lunes, 18 de septiembre de 2023

El supuesto peligro de la Inteligencia Artificial

  


Desde hace algún tiempo abundan en las noticias y en las redes sociales advertencias de todo tipo sobre los peligros, cada vez peores, de engaño, manipulación y control de la población que presenta la inteligencia artificial, incluso por parte de algunos de quienes cabría esperar una actitud menos apocalíptica, dado que provienen profesionalmente de ese campo. Lo que demuestra, una vez más, que el ser humano no solo actúa en función de su racionalidad y que los miedos atávicos a veces pueden superar el sentido común. Si algunos de los profesionales del área son tan susceptibles ante temores irracionales, es fácil comprender el temor y el recelo que la Inteligencia Artificial puede generar en el ciudadano común cuya experiencia en el tema no supera el nivel de usuario, sobre todo frente a desarrollos tan impresionantes como los ChatBox o la creación informática de “personas” en apariencia reales, capaces de reaccionar y de interactuar con nosotros, que simplemente no existen.         

La IA no es otra cosa que un sistema automatizado (o un conjunto de sistemas automatizados) de recopilación de información y deducción de consecuencias basadas en estructuras lógico-lingüísticas previamente introducidas mediante una serie de pasos organizados, lo que se llama algoritmos de programación, a partir de patrones formalizados de comportamiento humano. Puede sorprender la similitud con los modelos de razonamiento humanos, sobre todo desde que se empezó a perfeccionar el uso del lenguaje natural en la informática, alejando la interfaz usuario-ordenador de los antiguos modelos basados en lenguaje de máquina. Pero la Inteligencia Artificial no hace otra cosa que aplicar reglas deductivas a una base de datos que nosotros mismos hemos originado (o, más propiamente, el programador o los programadores del sistema) con el fin de simular nuestros propios patrones de comportamiento. Una de las características de los sistemas deductivos es la total carencia de creatividad concepto que es actualmente objeto de investigación psicológica y neurolingüística, sobre cuyos orígenes y mecanismos aún no existe un consenso general. Construidos exclusivamente sobre procedimientos recursivos (como lo es toda la matemática, en la que se basan), son incapaces de concebir y tomar decisiones independientes. Incluso los sistemas de IA de “autoaprendizaje automático” o “aprendizaje inteligente” consisten simplemente en procesos de reforzamiento o descarte de consecuencias deductivas a partir de estadísticas comparativas sobre una amplia base de datos.

Por otra parte, el ser humano ha sido siempre manipulable, como han sabido los políticos y los publicistas desde hace mucho tiempo. Más manipulables, y controlables por los grupos de poder, cuanto menor sea su nivel de información objetiva y su capacidad crítica y de análisis, lo que aquellos han aprovechado siempre para sus propios fines. La IA es una herramienta extraordinaria que, como todas las herramientas, puede usarse con fines loables o execrables. El ser humano es el único responsable del uso que se haga de ella y de sus consecuencias. Y como nunca falta gente inescrupulosa capaz de hacer cualquier cosa por obtener un beneficio propio a expensas de los demás, corresponde a la sociedad defenderse de esas malas intenciones. La única manera de hacerlo, y la mejor, es mediante la educación bien entendida: el fomento de una actitud de crítica objetiva en las aulas ya desde la primera infancia, y el requisito de confirmación de cualquier información, cualquiera que sea su fuente.

Por supuesto, el ser humano es susceptible de error, y todo el mundo puede ser engañado. Nos pueden engañar con el uso del lenguaje (desde el llamado Test de Turing, que ya propuso el célebre investigador en los inicios de la informática), o mediante la voz o la imagen… O, peor aún, con una eficaz combinación de todas estas cosas. El engaño y la manipulación siempre han existido. Y la mejor y más eficaz forma de combatirlos es y ha sido siempre una educación que invite a pensar, que es la mejor herramienta contra cualquier forma de engaño, manipulación o adoctrinamiento. Un ciudadano bien informado y con espíritu crítico será siempre mucho menos manipulable que quien carece de esta formación. No hay que temer a la Inteligencia Artificial, como no hay que temer a ningún instrumento creado por el hombre. A quienes debemos temer es a quienes intentan usarlos con retorcidas intenciones. Pero ante ellos podemos y tenemos que desarrollar la mejor de las armas: una sociedad educada en la ciencia y con mentalidad de análisis objetivo.    

