jueves, 6 de octubre de 2022

SOLDADO

 

I don’t wanna be a soldier momma, I don’t wanna die

―John Lennon

 

… or kill

  

I 

 

Como a tantos, en la escuela le habían enseñado a amar a la Patria. Y, como algunos, cuando tuvo edad se alistó en el ejército. La paga no era demasiado buena, pero tampoco del todo mala; y para un muchacho que busca qué hacer con su vida mientras no se le ocurren otras opciones, el Ejército le ofrecía una ocupación, algún dinero para gastar los días libres, un cierto atractivo para las chicas, por lo que había visto…, y hasta un retiro honorable, aunque esto último era en lo que menos pensaba en ese momento. También aprendería cosas como geografía, estrategia, algo de historia… Desde luego, manejo de armas, de algunos aparatos, puede que de vehículos pesados y, con algo de suerte, quizás hasta un oficio que también le serviría fuera del Ejército. Aunque esa posibilidad tampoco lo motivaba especialmente porque, si le iba bien, podría seguir en el Ejército toda su vida… o hasta que fuera lo bastante viejo para retirarse, lo que sería dentro de mucho tiempo. La de militar era una profesión respetada en todas partes. Sobre todo si ascendía a los rangos superiores. Entonces sería él quien diera las órdenes. O más bien quien las transmitiera desde niveles más altos, donde solo llegaban unos pocos. Aun así, siempre estaría sujeto al mando supremo, que era, por lo que sabía, el jefe del Estado. Pero mientras llegaran o no las posibilidades de ascenso, de momento solo una idea remota, no tendría que preocuparse por su futuro ya que no consistía en eso la profesión de soldado sino, como le habían inculcado, en servir a la Patria.

 

A cambio de los beneficios de pertenecer al Ejército, debía renunciar a la libertad de hacer lo que le viniera en gana como hasta ahora, aunque no es que estuviera haciendo gran cosa. Y poner su voluntad al servicio de un fin tan elevado tampoco le molestaba demasiado, principalmente porque le evitaba la angustiosa tarea de decidir qué hacer con su vida. Así pues, que otros más sabios que él decidieran. Estaba felizmente dispuesto a no cuestionar y ni siquiera plantearse el propósito o el sentido de las órdenes que recibiera. Su función no era pensar sino hacer. Debía convertirse en un instrumento, y un instrumento eficaz, al servicio de quienes dirigen los destinos del país.

 

La primera prueba de su compromiso con unos objetivos de tal trascendencia era la pérdida de su individualidad… aunque él no lo habría dicho de esa manera. Es verdad que desde el momento de ingresar al Ejército tuvo que decir adiós a las ropas que vestía, a su modo de peinarse, o de no hacerlo, a ir adonde quisiera, a vaguear ocasionalmente o todo el día, y hasta a su modo de moverse y su postura corporal. Y acostumbrarse a hablar solo cuando le dieran permiso. Pero, en realidad, solo estaba dejando atrás una etapa: cosas sin importancia como las que hacían otros muchachos de su edad. Desde ahora, mismo corte de pelo, misma pulcra apariencia, mismo pormenorizado horario cada día, mismos modales, mismas tareas que sus nuevos compañeros ―salvo, claro está, que sus superiores le ordenaran otra cosa en algún momento. Su nueva vida sería simplemente la marca de su pertenencia a otro grupo, un grupo diferente, un grupo de élite, podría decirse.

 

Pronto se vio inmerso en esa nueva vida. Una que lo absorbía por completo, más llena de entrenamientos, prácticas, tareas y cosas que hacer de lo que podía haber imaginado. Días que le llegaban planificados al detalle, sin un instante de ocio, sin tiempo de aburrirse o de pensar. Noches para dormir sin tiempo de soñar, sin más duración que la justa para recuperar fuerzas para el día siguiente. Los escasos resquicios entre el flujo incesante de actividades le dejaban apenas tiempo de entender que ahora era una pieza mínima de un gigantesco engranaje del que no conocía las razones ni el propósito excepto su deber de obedecer, y tampoco debía ni quería conocerlos. Como era de esperar, ninguno de los compañeros de su contingente, piezas de engranaje como él, se distinguía de los demás, porque la misión de todos era, exclusivamente, una y la misma: cumplir con exactitud las órdenes recibidas sin pensar otra cosa que no fuera la mejor manera de cumplirlas. La misión del soldado, como no cesarían de repetirle durante toda su formación en el Ejército, es convertirse en el más puro instrumento al servicio de la Patria ―o de lo que sus superiores y, en última instancia, la jefatura del Estado (ya fuera una persona, un comité, o un organismo o institución política, no era asunto que le concerniera) determinaran que fuera la mejor manera de servir a la Patria.


Soldado (de sueldo: asalariado, pagado):

que sirve en la milicia (de militar, de miles: muchos) a los fines de la guerra

[Imagen cortesía de Oleg Mityukhin, Pixabay]

Continúa: Parte 2

SOLDADO (Parte 2)

 Viene de... Parte 1

  

II

 

            Y así, llegó el día en que recibió la orden de trasladarse junto con las demás tropas asignadas a los confines del país con el fin de realizar ejercicios militares en una nueva ubicación, que era, como siempre, la única novedad. Lo demás, los mismos o parecidos simulacros de ataque y defensa, de avances estratégicos, de retirada, reagrupación y recuperación del territorio, de mantenimiento de las posiciones ocupadas. Operaciones conjuntas con el apoyo de los diversos cuerpos: aviación, artillería, marina… En esta ocasión los ejercicios se prolongaron más que en las anteriores y, llegado un momento, se recibió la orden de traspasar la línea claramente delineada en los mapas, pero del todo inexistente en el terreno, que marcaba el límite de la jurisdicción de la Patria. Sin dudarlo, cumplió por su parte la orden recibida y pronto estuvo junto con su batallón del otro lado de la línea imaginaria. Durante días avanzaron, obedeciendo órdenes, en la dirección indicada por los mapas y los aparatos de posicionamiento. Cuanto alcanzaba a ver en todas direcciones no se diferenciaba de los deshabitados parajes donde habían empezado los ejercicios militares. Tal vez más adelante cambiara la forma del terreno o la vegetación, o llegara a notar alguna diferencia en el clima…, pero por los momentos nadie podría haber dicho que estuvieran en otro lugar.

