampoco es un secreto para nadie que la ayuda externa no ha carecido nunca de interés geopolítico. Está claro que quien ofreciera más vacunas y más baratas a los países menos favorecidos podría aspirar a una mayor influencia en determinadas regiones. Rusia y China ya se han lanzado a esta nueva carrera por la hegemonía. Por su parte, Canadá, que ha comprado anticipadamente dosis para vacunar a toda su población unas cinco o seis veces, ha anunciado que está dispuesta a compartir sus excedentes con el resto del mundo. Otro tanto han asegurado Estados Unidos y varios países de la Unión Europea, cuyas compras anticipadas alcanzan para vacunar tres y dos veces, respectivamente, a toda su población. Pero por encima de diferencias adquisitivas, intereses y rivalidades políticas, la actual pandemia debería ser el factor culminante de una larga serie de hechos que nos obligue a reconsiderar seriamente, a todos los niveles, la brecha entre países ricos y pobres. Porque, en un mundo cada vez más globalizado, la colaboración no es una cuestión de filantropía sino de supervivencia. 

 

La interdependencia global no es una afirmación retórica. La Northeastern University de Boston, a instancias de una de las fundaciones participantes en el programa COVAX, ha elaborado un modelo de la evolución mundial de la pandemia a partir de la complejidad de datos biológicos, sanitarios, geográficos, de desplazamientos, sociopolíticos y económicos involucrados, considerando los diversos escenarios posibles de una distribución prioritaria de vacunas a los países pudientes frente a una distribución equitativa entre todos los países del mundo. En todos los casos, la distribución proporcional de vacunas salva aproximadamente el doble de vidas a nivel global (COVID-19: A Global Perspective).

 

A la vista de la realidad de la pandemia, que viene a sumarse a otras evidencias de alcance mundial, como los estragos del cambio climático o el problema creciente de las migraciones ilegales, cabría esperar un importante cambio de actitud política, si no por razones humanitarias, simplemente egoístas. Sería un buen momento para que los países más desfavorecidos dejaran de ser recursos de mano de obra barata (a menudo infantil, o incluso esclava) para las grandes empresas multinacionales, fuentes de explotación indiscriminada y sitios donde vender, al abrigo de leyes laxas o inexistentes, productos de desecho o prohibidos en los países industrializados, terreno de pruebas para fabricantes de armas y farmacéuticas inescrupulosas…, y que la globalización sea algo más que la mera internacionalización de los mercados para seguir hinchando los ya abultados bolsillos de unos pocos.    

 

 

Continúa: Cuestiones políticas (6)

domingo, 7 de febrero de 2021

CUESTIONES POLÍTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (4)

Viene de... Cuestiones políticas (3)

 

¿Y QUÉ PASA CON LOS PAÍSES POBRES?

 

El concepto de país pobre es relativo. Sin entrar a considerar los tipos de pobreza que afectan a multitud de personas en todo el mundo,1 y si bien definir la «riqueza» exclusivamente en términos monetarios no es lo más apropiado, ya que deberíamos considerar también la esperanza de vida, la disponibilidad de servicios básicos, el acceso al conocimiento y al estudio, la diversidad de bienes culturales, y aspectos tan subjetivos como la calidad de vida y la satisfacción general de la población, dada la difícil ponderación de estos y otros factores, uno de los criterios más utilizados para medir la riqueza de los países (el cual, hasta cierto punto, permite inferir el nivel de los otros) es el Producto Interior Bruto (PIB) anual, esto es, la cantidad total de capital que genera la economía de un país durante un año. Según datos disponibles del Fondo Monetario Internacional para los años 2017-18, las 25 economías con el PIB más bajo del mundo corresponden en su mayoría a pequeños países insulares, repartidos principalmente entre la Polinesia, el Caribe y las costas africanas. No obstante, esta medida puede ser muy engañosa, ya que, al menos teóricamente, un PIB reducido pero distribuido equitativamente dentro de un país pequeño puede significar una calidad de vida aceptable para sus habitantes. Una prueba de ello es que en esta lista, junto a países tan pobres como Gambia, las islas Comoras o Guinea-Bissau, se encuentra San Marino, uno de los 25 países con más alto PIB per cápita del mundo, por encima de Estados Unidos y varios países europeos según datos del mismo FMI, y cuyo nivel general de vida le permite, entre otras cosas, ser uno de los que cuentan con mayor número de automóviles por habitante. Frente a ese concepto del PIB nominal o no distribuido, el PIB per cápita es un mejor indicador de la riqueza o la pobreza de un país, ya que expresa qué cantidad del PIB correspondería a cada habitante bajo una distribución paritaria. Aunque este índice también es engañoso, ya que puede ocultar diferencias importantes entre la población, representa mejor el promedio del nivel de vida puesto que, matemáticamente, para un PIB nominal dado, la riqueza per cápita tiende a disminuir a medida que la población es mayor. Bajo este parámetro más revelador, los países con PIB per cápita más bajos del mundo se encuentran principalmente en África. Concretamente, los 10 países más pobres del mundo, según el Informe sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, son todos africanos, y de la lista del FMI de los 25 países con el PIB per cápita más bajo, 22 pertenecen a África (los otros tres están en Asia) (International Monetary Fund: World Economic Outlook Databases).