 

 Imagen cortesía de Alexandra Koch, comunidad Pixabay

viernes, 4 de agosto de 2023

TRES ERRORES CONCEPTUALES...

... SOBRE LA GOBERNABILIDAD DEMOCRÁTICA

 

La democracia está lejos de ser la forma de gobierno perfecta. El problema es que las demás se alejan aún más ―muchas de ellas indeciblemente más― del ideal de perfección. Churchill lo dijo alguna vez con una expresión más elaborada, que la llamada sabiduría popular ha resumido en la lapidaria frase «la democracia es la menos mala de las formas de gobierno», con la que a menudo se pretende zanjar cualquier discusión sobre el tema. Es triste que la mayoría de la gente que vive en sistemas democráticos se conforme con tan poco.

 

Y digo «sistemas democráticos» no en referencia a diversos países, sino a diversos sistemas, porque la idea de democracia no es unívoca, sino que abarca una multitud de variantes, que evidencian tanto la evolución del concepto como su posibilidad de mejora, contrariamente a la concepción estática y obsoleta de muchos políticos actuales. El «gobierno del pueblo» (tal es la conocida etimología del término), como lo concibieron sus reconocidos creadores de la Grecia del siglo V a.C., era todavía un siglo más tarde, en la caracterización que hace Aristóteles de las formas de gobierno, más bien lo que hoy calificaríamos como una oligarquía jerárquica, basada en parte en los niveles de renta, de los ciudadanos atenienses, concepto este que excluía a las mujeres y los niños, así como a los extranjeros y, notablemente, a los esclavos, que eran la fuerza de trabajo (legal) de la época. Hoy difícilmente llamaríamos democrático a un sistema semejante. Es obvio que el concepto ha evolucionado, mostrando en su desarrollo histórico una gran variedad de enfoques estructurales, territoriales, jurídicos, socioeconómicos… Desde regímenes capitalistas a socialistas; república, monarquía o sucesión; federalismo, centralidad o autonomía; constitucionalismo, derecho común o legislatura; presidencialismo o parlamentarismo; alternancia o reelección…, todas pueden ser, o pretenden ser, formas de democracia. Dado el prestigio de que goza el término en las masas de las sociedades modernas, más deslumbradas por su escueta formulación etimológica que conocedoras de su significado, incluso gobiernos manifiestamente represivos han llegado a utilizarlo en un fallido intento de autolegitimación, como el de la extinta República Democrática Alemana, o bien como un atrayente lema, o acaso proyecto de legitimidad, como en la convulsionada e inestable, desde sus inicios, República Democrática del Congo.  

 

 Las instituciones humanas ―y el gobierno es, notablemente, una de ellas― son casi siempre mejorables. Para quienes ven la democracia como una etapa hacia la construcción de una sociedad más justa, equilibrada y humana, los fallos de los varios modelos de democracia son muchas veces evidentes.

 

De todos los aspectos de la democracia susceptibles de mejora, me referiré aquí a tres errores de concepto respecto a su gobernabilidad, esto es, las condiciones que posibilitan o contribuyen a un ejercicio eficaz del gobierno en democracia. Errores en los que incurren con demasiada frecuencia los políticos de todo signo, por una parte anclados en un pobre concepto de la democracia y, por otro, motivados más por ambiciones personales o partidistas que por un auténtico sentido de su función como servidores públicos.      

 

  1. El primero de esos errores concierne a la forma de votación por listas, según la cual el gobierno de «la lista más votada» es el que mejor representa la voluntad de los electores y, por tanto, el más legítimo en un sistema democrático.