 

Les habían advertido que todo poblado o grupo humano que encontraran desde ahora era enemigo, y que nada debía detener su avance. Debían no solo vencer toda resistencia del adversario, al que verían pronto o tal vez no, ya que las guerras modernas se libran principalmente a golpes de misiles, bombardeos de precisión y artillería desde lugares cada vez más alejados, mucho antes de que las tropas lleguen a ocupar físicamente los centros del país enemigo. También debían cuidarse de posibles ataques de la población civil, que podría ser hostil a su avance. Aunque, claro está, ellos no eran un ejército de ocupación sino de liberación, como habían dicho sus superiores.

 

Desde entonces los disparos de proyectiles, fuegos de artillería y descargas de ametralladoras que habían estado lanzando a un enemigo tan imaginario como la línea fronteriza de los mapas, empezaron a apuntar a objetivos reales, la mayoría de las veces lejanos e invisibles, pero que solían responder el fuego y con los que de vez en cuando tropezaban en el terreno. Enfrentamientos unas veces cuidadosamente calculados, otras inesperados, otras venidos de lejos, como la mayoría de los ataques que ellos realizaban, señalados por el silbido premonitor de bombas y misiles. Siempre cargados de rugidos ensordecedores que ahogaban los sonidos de los vehículos e instrumentos mecánicos y de los dispositivos electrónicos, y que se mezclaban con voces humanas y órdenes gritadas por los aparatos o de viva voz, a veces acompañadas de estallidos cercanos y trozos de cosas que volaban en todas direcciones. Entre el ruido de disparos y explosiones, el humo y la metralla, sufrieron algunas pérdidas de equipos y pertrechos, y también humanas. Vio morir, a veces de golpe y sin que llegaran a darse cuenta, a veces lentamente, entre espantosos gritos o exangües gemidos de dolor, a algunos de sus compañeros, enteros o con el cuerpo destrozado, muchos de su misma edad que, como él, tenían a sus padres y acaso hermanos o hermanas en la Patria que habían dejado atrás. Tras la batalla, durante los organizados descansos en medio del amplio espacio vacío que no parecía pertenecer a nadie, cruzado por algún río o carreteras que nunca eran de fiar, a veces recibían noticias del avance de su ejército en algunas posiciones, y de retroceso en otras. Según las órdenes, se trasladaban, permanecían a la espera, se internaban en la dirección indicada, lanzaban misiles o realizaban movimientos estratégicos para respaldar a otros batallones, a los que generalmente no veían. Los combates, al principio espaciados por días de tensa inercia, se fueron haciendo más frecuentes. Las órdenes se tornaron más estrictas y las acciones más persistentes, más brutales. A veces debían avanzar a toda velocidad y a toda costa, a pesar de la resistencia, organizada u ocasional, que encontraran. Junto con sus compañeros bombardeó, ametralló, acribilló y tomó posiciones, vías, materiales e instalaciones. Aplastaban la resistencia a su paso destruyendo y arrasando. Dado que la posesión de los centros poblados, grandes o pequeños, era lo que mejor marcaba el dominio del terreno ―aunque hasta ahora solo habían pasado por pequeños pueblos en dirección a las grandes ciudades, aún lejanas― el control de los lugares habitados y el desmantelamiento de toda resistencia para los contingentes que vendrían detrás eran vitales para el objetivo de la guerra.

 

Cada vez más tuvieron que luchar­ no solo contra­ las tropas enemigas sino también contra civiles armados que aparecían de improviso de entre los árboles o surgían de escondrijos tras las rocas al borde del camino o al girar un recodo. Partidas que realizaban sabotajes y ataques por sorpresa, que podían ser mortales, aunque ellos se mantenían en estado de alerta. Al llegar a cada nueva población era común que recibieran disparos desde las casas o graneros. Cuando capturaban a esos combatientes improvisados, la mayoría se negaba a decir lo que sabían del ejército enemigo o de los grupos de resistencia, incluso después de grandes presiones, que ellos nunca llamaban tortura. Para hacerles hablar había que amenazar a sus familias, herir, mutilar o matar a los suyos, violar a sus mujeres y a sus hijas. Con el tiempo, estos procedimientos se hicieron habituales, porque con frecuencia daban resultado. Para evitar represalias se hizo necesario ejecutar a los más rebeldes que pudieran después vengarse o reagruparse tras su paso. Al final, acabaron por matar a casi todos los que pudieran combatir, hombres o mujeres, ya que debían protegerse las espaldas y era mejor estar seguros de no dejar detrás posibles focos de resistencia. En las últimas poblaciones que encontraban disparaban a los hombres sin preguntar y luego violaban a las mujeres, sin tener que preocuparse ya por sus maridos. No todos sus compañeros hacían esas cosas, pero sí muchos. Tampoco todos los oficiales, aunque algunos las permitían, y los había que se unían al resto del batallón. Claramente, no había una política al respecto. Era un pequeño espacio de libertad donde cada quien podía hacer lo que quisiera. Era la guerra. En momentos así se acordaba de su madre y de su hermana, de su padre, y no podía evitar verlos en el vano forcejeo de un hombre bajo una fuerza grupal desproporcionada, en la mirada perdida o enloquecida de las mujeres, como si no pudieran comprender lo que les estaba pasando. Ante la vergüenza y la indignación en el rostro de una mujer sometida por unos muchachos que podrían haber sido sus hijos, se la imaginó como sería apenas unos días antes, lejos de aquel brete, al lado de un marido atento, como recordaba a sus padres. Tras vencer la escasa oposición de esos campesinos, las muchachas que aún no habían sido violadas eran presa fácil de algún grupo que terminaba de arrancarles las ropas y abusar de ellas hasta el cansancio, entre sus inútiles gestos de resistencia y sus gritos. Otras quedaban inánimes, calladas, con la vista fija y ausente, del todo vulnerables. A veces, después las mataban también a ellas. Así, al menos dejaban de sufrir, ya sin padres ni hermanos, sin algún posible enamorado, para entonces probablemente muerto… Él se mantenía al margen. En los breves momentos en que se permitía pensar, pensaba que no se había alistado para eso. Por su parte, prefería acercarse a una chica despacio, dejando transcurrir el tiempo para enamorarse y enamorarla. Una chica que le sonriera, que se divirtiera con él y quisiera estar a su lado. Que lo aceptara y lo acariciara suavemente. No que se revolviera bajo su empuje brutal, golpeada y sostenida por multitud de otras manos. Cuando las cuadrillas entraban en las casas, él se apartaba a un extremo del poblado, lejos de los gritos de las víctimas y las risotadas de los perpetradores, a quienes no veía entonces como sus compañeros. Se iba a vigilar de cualquier posible ataque, a la espera de órdenes, cualesquiera que fuesen. No era su deber pensar. Debía ser un buen soldado.