 

Más que hablar de países pobres debería hablarse de personas pobres, ya que incluso en países incuestionablemente pobres (aparezcan o no en las listas anteriores, que representan situaciones límite), como por ejemplo India, Bolivia, Camboya o Mozambique, hay multimillonarios que viven y progresan en medio de una miseria generalizada, mientras que en muchos países ricos, como Estados Unidos o Inglaterra, a menudo hay núcleos de pobreza, incluso extrema, no precisamente lejos de las ciudades importantes, y a veces en enclaves en el interior de estas.  

 

Con todo, y a pesar de que incluso los países más pobres padecen de grandes desigualdades entre sus habitantes, leyes que las permiten y una corrupción política que las alimenta ―rasgos verdaderamente pandémicos y bien distribuidos por todo el mundo―, de manera general se puede poner el rótulo de país «pobre» a aquellos en los que, aunque dispongan de importantes riquezas minerales, agrícolas o de otro tipo, estas no repercuten sobre el bienestar de su población sino que benefician solo a unos pocos privilegiados…, con efectos patéticos para el resto de su gente. Y esto se refleja de manera dramática en sus precarios servicios, en especial sanitarios, y su limitada capacidad de respuesta ante situaciones de emergencia, como algunas epidemias recientes y la actual pandemia mundial, que viene a sumarse a un largo rosario de calamidades (desde politicosociales a climáticas), en el que los países más pobres se llevan siempre la peor parte.  

 

Se ha dicho que en situaciones extremas se revela lo mejor y lo peor del ser humano. Es común que, ante desastres naturales (ciclones, terremotos, inundaciones…) y también los producidos por el hombre (accidentes catastróficos, guerras, y los desplazamientos masivos que generan…), haya quienes están dispuestos a ayudar sin pedir nada a cambio y aun mediante sacrificios personales, frente a quienes siempre encuentran formas de lucrarse con la desgracia ajena. Durante la actual pandemia mundial se han visto importantes muestras de solidaridad de particulares y empresas, organismos privados y públicos, y gobiernos. Pero también, cuando faltaron respiradores o equipos, apropiaciones y disputas entre países, además de rivalidades por asegurarse recursos sanitarios y, posteriormente, las vacunas. En momentos en que la producción inicial de vacunas contra la COVID-19 genera ciertos problemas de escasez o distribución, no han faltado quienes, aquí y allá, se saltan las obvias prioridades para situarse entre los primeros en recibir las dosis, al arropo de su posición jerárquica o estratégica en el sistema de asignaciones, o utilizando su riqueza o influencia, y también quienes aprovechan en algún sentido su poder de negociación para obtener beneficios económicos. Cabe preguntarse si en esta nueva lucha por la salud los países pobres no serán, una vez más, los peor parados.         



1 Comparativamente, la pobreza puede clasificarse como absoluta, cuando no están cubiertas ni aún las necesidades básicas, como el agua, la alimentación y la vivienda; relativa, si alude a desigualdades socioeconómicas respecto al nivel promedio existente en el entorno; o carencial, cuando una parte de la población no tiene acceso a determinados bienes o servicios.

 Continúa: Cuestiones políticas (5)