 

En primer lugar, la votación por listas de partidos, sobre todo si son cerradas, no es precisamente un ideal de democracia, ya que obliga al votante a aceptar a todos los sujetos de la lista si desea que solo algunos de los que se proponen como candidatos a los puestos legislativos o ejecutivos lleguen al gobierno. Más democrática es la presentación de listas abiertas, donde los votantes pueden seleccionar individualmente a sus representantes. Esto, a su vez, asigna una mayor responsabilidad a los candidatos electos, que se saben escogidos por quienes son o prometen ser en el terreno político, y no inevitablemente por formar parte del grupo al que se han afiliado.


La «lista más votada» es, de hecho, el concepto más primitivo, e incluso falso, de la democracia, ya que basta con que haya más de dos listas para que la más votada pueda serlo con solo un voto por encima del 33%, en cuyo caso dicha lista no representará a dos tercios de la población (obvia matemática elemental, que los políticos deberían conocer y, sobre todo, reconocer). Si hay más de tres listas, como suele suceder, la suma de todas las demás puede llegar a representar tres cuartas partes del total de votos o aún más, superando ampliamente a la lista más votada, que representa, por tanto, a una clara minoría de votantes.

 

Para evitar que esta forma de votación pueda desembocar fácilmente en el gobierno de una minoría, se han ideado varios procedimientos. La «segunda vuelta», o segunda votación, restringida a las dos listas que hayan obtenido el mayor número de votos (o a los dos candidatos si es una lista unipersonal, como en el caso de elecciones presidenciales), asegura que la lista finalmente electa cuente, al menos en segunda opción, con el respaldo de la mayoría del total de los votantes. Esto se hace en algunos sistemas presidencialistas, como el francés, así llamados porque el presidente puede ejercer en forma directa algunas prerrogativas que en otros sistemas corresponde, por ejemplo, a los cuerpos legislativos. La legislación estadounidense, por citar otro caso, contempla un sistema complejo de elección indirecta, que pasa por diversos estadios de distinta ponderación. 

 

Otra opción, más propia de los sistemas parlamentarios, como el español, es la que confiere la responsabilidad de elegir el presidente o, en otros países, el cuerpo de gobierno, a los parlamentarios que hayan obtenido representación a través del voto. La lista más votada parte con una mayor representación directa frente a cada uno de los demás grupos, por lo que suele corresponderle, en principio, iniciar la tarea de formar gobierno. Asignando una mayoría, que puede ser simple o calificada, al resultado de la elección parlamentaria, los acuerdos y pactos que se establezcan entre los grupos aseguran que el gobernante finalmente electo represente a una mayoría de los votantes, que será previsiblemente mayor ―y, por tanto, resultará en un gobierno más legítimo― que la representación obtenida por la lista más votada.

 

Quienes hablan de legitimidad deberían tener presente que en un sistema democrático el grado de legitimidad es obviamente mayor cuanto más amplia, diversa e inclusiva es la representatividad del cuerpo gobernante.    

 

  1. El segundo error es suponer que el gobierno «en solitario» del partido ganador de las elecciones es la forma mejor y más eficaz de gobernar.

 

Dada la dificultad que pueden presentar los pactos de gobierno, por los que el grupo gobernante no podrá hacer en su mandato todo lo que desea o bien no hacerlo exactamente del modo que desea, los partidos políticos, tanto en los sistemas presidencialistas como parlamentarios, aspiran a obtener el voto masivo de los electores, que les dé directamente la mayoría parlamentaria para poder gobernar sin los obstáculos que pueda significar la oposición.  

 

Este objetivo, que suelen compartir todos los partidos y los políticos que se autodenominan demócratas, es, contrariamente a lo que ellos pretenden, lo más opuesto a la democracia, ya que es lo que más se asemeja a una dictadura de partido único. Frente a una mayoría avasallante es poco, y a veces nada, lo que puede hacer una oposición cuyos votos parlamentarios no suman lo suficiente para ser tomados legalmente en cuenta. Con ello se corre el riesgo de perder el control sobre la acción de gobierno, que podría actuar sin freno al margen de toda opinión o criterio que no fuera el suyo.