 


En ocasiones, al salir del que hasta entonces habría sido un pueblo trabajador y apacible, con el fragor de los disparos y las explosiones persistiendo aún en los oídos y el crepitar de las llamas que salía de alguna ventana rota, oía el llanto solitario de un niño o una anciana junto a un cuerpo inerte, cerca del cráter de una granada o de una pared con enormes agujeros de balas. A diferencia del límite artificial que habían cruzado tiempo atrás, el paso de la tropa marcaba una divisoria real entre dos mundos. El paisaje aplastado y humeante de un gris apagado a sus espaldas contrastaba con el verdor de los campos en la dirección de su avance. Al mirar atrás le parecía estar viendo una vieja película en blanco y negro, como las que hacía una eternidad solía ver con su padre, sentados frente al televisor los fines de semana, esas noches en que se acostaban tan tarde que casi les sorprendía el primer resplandor del sol en la ventana, si no se quedaban dormidos en el saloncito de la casa, hasta que a su padre lo despertaba el suave deambular de su madre, y a él el olor del café recién hecho o la cercanía del juego de su hermana. Ahora su propio paso era la frontera móvil entre un blanco y negro de muerte y abandono y la variedad de verdes que le eran familiares desde niño. Al mirar al frente se veía en los veranos jugando frente a la ventana de la cocina donde su madre preparaba la comida mientras esperaban que su padre volviera del trabajo, y casi llegaba a sentir el aroma familiar que se anticipaba a la voz de ella, hasta que, después de la tercera o cuarta llamada, acudía por fin, perezoso, a sentarse con su hermana en la mesa… Verdes que armonizaban de forma natural con las casas y las gentes de los poblados que encontraban, que corrían a ocultarse o a dispararles desde sus escondites, motivando una vez más su respuesta implacable, obligándoles, como les habían enseñado, a destrozar casas y graneros, a aplastar vehículos, máquinas y aperos, a desgarrar a sus gentes, a no dejar intacto nada que pudiera aprovechar el enemigo… Sí, la dicotomía cromática del paisaje marcaba su orientación mejor que cualquier mapa, tornando inútiles las maniobras de los lugareños por arrancar o cambiar de sitio las señales de las carreteras, con la vana esperanza de confundir su avance.

 

En las arengas que recibían, que se fueron haciendo cada vez más espaciadas, les informaron escuetamente que la ocupación no marchaba del todo como estaba previsto, y que pronto recibirían municiones y refuerzos. El enemigo, al parecer, había hecho retroceder a su ejército en varias posiciones. Es posible que hubieran de intensificar los ataques y que los mandos superiores dieran la orden de emplear armas más destructivas. Debían protegerse, con los equipos especiales que tenían y otros mejorados que venían en camino, de las armas más avanzadas que probablemente usaría también el enemigo, tan letales como las suyas. Él sabía que esas armas, quienquiera que las usara, acabarían con la guerra, extendiéndose como una nube invisible que lo envuelve todo.

 

[Imagen cortesía de Ivan Ilijas, Pixabay]

 Continúa: Parte 3 (Final)

 

SOLDADO (Parte 3 – Final)

Viene de... Parte 2


La dignidad humana se fundamenta en la facultad del ser racional

 de decidir sobre sus propios actos,

no ser un mero instrumento al servicio de otros.

 

(Immanuel Kant)

 

III 

 

Se dirigió como otras veces, abrazando el fusil automático, al extremo del poblado, lejos de los demás soldados y de lo que fuera que estuvieran haciendo con los habitantes que habían capturado en las casas que aún quedaban en pie. Su siguiente recuerdo era el de incorporarse con torpeza a unos metros de una valla destruida, cerca de la hondonada que logró ver al cabo de un rato entre el intenso polvo, y que no creyó que hubiera estado allí antes, ya que debió de haber atravesado la calle por aquel lugar. Respirando entrecortadamente, se miró brazos y piernas y se palpó el cuerpo entumecido. No tenía heridas aparentes. Tras tropezar con varios cuerpos en su regreso medio a ciegas a través del polvo, comprendió que el silencio que creía percibir bajo el pitido constante en sus oídos no se debía a su parcial sordera. Alcanzó el centro del pueblo donde habían establecido la base principal de observación. Entre los restos de un vehículo todavía reconocible encontró un traje protector. Se lo puso con dificultad mientras seguía buscando, casi mecánicamente, alguna señal de vida. Al cabo de un rato halló un aparato transceptor que aún funcionaba. Con los dedos todavía entumecidos estuvo largo rato manipulando el equipo como le habían enseñado a hacer en caso de emergencia, pero solo captó un intenso ruido de fondo, incluso en las frecuencias codificadas, en las especiales y hasta en las reservadas para las comunicaciones con el alto mando. Se aseguró de ello en el manual de operación, que pudo consultar sin restricciones y sin una orden especial que ahora nadie podía darle. Mientras repetía una y otra vez las llamadas de auxilio cifradas y los inútiles rastreos, tras la visera del casco hermético pudo observar como se depositaba lentamente el polvo a su alrededor hasta que el aire fue de una transparencia inusitada. Cubierta de una curiosa pátina de tenue brillo contempló una escena que no supo reconocer, entre unas pocas paredes derribadas de las que antes habrían sido casas y los hierros retorcidos de tractores y de vehículos militares. Más allá, campos de cultivo arrasados a los que la pátina brillante que cubría los objetos cercanos no parecía haber llegado, o donde quizás tenía un efecto diferente. Aquí y allí, cubiertos del extraño polvo, restos humanos desperdigados, igualados en la muerte que hacía indistinguibles a hombres y mujeres, jóvenes o viejos, civiles y soldados.   

 

*  *  *

 

Estaba descubriendo que ante una situación nunca vivida con anterioridad la mente es propensa a divagar entre la experiencia y el sueño, lo conocido, lo pensado, lo captado a medias y lo meramente imaginado. Se hallaba con los amigos aquella vez que fueron al museo de ciencias, cuando su compañera le tiró del brazo con un guiño para que se desviaran a la exposición de pinturas que anunciaba un cartel del museo de arte anexo. Más atento al roce de su mano y a la suave línea del talle de su amiga que a las imágenes que llamaron la atención de ella y que él recordaba solo vagamente, apenas paseó la mirada por los cuadros que la chica contemplaba mientras él disimuladamente la contemplaba a ella. De haber prestado mayor atención a la muestra, y pese al abismo existente entre la creación artística y la ominosa realidad que sus ojos presenciaban ahora tras el visor del traje, habría podido comparar la pesada oscuridad del cielo, de un indescriptible color marrón que lo impregnaba todo y que reverberaba con un destello innatural sobre el extraño polvo de los objetos cercanos, con la perturbadora claridad de El imperio de las luces, donde una surreal luz diurna que no procede de ningún lugar baña los objetos en medio de la noche. En cambio, recordaba mucho mejor el ejemplar de espato de Islandia que vio después en el demorado museo de ciencias y que le fascinó tanto. La llamada piedra solar con que los vikingos se orientaban en la difusa claridad de los días nublados, descifrando la luz polarizada del sol a través de la densa atmósfera superior de un modo que él no llegó a comprender muy bien, y que los antiguos dominaban sin conocer la base científica de su primitiva técnica de observación. Pero él no tenía una piedra solar. Ni tan siquiera una brújula común y ­­corriente para orientarse bajo el espeso manto del cielo que, como una pesada losa, sumía el espacio circundante en un sucio y persistente crepúsculo…. Se llevó la mano inconscientemente al bolsillo, solo para tropezar a través del hermético guante con el tejido kevlar del traje. Hubiera querido tener la brújula que llevaba su padre cuando salían de excursión durante las vacaciones. Pero, como solían bromear en aquellos días, él pertenecía a la era de los sistemas informáticos, de la radionavegación por satélite y de la energía termonuclear. Y ahora se hallaba solo, perdido con un dispositivo de geolocalización inservible desde no sabía cuándo, sin una sencilla brújula y aun sin reloj, porque los receptores del traje y su pulsera multifunción también habían dejado de funcionar.

 


            A fuerza de no poder distinguir el día de la noche en medio de aquel difuso espacio de oscuridad diurna o claridad nocturna que se extendía en todas direcciones, y sin otro sentido del tiempo que su cansancio y su ya mermada provisión de agua, se orientó de la única forma que podía hacerlo: todavía alcanzaba a ver a su espalda los grises restos empequeñecidos del último poblado por el que había pasado con la tropa. Al frente, una carretera que parecía no tener fin, flanqueada por el desvaído campo abierto en cuya cercanía aún podía discernir unos difuminados tonos verdes bajo el indefinible color del cielo.

 

Desde que dejó de sentir el zumbido en sus oídos, no sabía si hacía días o solo horas, tampoco oía sonido alguno en la amplia extensión que lo rodeaba. Ni el desconsolador grito de un pájaro. Lo atribuyó al casco del traje protector. Dijo algo en voz alta para comprobar si aún oía, y enseguida olvidó la palabra que había pronunciado. Para asegurarse de no haberlo imaginado dijo algo más, que olvidó igualmente. Al cabo de un tiempo imprecisable, en el que anduvo casi sin percibir sus pies, se preguntó si encontraría a alguien antes de que se viciara del todo el aire en el interior del traje, y qué haría esa persona al verlo. Tal vez sería mejor abandonar sus armas, que aún llevaba como buen soldado. Pensándolo bien, quizás debería también quitarse el traje. Con todos los indicadores dañados no sabía si todavía funcionaba el sistema biorregulador a su espalda, o si la nube que pesaba como una gigantesca manta sobre su cabeza ya le había afectado. Desconocía hasta dónde llegaba esa cosa sucia en la que se había convertido el cielo. Sabía que seguiría extendiéndose, y que duraría mucho, mucho más que cualquier ser viviente que se encontrara bajo ella. Pensó en su madre. Recordó la contagiosa risa de su hermana, y no supo si deseó que ya hubieran muerto. Se quitó el traje protector tan trabajosamente como se lo había puesto, con una creciente mezcla de decepción y hastío, y lo arrojó en medio del camino. Al hacerlo, vio las armas que había tirado antes y se sorprendió de que estuvieran tan lejos. Pensó que ahora no había enemigos. Si había alguien más, serían todos supervivientes. Siguió andando sin saber a dónde. Miró en la lejanía el ancho espacio de nauseabunda oscuridad marrón salpicada por los inexplicables destellos del polvo que cubría la carretera, y se preguntó cuánto tiempo le quedaba.

[Imagen cortesía de Rick Roberson, Pixabay


jueves, 2 de junio de 2022

Qué harán los gobiernos cuando el clima mundial empeore

 English Version

Dada nuestra tendencia a ocuparnos únicamente de lo que sucede bajo nuestras narices ―al fin y al cabo, pensamos erróneamente, tampoco podemos hacer nada por lo que pasa en otros lugares del mundo―, olvidamos pronto las manifestaciones más dramáticas que nos traen las noticias acerca del cambio climático, que por ahora se observan principalmente en el derretimiento de los polos, cumbres montañosas y glaciares, donde no hay poblaciones humanas, en los arrecifes de coral, convenientemente ocultos bajo las aguas para quien no quiere ver, y en las costas del Pacífico, muy alejadas de la mayoría de los núcleos empresariales y centros financieros mundiales. Aunque los huracanes, tormentas e inundaciones están afectando más directamente y con más fuerza que antes a grandes poblaciones urbanas,[1] los desastres que ocasionan se circunscriben todavía a determinadas zonas y a periodos limitados de tiempo. Otros efectos, por ahora, son irregularidades climáticas como aumentos o disminuciones súbitas de temperaturas locales, bruscas irrupciones de lluvia o granizo, u olas de calor fuera de temporada. Pero, ¿qué pasará cuando los problemas que todavía queremos ver lejanos llamen a nuestra puerta, cuando los desórdenes climáticos que van en aumento afecten a áreas más extensas, cuando las sequías sean más prolongadas y los incendios, que ya han forzado inesperados desalojos temporales, resulten aún más difíciles de controlar…? No es una pesimista proyección hipotética, sino un hecho científico gradual, tan cierto como puede serlo cualquier proceso científicamente observable.

 