 

Para evitar que esto suceda, un intento es suprimir la llamada «disciplina partidista», de modo que cada parlamentario tenga libertad de votación frente a las propuestas presentadas, independientemente del partido al que pertenezca. Los debates tendrán en tal caso un efecto más directo sobre las conciencias de los parlamentarios, que pueden aceptar o rechazar cualquier propuesta, incluidas las de su propio grupo; lo que, en teoría, permite frenar más fácilmente las propuestas que obedezcan simplemente a determinados intereses partidistas.

 

Un modo más eficaz de evitar lo que podríamos llamar la dictadura del grupo gobernante ―por desgracia demasiado común en los sistemas democráticos modernos― es mediante la aprobación de leyes que impidan la formación de mayorías absolutas detentadas por un solo grupo o partido. Esto podría hacerse al menos de dos maneras: restringiendo la representación parlamentaria máxima de los partidos, digamos por ejemplo a un 49%, cualquiera que sea la votación obtenida por encima de ese límite, de modo que los partidos mayoritarios se vean obligados a pactar con otros para obtener la mayoría absoluta, que sería en tal caso más diversa y, por tanto, más representativa del conjunto de la población; o bien estableciendo como requisito para la formación de gobierno la obtención de una mayoría cualificada entre los distintos grupos de representantes (lo que, por otra parte, ya se hace en algunos sistemas para aprobar determinadas leyes o acciones consideradas especialmente relevantes).

 

Evitar por principio que cualquier grupo pueda ejercer un gobierno «en solitario» al margen de los demás grupos parlamentarios contribuiría, contrariamente a la prédica y a los intereses particulares de la mayoría de los partidos políticos, a una mayor representatividad y a un mejor control de las actuaciones del gobierno.                    

 

  1. El tercer error al que me refiero es pensar que tener que recurrir a pactos con otros grupos parlamentarios para cumplir sus funciones es una muestra de la «debilidad» de un gobierno.

 

Justamente es todo lo contrario. Quienes así sostienen demuestran tener una idea muy primitiva, y diríase que peligrosa, de la acción de gobierno, más basada en la fuerza del poder que en la negociación y, por tanto, más propia de sistemas represivos. Bajo ese prisma, que aún comparten en nuestros días de «auge de las democracias» algunos nostálgicos de los regímenes «fuertes» del pasado, la democracia sería la más débil de las formas de gobierno. Pero es un prisma obsoleto y desgastado por la historia. Por supuesto que en una sociedad plural los acuerdos no son fáciles de alcanzar. Pero son la única forma racional de convivencia. Negarse a pactar en principio con quienes piensan de otro modo es ignorar el pluralismo de la sociedad que se pretende representar. Toda decisión de gobierno que no tenga opción de discusión, réplica o modificación, por aceptable que pueda ser para algunos, tarde o temprano será rechazada por aquellos para quienes representa una imposición. En cambio, los acuerdos derivados de una voluntad compartida tienden a mantenerse.

 

La fortaleza de la democracia, menos llamativa pero más firme y perdurable que la de cualquier régimen «fuerte», no reside en el ejercicio incontestable del poder sino en la capacidad de diálogo y de negociación entre las partes.  

 

No es de extrañar que un concepto en principio tan abstracto como «el gobierno del pueblo» adopte formas tan variadas en sus intentos de realización práctica. Pero cualquiera que sea la forma de participación elegida, asamblea, referéndum, representación directa o indirecta, o alguna combinación de estas o alguna otra, es evidente que un gobierno será más democrático cuanto más multifacética e incluyente sea su estructura gubernativa, como reflejo de la multifacética y variada complejidad de la población.      