Para aquilatar adecuadamente la magnitud de un proceso gradual, es útil extrapolarlo a sus extremos. Imaginemos por un momento que las consecuencias científicamente predecibles del cambio climático han alcanzado a todo el planeta ―lo que, al ritmo de las emisiones actuales, como indica el Informe del IPCC, será antes de que termine este siglo cuyo primer cuarto, recordemos, está finalizando. Es fácil prever, basándonos en lo sucedido en situaciones similares a escala local, que los gobiernos tomarán medidas urgentes para limitar las pérdidas humanas, la destrucción de infraestructuras y la escasez de suministros, trasladar y atender al número de afectados, incluidos posibles desplazamientos masivos, y para prevenir posibles disturbios o saqueos. Muchos países democráticos declararán estados de emergencia o excepción (algunos lo hicieron recientemente con la pandemia de COVID-19) para imponer medidas obligatorias, las cuales contarán, al menos al principio, con el apoyo de la mayoría, ya que ante una situación catastrófica la población espera, y reclama, la intervención de las autoridades. En este caso, la extensión y la persistencia de los problemas podría llevar a establecer controles militares y quizás incluso la ley marcial en muchos lugares, lo que implica la supresión de derechos ciudadanos. Muy probablemente se limitará la libertad de expresión y se impondrán restricciones a los medios (incluidas, desde luego, las comunicaciones por internet), si no se intervienen directamente para evitar la propagación de negacionismos y opiniones que puedan entorpecer la aplicación de los controles. Es posible que, al agravarse algunos problemas, incluso se llegue a detener a los opositores más activos. En el aspecto económico, la paralización de las actividades de amplios sectores por los desastres naturales supondrá cargas adicionales para los gobiernos, que ahora no podrán recurrir a préstamos o financiaciones internas ni tampoco externas (como hicieron durante la pandemia) porque las dificultades económicas y la más que probable caída de las bolsas alcanzará a todos los países. Diversos organismos ya han hecho estos cálculos. Según el Cuarto Informe Nacional de Evaluación del Clima entregado en 2018 al gobierno de los Estados Unidos, además de las innumerables muertes ocasionadas directamente por el exceso de calor, las consecuencias del cambio climático significarán, solo para ese país, pérdidas por varios cientos de miles de millones de dólares durante el transcurso de este mismo siglo. A pesar de lo que esto implica, no será lo peor. Porque con la impredecibilidad de las condiciones climáticas, la alteración del entorno natural, la destrucción de viviendas e infraestructuras, la desaparición de medios y fuentes de trabajo, y la falta de servicios y suministros, el dinero dejará de tener valor cuando la prioridad sea sobrevivir.  

 

Hasta aquí nuestro ejercicio de extrapolación. Un panorama que no difiere del que presentan los científicos y organismos preocupados por el clima, que desde hace tiempo divulgan grupos activistas y que nos hace ver dramáticamente una parte de la literatura y el cine recientes.

 

Dado que el cambio climático es un proceso gradual, es muy probable que los gobiernos empiecen a tomar algunas de esas medidas, empezando previsiblemente por las menos coercitivas, antes de mediados del siglo, cuando los problemas lleguen a ser aquí y ahora en determinados sitios, esta vez sin beneficios económicos que compensen la gravedad de la situación, lo que podría suceder alrededor de 2040 ―¡dentro de escasos 20 años! La pregunta es si aún estaremos a tiempo de aminorar el avance del calentamiento global (véase la entrega más reciente del Informe del IPCC: 2022: Mitigation of Climate Change o si la supresión, por fin inmediata y obligatoria, de los procesos contaminantes y la aplicación urgente y sin excepciones de las medidas de conversión energética, que necesariamente se irán extendiendo a otros lugares, no llegarán demasiado tarde. No sabemos si el freno que apliquemos en el último momento podrá impedir que el aumento gradual de las temperaturas prosiga hacia niveles cada vez más intolerables.  

 

Al final, el empecinamiento de algunos poderosos por mantener el actual modelo económico y la inacción de los políticos que les han seguido el juego traerán para todos la pérdida de libertades civiles, la ruina de la economía y el empeoramiento drástico de nuestras condiciones de vida… en un planeta que será cada vez más inhóspito.   

 

Lo que en parte nos ha llevado a la situación actual es la nefasta conjunción ―por desgracia, no demasiado rara― de desmesurados intereses económicos con el poder político…, a veces incluso en una misma persona. Convendría, mientras aún tenemos libertades, que los electores revisáramos nuestros criterios de elección. Donald Trump, cuando estaba en la Casa Blanca, tras recibir el mencionado Informe de Evaluación del Clima respaldado por más de 300 científicos acerca de los efectos del cambio climático sobre el medio ambiente, la salud y la economía, hizo a un lado las 1600 páginas de detallados análisis técnicos con las palabras «No me lo creo». ¿Puede haber mayor muestra de estupidez?



[1] En 2020 se registraron 30 tormentas tropicales, más de tres veces la frecuencia de hace un siglo. El huracán Ida, que golpeó en 2021 las costas del sureste de los Estados Unidos, alcanzó la categoría 4 (el máximo nivel de la escala es 5). Fue el peor en el estado de Louisiana en los últimos 165 años.

 

Cómo avanza el cambio climático

 

domingo, 22 de mayo de 2022

Cómo avanza el cambio climático

English Version 

El vehículo de nuestra industrialización avanza a ritmo acelerado hacia el precipicio del desastre climático. Estamos tan cerca del borde y vamos a tal velocidad que difícilmente evitaremos salirnos del camino. ¿Podremos, al menos, detener la maquinaria a tiempo de evitar la caída?

 

Un hecho psicológico bien conocido es nuestra tendencia a infravalorar los riesgos ante posibles beneficios potenciales, aún más si esos beneficios son cercanos y más aún si ya los estamos disfrutando. Esta tendencia puede ser provechosa cuando la suma de los beneficios y las posibilidades de éxito reales supera por un cierto margen los riesgos, no demasiado elevados comparativamente, haciendo que valga la pena asumirlos. Una matriz de decisión racional incluirá, además de una medición de los riesgos asociados a los posibles beneficios, la adopción de medidas correctoras o atenuantes, así como la capacidad de respuesta ante el fracaso, en caso de que ocurra. Desde luego que en nuestra actividad diaria sería torpe e improductivo pensar siquiera en un análisis de riesgos antes de decidir sobre la variedad de pequeñas opciones que se nos presentan todos los días, desde qué zapatos ponernos a dónde guardar algo o con qué producto del supermercado sustituimos el de nuestra marca favorita, que hoy no hemos encontrado. La intrascendencia del error en tales casos hace que nuestra intuición baste a fines prácticos e inmediatos. Aunque la frecuencia con que nos equivocamos en multitud de cosas cotidianas (… parece que no escogí los zapatos adecuados…, creí que este limpiador me serviría…, ¿dónde habré dejado las llaves?…) nos revele muchas veces los fallos de nuestra intuición. Por ello, y a pesar de la creencia popular, la intuición por sí sola no es la mejor guía cuando se trata de decisiones importantes. Y las decisiones en política económica entran dentro de este tipo, ya que suelen afectar a multitud de personas, y a menudo durante un tiempo considerable.

 

Otro conocido hecho psicológico es nuestra tendencia a ocuparnos solo de lo que nos afecta directamente y desestimar, o incluso ignorar, lo demás. Es un dato estadístico que casi todo el mundo presta más atención a las noticias locales que a las internacionales, y aún más a lo que sucede en su entorno inmediato (su casa, su familia, su grupo social, su trabajo…) que a la información que le llega de otros ámbitos. Hay un evidente sentido práctico en esto, pero tiende a limitar nuestra perspectiva al aquí y el ahora, lo que reduce en cierto modo nuestra capacidad de previsión y adaptación. Sin descuidar lo que obviamente requiere nuestra atención inmediata, cuanto más lejos seamos capaces de proyectar nuestro horizonte de conocimientos e intereses, mayor y más diversa será la información de que dispongamos y, en consecuencia, más variados nuestros recursos tanto intelectuales como prácticos: más datos comparativos suelen generar una mayor afluencia de ideas, lo que, en definitiva, nos da un mayor número de opciones. La política es un terreno en el que no se puede prescindir de una amplia visión de conjunto, tanto temporal, porque la historia es fuente de conocimiento, como espacial, porque lo que sucede en cualquier otro lugar probablemente terminará por afectarnos, y muy especialmente (de lo que la actual pandemia es un claro ejemplo) en el mundo interconectado de hoy.    

 

En las políticas referentes al cambio climático se están despreciando los riesgos, muy reales, en función de los «beneficios» inmediatos que nos da mantener el estado actual de una economía que, aun con las medidas adoptadas, sigue arrojando a la atmósfera más de 36 mil millones de toneladas de CO2 cada año. Estamos desestimando, e incluso ignorando, problemas que se quieren ver lejanos en el tiempo, a pesar de que al ritmo actual de emisiones de gases invernadero tardaremos menos de 20 años en alcanzar un incremento de la temperatura media del planeta de 1.5ºC sobre los niveles de la época preindustrial, muy cerca del umbral de 2ºC señalado como especialmente grave por numerosos estudios, como ha advertido el IPCC en su informe sobre el clima mundial. Entre otras cosas, ese incremento de 2ºC conlleva un desastroso aumento del nivel medio de los océanos por la reducción de las masas polares, lo que se suma a la creciente acidificación de las aguas debida a la disolución del exceso de dióxido de carbono, con la consiguiente destrucción de ecosistemas marinos y notables cambios estacionales que ya estamos experimentando en todo el mundo y que inevitablemente afectan, y afectarán cada vez más, a la economía global.

 

Los efectos del cambio climático están mucho más cerca de lo que muchos piensan, y de nada sirve ignorarlos. Un metro de altura sobre el actual nivel del mar (un proceso que ya se ha iniciado y que se alcanzará en solo unas décadas en un escenario de emisiones altas significa kilómetros de costas inundadas tierra adentro, muchas de ellas intensamente pobladas: échese un vistazo al mapa y se verá la gran cantidad de ciudades existentes en las costas de todo el mundo. Las islas más bajas, muchas de ellas habitadas, quedarán cubiertas por las aguas. Las migraciones masivas que esto ocasionará se añadirán a las que ya causan las guerras y la pobreza extrema en Europa y Norteamérica, con el agravamiento de los complejos problemas sociopolíticos y humanos derivados. La alteración de los patrones de circulación de las aguas marinas y de los vientos por efecto de las temperaturas ya está generando en distintas partes del mundo una mayor frecuencia e intensidad de fenómenos climáticos como huracanes, inundaciones, heladas, olas de calor, sequías, incendios… Es evidente la amenaza para la biodiversidad, empezando por el elevado número de especies ya en peligro de extinción, y las consecuencias para todos los seres vivos, incluidos nosotros. En particular, nuestras condiciones de vida se verán afectadas cada vez más (ya lo están siendo en muchos lugares) por la pérdida de cosechas y recursos alimentarios, con la consecuencia a la larga de perjuicios directos e indirectos para la salud y pérdidas de vidas que se sumarán a la inevitable desaparición de terrenos, viviendas, industrias e infraestructuras. Todo lo cual será obviamente desastroso para la economía que algunos se empeñan en mantener.

 

Los beneficios del actual modelo económico e industrial son comparativamente cada vez menores, y disminuyen rápidamente a medida que aumentan no ya los riesgos, sino los perjuicios derivados de ese modelo. Más que urgente, es inmediata la necesidad de detener la emisión de gases a la atmósfera y adoptar definitivamente fuentes de energías limpias de las que, por cierto, abunda la naturaleza. Las energías solar y eólica que hemos empezado a aprovechar a nivel industrial en época reciente son dos excelentes recursos que estamos perfectamente equipados para generalizar y desarrollar con nuestra tecnología actual. Pero necesitamos tomar las decisiones política y económicamente responsables. Si no lo hacen los gobiernos, entonces las empresas y cada uno de nosotros. Cada acción cuenta.  

 

Por qué fracasó la Conferencia de Glasgow sobre el clima 

Qué harán los gobiernos cuando el clima empeore

viernes, 6 de mayo de 2022

Por qué fracasó la Conferencia de Glasgow sobre el clima

English Version

A varios meses de la última Conferencia Mundial sobre el Clima COP26, celebrada en Glasgow el pasado noviembre, nada parece haber cambiado mucho en cuanto a las medidas para frenar el cambio climático. La propia Conferencia terminó con poco más que meras palabras. Sin duda bajo la ominosa sombra de influyentes lobbies económicos (véase El cambio climático: los negacionistas), y también temerosos de tomar medidas que, por impopulares, podrían hacerles perder votos (lo que no dejaría de aprovechar la oposición política en los países occidentales, como ha demostrado de sobra la pandemia global), los líderes mundiales que asistieron a la Conferencia optaron por una tibia declaración de intenciones que, por los momentos, no perturbe mucho la economía actual al tiempo que parezca dar respuesta a los grupos ecologistas y al reclamo no tan punzante todavía de una población cuya conciencia sobre el problema climático va lentamente en aumento. Así pues, palabras pero pocas acciones. En suma, a los políticos presentes en la Conferencia ―y a los ausentes  también― les preocupa menos la grave situación del clima mundial que su imagen ante los electores.