Los errores señalados se apartan de esta inclusividad de manera tan obvia que es difícil entender que haya políticos que los sostengan. Aunque hay que reconocer que lo hacen cuando ello conviene a los intereses de su partido o a los suyos propios; cuando no, están prestos, en esto y en muchas otras cosas, a asumir la posición contraria. Peor es que, en ambos casos, intenten con su prédica captar adherentes entre los votantes sin que les importe, al parecer, su coherencia personal (no hablemos ya de la validez de su argumento), lo que tiene un indudable efecto sobre su credibilidad para quienes se tomen la molestia de analizar su discurso ―supongo que, en su experiencia, tan pocas personas que, en definitiva, obtienen entre la masa del pueblo rédito suficiente que sumar para sus intereses y los de su base de votantes incondicionales (cuyas motivaciones serían objeto de otro análisis). En resumen, solo caben dos razones por las que alguien podría incurrir en errores tan crasos: ignorancia o mala fe. Lo que no excluye una tercera: ignorancia y mala fe.       

 

 [Imágenes, de arriba abajo, cortesía de garten-gg, Clker-Free, Ángel Turrado, Pedro Suárez. Comunidad Pixabay.] 

viernes, 31 de marzo de 2023

¿Geopolítica sin Ética?

  Es claro que el anterior análisis parte de la declarada concepción de la política como un «ejercicio racional de organización social, idealmente orientado al bien común», expresión que puede considerarse una definición mínima de la actividad política, basada en un fundamento ético. Quienes, por el contrario, consideran la política como la otra caracterización allí apuntada, el ejercicio del poder para el control de ciertos recursos (agrícolas, energéticos, de espacio…, en general geográficos o económicos), piensan que este enfoque, ampliamente difundido a través de la moderna geopolítica, respalda determinadas acciones marcadas por la rivalidad y la confrontación entre países o facciones para la consecución de unos recursos siempre limitados ―como señaló Malthus― que garantizarían el bienestar de su población; confrontación que puede conducir a negociaciones o a movimientos estratégicos de posicionamiento, apropiación y defensa que no excluyen la posibilidad de enfrentamientos directos para, finalmente, si no se aniquila totalmente al adversario en el campo de batalla o no se consigue doblegarle por completo, como quería Clausewitz, ir a la mesa de negociación, preferiblemente desde una posición de fuerza.

¿Es esto así? ¿Hay en realidad dos concepciones opuestas de la política, una fundamentada en la ética social (el bien común) y la otra en un juego estratégico de posicionamiento y defensa? ¿Existe una oposición entre la geopolítica y la ética?

Lo primero que hay que decir es que ambas concepciones de la política descansan de algún modo en la ética social, ya que las dos se orientan en última instancia a conseguir el bienestar de la población (si bien en uno de los casos, de una población sobre otra). Si admitimos, siguiendo principalmente a Lossau, maestro de Clausewitz, que la finalidad de la guerra es «administrar la paz», ello nos lleva a plantearnos si la oposición entre ambos enfoques reside más bien en sus respectivos métodos. Es la conocida pregunta ya suscitada por la obra de Maquiavelo: ¿el fin justifica los medios?

La geopolítica puede definirse a grandes rasgos, a partir de la obra del geógrafo alemán Friedrich Ratzel a finales del siglo XIX (aunque sus antecedentes se remontan a Montesquieu y aún antes), como el estudio de las relaciones políticas y sociales entre los países, Estados y grupos humanos, en conexión con el medio geográfico y las condiciones del entorno natural. Uno de los conceptos introducidos por Ratzel, el de «espacio vital» de una nación, fue utilizado por los nazis para justificar su expansionismo en el origen de la Segunda Guerra Mundial. Esto, sumado al hecho de que los primeros tratados de geopolítica versaran fundamentalmente sobre problemas militares y estratégicos, ocasionó posteriormente el descrédito de esta ciencia en muchos medios académicos y en la población en general debido al sentimiento antibelicista tras la guerra. No obstante, a partir de los años 70 del siglo pasado, resurgió un interés por la geopolítica que ha dado origen a nuevas escuelas de pensamiento a veces alejadas del militarismo, basadas en el análisis de la influencia política y el poder económico de los Estados y las organizaciones internacionales, incluso con proyecciones en el ámbito empresarial multinacional. Sin embargo, en el discurso geopolítico siguen imperando conceptos como poder, control, dominio… (político o económico), con frecuencia con implicaciones estratégicas si no directamente militares.  