 

¿Por qué este mal resultado? En anteriores ocasiones se han hecho cambios en materia económica por motivos de salud pública o de conservación del medio ambiente, como la eliminación del tetraetilo de plomo como antidetonante para la gasolina, por sus efectos tóxicos, o, más recientemente, la prohibición del uso general de los clorofluorocarbonos, principales gases causantes del debilitamiento de la capa de ozono de la atmósfera. La eliminación de los clorofluorocarbonos ha sido citada muchas veces como el acuerdo más exitoso a nivel mundial en materia de protección ambiental. Pero la prohibición no ha sido total, ya que se han mantenido ciertos usos considerados «esenciales», y se alcanzó después de un largo proceso de discusiones y litigios que duró más de 20 años: desde la década de 1970, cuando los científicos dieron las primeras voces de alarma, pasando por el Protocolo de Montreal que los prohibió en 1987 y que no se respetó en muchas ocasiones, con varios acuerdos más y muchos avances y retrocesos debidos principalmente a la resistencia de los fabricantes, hasta el cese de su producción que se fijó finalmente para 1996. El tetraetilo de plomo tiene una historia aún más larga: desde las primeras denuncias científicas sobre su toxicidad a principios de la década de 1920 hasta la primera prohibición, en los Estados Unidos en 1973, transcurrieron 50 años. Pero su uso continuó en muchos países incluso hasta después del año 2000, y todavía hoy, más de 90 años desde su introducción, se sigue empleando en la aviación. Son solo dos ejemplos. Si algunas empresas son capaces de ejercer durante tanto tiempo una feroz y taimada resistencia a cuanto consideran una amenaza a sus intereses, utilizando desde descaradas mentiras a todas las argucias legales y no legales (hay abundantes pruebas y multitud de casos) para seguir lucrándose de determinados productos (o procedimientos, como el fracking o los vertidos contaminantes, y son solo otros dos ejemplos) que se han demostrado perjudiciales para la salud o el medio ambiente, piénsese en todo un lobby de poderosos patrocinadores presionando, a medias en la sombra, a medias abiertamente en ocasiones, a los políticos de los principales países industrializados…, a lo que habría que sumar en este caso el descontento de la virtual totalidad de los electores. Porque los importantes cambios que hay que adoptar hoy en materia de usos de energía, limpieza y conservación ambiental, reciclaje, descontaminación, y los considerables proyectos de reinversión necesarios, perturbarían, por una parte, los esquemas económicos de la mayoría de las grandes empresas y los emporios financieros interesados en mantener el modelo actual y, por otra, los hábitos del gran público que tendría que adaptarse a las múltiples repercusiones diarias, domésticas y sociales de esos cambios ―con el consecuente malestar de ambos sectores del electorado. Así pues, en su interesada y cobarde, además de miope visión de la realidad, los políticos prefieren mantener por ahora un modelo económico que no beneficiará a nadie cuando el planeta se haya chamuscado, y nosotros con él.  

 

Los acuerdos alcanzados en Glasgow, si así pueden llamarse ya que no son vinculantes y, por tanto, ningún país está obligado a cumplir, repiten una vez más la «urgente» necesidad de cooperación internacional para reducir las emisiones de metano y de CO2, reducir el uso del carbón como combustible (no eliminar, cortesía de los representantes de India y China,[1] países que planean seguir usándolo en proporciones considerables), aminorar (no detener) el proceso de deforestación en todo el mundo (lo que Brasil, después de largos años destruyendo brutalmente la Amazonia, finalmente ha aceptado, al menos de palabra, contando con las compensaciones económicas que recibe y espera seguir recibiendo de fondos internacionales ―lo que de paso le ayuda a quedar bien con un creciente sector del electorado), además de la necesidad de aumentar el dinero destinado a mitigar el cambio climático, incluido el aporte de los países ricos a los países en desarrollo para que puedan adaptar su economía a las nuevas necesidades energéticas (aunque se reconoce no haber cumplido los compromisos anteriores en tal sentido) y otras declaraciones de tal índole. En lugar de pactos firmes, los 71 puntos de la versión preliminar de la declaración conjunta enfatizan y re-enfatizan (sic) la gravedad de la situación climática mundial, pero en vez de acordar y establecer medidas, simplemente «invitan», «animan» y «urgen» a todo el mundo a actuar contra el calentamiento global, sin olvidar la llamada a las organizaciones no gubernamentales, los pueblos indígenas, los grupos locales, voluntarios, juveniles, de mujeres, y hasta los defensores de la igualdad de género (¿tienen algo que ver con el clima?). Tal parece que los líderes políticos no quisieron dejar a nadie fuera de un compromiso global que ellos trataron por su parte de eludir. Ante el inminente peligro que nos amenaza a todos pero que ellos, en función de su cargo, deberían ser los primeros en afrontar, optaron por el falso recurso del diferimiento. De hecho, la declaración final exhorta al Grupo Intergubernamental de Expertos (IPCC) a presentar sus informes siguientes a la próxima Conferencia sobre el Clima (COP27) en el año 2022.  

 

Los más optimistas señalan entre los «éxitos» de la Conferencia una declaración más clara que en el pasado respecto al objetivo de no superar el incremento de 1.5ºC de la temperatura global, o el señalamiento inequívoco del carbono como causa principal del actual aumento de temperatura, o la llamada (y el aparente compromiso de algunos países) a incrementar la ayuda a los países en desarrollo (a pesar de que, como se ha dicho, no se está proporcionando la acordada en anteriores ocasiones), así como un cierto número de acuerdos menores, como una inesperada declaración conjunta de Estados Unidos y China para la cooperación climática a lo largo de una década ―como si sobrara tiempo para actuar―, o el convenio entre 11 países (de los casi 200 asistentes) para establecer una futura finalización de la exploración y la extracción de petróleo, y diversas declaraciones tendentes a eliminar ―¡en un plazo de hasta 20 años e incluso más en algunos casos!― el uso del carbón y la venta de motores y vehículos de combustión fósil. Pero, aparte de la morosidad y la vaguedad general de esos acuerdos, los representantes de los distintos países solo han estado dispuestos a aceptar opciones que de momento no alteren mayormente el estado actual de su economía: por ejemplo, la propuesta de abandonar a corto plazo el uso de motores de gasolina y diesel no fue aceptada por los principales países fabricantes de automóviles, como Estados Unidos y Alemania, y las repetidas recomendaciones de disminuir la emisión de gases invernadero conceden amplio margen a las «diferentes circunstancias» de cada país, lo que deja abierta la opción de prolongarlas indefinidamente.

 

En una actitud más realista, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, no ocultó en su declaración final su decepción ante los resultados de la Conferencia: «Se han dado pasos importantes ―afirmó diplomáticamente―, pero no son suficientes… No se han conseguido los objetivos propuestos en esta Conferencia.» Y aunque ha insistido en la necesidad perentoria de seguir luchando por lograr los compromisos necesarios para combatir el cambio climático, de momento las expectativas se trasladan a la próxima conferencia prevista para noviembre de este año, si otras cosas no lo impiden.

 

Mientras, el planeta se sigue calentando. 

 



[1]  Estos países, después de anunciar en un primer momento que no asistirían –tal es la importancia que los políticos le dan al tema– finalmente enviaron delegados a la Conferencia, así como Brasil –sin duda, tras las presiones recibidas por grupos ecologistas y otros sectores.

 

 Los negacionistas

Qué pasa con el cambio climático

 

domingo, 20 de marzo de 2022

Zelensky vs. Putin (English Version)

Versión en español

Each time the Ukrainian president appears on our screens, I feel that that ordinary man, who shows before the world without any scenery, with a simple T-shirt and the incipient beard of one who has not had time to shave amidst the bombardments that hit his country, the figure of this man, I say, cornered by the unstoppable advance of his neighbouring superpower, from which he did not want to flee when he had the chance, grows every day as an example of unpretentious integrity in contrast to the thrust of that who has the undeniable power to crush him, but who will never be able to break him. Neither him nor his people who, destroyed, with their families decimated and homeless, and before the almost certainty of imminent defeat, have chosen to resist while they have the strength ― which in many cases may mean, literally to the death. A civilian population guided not by the bombastic rhetoric of a politician who, seeking to maintain his prestige and power, pushes the masses to follow his own personal project (which, unfortunately, the world is more accustomed to seeing), but by the determination of each of those men and women of all ages, volunteer fighters, many of whom left behind a peaceful existence outside their country to face the formidable army that vastly outnumbers them but not in courage or dignity.

 

Opposite this image, there is the invader: the so-called "president" of a country subjected to his will, who rigged the law (as dictators are wont to do) to give himself a semblance of legality that fools no one. His studied appearances, his well-kept look, and his polite style contrast with his twisted personality, his dark past and the cruelty of his intentions, which his evil eyes cannot hide. With the same neatness and elegance as the Nazis, he accuses the current target of his paranoia of Nazism, without realising (such is his lack of intelligence) that Zelensky is Jewish, the son and grandson of Jews, that his grandfather fought in the Red Army during the Second World War, and that some of his relatives were victims of the Nazis. Tell me what you accuse of, and I will tell you what you are. The lies Putin fabricates to try to justify his outrages bring to mind Unamuno's famous phrase in the face of another unstoppable and brutal advance: "Venceréis, pero no convenceréis" (You will win, but you will not convince). Proof that his lies do not convince outside his country, where he cannot suppress dissent, is the historic fact that the United Nations has condemned his invasion (a word he has forbidden to use in Russia) by a large majority ― more than three quarters of the voting countries ― while only four other countries, also dictatorships, backed it.

 

Just as Zelensky is already a beacon of the will and courage of the Ukrainian people, Putin's every appearance before the cameras, with his false polish and pomp, his twisted interpretation of history and his presumptuous and threatening rhetoric aimed at anyone who opposes his interests, contributes more and more to exposing the tyrant. In his Portrait of Dorian Grey, Wilde was able to portray very well the iniquity that can hide under the most refined appearances.

 

I cannot resist copying here a short story from the Annals of the Warring States, an anonymous historical account of troubled times in ancient China (incidentally, present-day China has not endorsed Putin in the United Nations vote, much to his regret) between the distant years of 481 and 221 B.C. Even then there were despots like Putin and men of integrity like Zelensky. I am including the excellent prologue written to this text in 1967 by the Argentine journalist Rodolfo Walsh, murdered by his country's dictatorship (yes, another one yet) ten years later, partly because of its unexpected relevance, but also because of its undeniable literary value and because it could hardly be expressed better:

 

 

Surely there are more important stories than this one. I choose it, first, because I have a bias in favour of short literature. I am talking about economy: the proportion between what is expressed and the material used to express it. My second reason is a prejudice in favour of useful literature. The Anger of a Common Man perfectly sets forth the relations between arbitrary power and the individual; between that power and the sum of individuals who form a people. It gives the beginning and the solution of the conflict. [...] In ever closer parts of the world, mere individuals have been "forced to rage" like T'ang Tsu and to propose themselves as corpses rather than mediocre men. The rhetoric of arbitrary power has not changed much in twenty-four centuries. The king of T'sin spoke of rivers of blood and millions of dead. In 1967, in Vietnam, waves of B-29 bombers and rains of napalm exercised that kind of thinking daily.

It is terrible, no doubt. But in the field of individual decisions, T'ang Tsu's epigram still shines with compulsive brilliance: "Corpses here are only two". 

―Rodolfo Walsh   

       

 

The king of T'sin sent word to the prince of Ngan-ling: "In exchange for your land I want to give you another land ten times as large. I beg you to accept my demand". The prince replied: "The king does me a great honour and an advantageous offer. But I have received my land from my princely ancestors and I would like to keep it as long as I live. I am sorry, but I cannot accept such a change".

The king was very angry, so the prince sent T'ang Tsu as his ambassador. The king said to him: "Your prince did not want to exchange his land for a land ten times bigger. If your master has kept his little fief, when I have destroyed great countries, it is because I have hitherto regarded him as a venerable man and have not cared about him. But if he continues to refuse his own convenience, then he is making a mockery of me."

T'ang Tsu replied, "It is not that, sir. The prince wants to keep his grandfathers' inheritance. Even if you were to offer him a territory twenty times, and not ten times as large, he would still refuse".

The king enraged and said to T'ang Tsu: "Do you know what a king's anger is?" "...No," replied T'ang Tsu. "A king's anger is millions of corpses and blood flowing like a river for a thousand leagues around," said the king. T'ang Tsu then asked, "Does your majesty know what the anger of a common man is?" The king replied, laughing, "The anger of a common man?... It is to lose his dignity and walk away barefoot, beating the ground with his head." "No," said the loyal T'ang Tsu: "That is the anger of a mediocre man. When a man of courage is forced to rage, corpses here are only two, blood runs just five paces away... But every corner of the kingdom is dressed in mourning. Today is that day." And with these words, T'ang Tsu stood up, drawing his sword.

The king paled, saluted again humbly and said: "Master, sit down again. Why should we come to this? I have understood." *

 

 

Even as reality sometimes surpasses fiction, we know that, outside the literary space, T'ang Tsu would not have come out of that encounter alive. The frequent cowardice of power does not always reveal itself in such evidence, and the king would have had henchmen ready to kill the emissary as soon as he turned his back, which probably happened in reality. Although by doing so, the ignominious monarch would only have succeeded in highlighting the moral abyss between the two men... Which may have been the origin of the story, as it is apparently inspired by real events. Much as the moral stature of Zelensky and the Ukrainians he represents stands out against the Putins of all ages who, lacking human values too high for them, only know how to lash out with brute force.

 

 

                            

* I have relied mainly on the version of the Anthologie Raisonnée de la Littérature Chinoise, by G. Margoulies, which is the one prefaced by Walsh, and which I have compared with the direct translation from Chinese published by La Liebre Libre Publishers in Estategias de los Estados Combatientes, of lower literary quality.