Pero las acciones y reacciones en contra o a favor de la geopolítica, cualquiera que sea el debate que susciten desde determinadas posiciones éticas, ideológicas o simplemente prácticas, nada tienen que ver con la ciencia como tal.

La primera tarea de toda ciencia es definir y describir correctamente su objeto de estudio. A diferencia, por ejemplo, de la matemática, que trata de conceptos abstractos, en el caso de las ciencias sociales, que estudian cuestiones de hechos, esa descripción incluirá los intereses y objetivos de grupos e individuos como explicación de los fenómenos observados (en ocasiones recurriendo a otras ciencias que les son auxiliares, como la antropología o la psicología). La geopolítica, como ciencia social, explica la acción política por la necesidad de poseer, manejar y asegurar los recursos necesarios (geográficos, económicos) para garantizar la supervivencia de la nación y el bienestar de la población. Entre las causas determinantes de los hechos que examina, además de necesidades e intereses prácticos, están las actitudes, interpretaciones e intenciones de los respectivos agentes sociales: dirigentes, partidos y organizaciones políticas, grupos de presión y de opinión, posiciones de los países en conflicto, etc. Pero es sabido que las explicaciones de las ciencias sociales no tienen el carácter lógico inexorable de las leyes naturales. Con frecuencia sucede que distintos individuos o grupos responden de distinta manera ante una misma situación, o una misma persona o sociedad en momentos diferentes de su historia. Es un hecho que tanto las motivaciones como las valoraciones humanas cambian con el transcurso del tiempo y la evolución de las sociedades. Un ejemplo pertinente es la esclavitud: considerada por muchos desde la Antigüedad, y hasta épocas relativamente recientes, como un recurso natural y hasta necesario para el desarrollo económico y productivo, su práctica (tras muchas discusiones y vaivenes legales) fue finalmente proscrita en todo el mundo, y el solo descubrimiento de cualquier caso de moderna esclavitud laboral o sexual nos horroriza hoy día. Que ciertas motivaciones, por relevantes que sean (como es la economía), hayan estado en la base de determinados actos (incluida la guerra) no establece una causalidad inevitable ni implica que sea así en el futuro (y mucho menos que deba serlo). Podemos razonablemente suponer que el enfrentamiento y la guerra no son intrínsecos ni ineludibles a la actividad geopolítica.

Por otra parte, es un error común confundir explicación con justificación, y en el caso de la geopolítica esta confusión ha empañado la consideración de su objetivo, que no es respaldar ni justificar los hechos. Las ciencias sociales no tienen por función reglar ni justificar acontecimientos, sino describirlos y explicarlos. Así como la explicación psicosocial de la criminalidad no justifica el crimen, ni las raíces históricas de la marginalidad justifican la pobreza, la explicación del origen y el desarrollo de las guerras (o de las formas históricas de resolver los conflictos) no equivale a su justificación.   

 

Cuando se usa la geopolítica no para describir o explicar determinados hechos o actitudes, sino para justificarlos a la luz de ciertos objetivos o como respuesta a tales o cuales acontecimientos, se pasa del terreno de la política a la ética. 

La ética, considerada no en su dimensión filosófica de indagación de conceptos como el bien, la justicia o el deber ser (lo que técnicamente se denomina metaética), sino como área práctica de estudio de la conducta humana, es una ciencia normativa (a diferencia de las descriptivas, como la geopolítica) cuyo objeto es determinar formas de comportamiento encaminadas a la consecución de una finalidad dentro del ámbito de la moralidad. La finalidad a la que se orienta la conducta en cada caso es un criterio axiológico, un valor racionalmente establecido ―que, por otra parte, tampoco tiene el carácter ineludible de una norma lógica, sino que es objeto de nuestra decisión responsable.

Por supuesto, dada nuestra condición de seres racionales, el ámbito de la ética es toda la actividad humana, considerada dentro de los parámetros de los conceptos metaéticos. Pero, por su propia definición, la ética no se opone a ninguna otra ciencia, natural o humana. En particular, no se opone a la geopolítica. No solo sus áreas de estudio específicas son diferentes, sino también sus métodos y sus objetivos. Una busca fundamentalmente entender ciertos comportamientos, la otra señalar formas de actuación moralmente dignas. No obstante, dado que la ética permea todas nuestras acciones, dentro o fuera de la actividad científica, la confusión apuntada entre explicación y justificación hace que pueda parecer una oposición entre formas de conocimiento lo que en realidad es una oposición respecto a posibles formas de utilización de los conocimientos adquiridos.

El hecho inmoral de que una de las primeras aplicaciones de la energía nuclear fuera el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre poblaciones civiles no se opone a la física de partículas. La ética no concierne al conocimiento aportado por la ciencia sino al uso que hagamos de él, como de cualquier otro medio o instrumento, con un fin determinado. Así como un médico puede ser una persona despreciable (piénsese en los experimentos nazis en los campos de concentración), un estadista puede guiar sus actuaciones dentro de principios éticos, si decide emplear los conocimientos provenientes de la geopolítica en aras del bien común, en un sentido inclusivo, en lugar de buscar beneficios egoístas o grupales en detrimento de otras personas o grupos humanos. Así como podemos usar un martillo para facilitarnos un trabajo o para arrojárselo a la cabeza al vecino en medio de una discusión, podemos hacer uso de la geopolítica para planear el bienestar común o para planear la guerra. Mientras que la ciencia misma es indiferente a los conceptos del bien o el mal, lo que hagamos con ella depende de nosotros. 

 

En la geopolítica o fuera de ella, el fin no justifica los medios. Es cierto que a veces podemos sacrificar un bien menor actual en aras de un bien mayor futuro; pero ello requiere de una atenta consideración de ambas situaciones, ya que tal decisión comporta la pérdida de una realidad tangible a favor de lo que en el momento es solo una posibilidad. En todo caso, es una cuestión de decisión personal, que no tenemos derecho de asumir en nombre de otros seres racionales con capacidad de decisión sobre sus propias vidas. Menos aún si ese supuesto bien futuro, inexistente en el momento, implica perjuicio para otras personas. Y aún menos si el supuesto bien futuro lo es, ya desde su concepción, solo para algunos, a costa del sufrimiento y la injusticia de quienes con toda probabilidad no habrían buscado ni querido para sí esa situación. En el terreno de las consecuencias, «la guerra es un asunto muy serio», como subraya Sun Tzu en El arte de la guerra. Entre otras cosas, porque el adversario, dentro de su legítimo derecho a la defensa propia y de su población, probablemente se sienta obligado a responder también con la fuerza, con repercusiones cada vez más impredecibles para las partes dentro y fuera del conflicto.     
       

Es de esperar que, con el tiempo, lleguemos a ver las «justificaciones» geopolíticas de la guerra como el mismo tipo de salvajada que sería intentar resolver una disputa doméstica arrojando un martillo a la cabeza del vecino.

Quienes no aprobarían la violencia ―mucho menos el asesinato― como medio para resolver un conflicto, menos deberían aceptar supuestos argumentos geopolíticos para la guerra, que inevitablemente significa muerte, sufrimiento, desgracia y destrucción para multitud de personas inocentes.

 

 [Imágenes superior e inferior respectivamente cortesía de Mariana Anatoneag y Ana, Pixabay. Imagen central del autor.] 

viernes, 17 de febrero de 2023

EL ABSURDO DE LA GUERRA

  

La mayoría de países del mundo, la virtual totalidad de las organizaciones humanitarias y toda persona con un sentido común que vaya algo más allá de una visión conformista de los hechos, están y estarán siempre en contra de la guerra. La desafortunada frase de Clausewitz, compartida aún hoy por algunos intelectuales que no rechazan la violencia (lo que es casi un oxímoron), de que «la guerra es la continuación de la política por otros medios», es palmariamente falsa. La guerra es el fracaso de la política.

Aristóteles calificó al ser humano de zoon politikon, «animal político», dotado de la facultad de organizarse en sociedad bajo principios de razón. Aunque no es el único animal social (las abejas, las hormigas y otros también lo son), es, en cambio, el único «animal racional», capaz de expresar y dirimir mediante el lenguaje los problemas que surgen en su particular vida social, no determinada por el instinto natural como en el resto de los animales. Frente a la opción del lenguaje, el recurso a la violencia comporta el abandono de la razón a favor de la fuerza. La afirmación de Clausewitz de que «el uso de la fuerza física en su máxima extensión no excluye en modo alguno la participación de la inteligencia» implica poner la facultad que nos distingue de los animales al servicio del recurso animal más básico, la brutalidad.

Para quienes la política es un ejercicio racional de organización social, idealmente orientado al bien común, es claro que la guerra es exactamente lo opuesto. Súmense todos los males imaginables que el ser humano es capaz de infligir en todas sus formas: asesinatos, mutilaciones, violaciones, tortura, esclavización, genocidio, extorsión, saqueo…, crímenes de todo tipo. Multiplíquese por cualquier número. Eso es la guerra. ¿El resultado?… Muerte, destrucción. Para los sobrevivientes, pérdidas, hambre, abandono, sufrimiento. Familias rotas, vidas destrozadas. Quizás (porque el resultado de la violencia es impredecible) alguna ganancia política para el vencedor ―dentro de un concepto de la política distinto del anterior: el control de determinados recursos (espacio, materiales, energía, «seguridad»…) cuyo deseo de posesión motivó el inicio de las hostilidades. Dado que el azar interviene en gran medida en el resultado de cualquier acto de violencia (como reconoce ampliamente Clausewitz), la guerra es una de esas cosas que se sabe cuándo empiezan, pero nadie sabe cuándo ―ni cómo― terminan. Ni aún el que la inicia, como enseña abundantemente la historia. Al enorme costo económico de una guerra ―armamento, materiales, logística, vehículos de todo tipo, movilización, alimentación, ropa y equipamiento de las tropas, a lo que hay que añadir la subsistencia, protección, eventuales traslados, alojamiento y organización de la sociedad civil― se suma el incalculable precio en vidas humanas, la destrucción y pérdida de viviendas, fábricas, infraestructuras, bienes materiales y culturales. Más resentimientos y heridas psicológicas y sociales que pueden persistir durante generaciones, además de la escasez y el malestar económico y social que suelen suceder a las guerras.

Quienes piensen que el balance vale la pena es porque, lo admitan o no, ven las vidas de las personas (y, seguramente, también el patrimonio artístico y cultural destruido por las guerras) tan prescindibles como cualquier bien material sustituible, frente a la perspectiva de lograr cierto objetivo político ―dentro de esa estrecha concepción de la política como ejercicio de poder o posesión.

Aun cuando se afirme, como hace Clausewitz siguiendo a su predecesor, también militar, von Lossau, quien era más claro en esto, que el objetivo final de la guerra es asegurar las condiciones de la paz que seguirá (curiosa actitud, rayana en la contradicción) podemos ―en rigor, debemos― preguntarnos si de verdad no hay formas menos dañinas y destructivas de organizar la paz.  

Si dedicáramos a la solución de los intereses encontrados entre los distintos países o entre facciones de un mismo país ―o más bien, entre sus dirigentes― el mismo celo que dedican los estrategas a planificar guerras, probablemente tendríamos una teoría de la resolución racional de conflictos bastante acabada y eficaz, al haber orientado desde hace tiempo a la obtención de soluciones útiles para todos la energía que políticos y militares dedican a preparar y desarrollar ese curioso y desatinado «medio de hacer política».