viernes, 31 de marzo de 2023

¿Geopolítica sin Ética?

  Es claro que el anterior análisis parte de la declarada concepción de la política como un «ejercicio racional de organización social, idealmente orientado al bien común», expresión que puede considerarse una definición mínima de la actividad política, basada en un fundamento ético. Quienes, por el contrario, consideran la política como la otra caracterización allí apuntada, el ejercicio del poder para el control de ciertos recursos (agrícolas, energéticos, de espacio…, en general geográficos o económicos), piensan que este enfoque, ampliamente difundido a través de la moderna geopolítica, respalda determinadas acciones marcadas por la rivalidad y la confrontación entre países o facciones para la consecución de unos recursos siempre limitados ―como señaló Malthus― que garantizarían el bienestar de su población; confrontación que puede conducir a negociaciones o a movimientos estratégicos de posicionamiento, apropiación y defensa que no excluyen la posibilidad de enfrentamientos directos para, finalmente, si no se aniquila totalmente al adversario en el campo de batalla o no se consigue doblegarle por completo, como quería Clausewitz, ir a la mesa de negociación, preferiblemente desde una posición de fuerza.

¿Es esto así? ¿Hay en realidad dos concepciones opuestas de la política, una fundamentada en la ética social (el bien común) y la otra en un juego estratégico de posicionamiento y defensa? ¿Existe una oposición entre la geopolítica y la ética?

Lo primero que hay que decir es que ambas concepciones de la política descansan de algún modo en la ética social, ya que las dos se orientan en última instancia a conseguir el bienestar de la población (si bien en uno de los casos, de una población sobre otra). Si admitimos, siguiendo principalmente a Lossau, maestro de Clausewitz, que la finalidad de la guerra es «administrar la paz», ello nos lleva a plantearnos si la oposición entre ambos enfoques reside más bien en sus respectivos métodos. Es la conocida pregunta ya suscitada por la obra de Maquiavelo: ¿el fin justifica los medios?

La geopolítica puede definirse a grandes rasgos, a partir de la obra del geógrafo alemán Friedrich Ratzel a finales del siglo XIX (aunque sus antecedentes se remontan a Montesquieu y aún antes), como el estudio de las relaciones políticas y sociales entre los países, Estados y grupos humanos, en conexión con el medio geográfico y las condiciones del entorno natural. Uno de los conceptos introducidos por Ratzel, el de «espacio vital» de una nación, fue utilizado por los nazis para justificar su expansionismo en el origen de la Segunda Guerra Mundial. Esto, sumado al hecho de que los primeros tratados de geopolítica versaran fundamentalmente sobre problemas militares y estratégicos, ocasionó posteriormente el descrédito de esta ciencia en muchos medios académicos y en la población en general debido al sentimiento antibelicista tras la guerra. No obstante, a partir de los años 70 del siglo pasado, resurgió un interés por la geopolítica que ha dado origen a nuevas escuelas de pensamiento a veces alejadas del militarismo, basadas en el análisis de la influencia política y el poder económico de los Estados y las organizaciones internacionales, incluso con proyecciones en el ámbito empresarial multinacional. Sin embargo, en el discurso geopolítico siguen imperando conceptos como poder, control, dominio… (político o económico), con frecuencia con implicaciones estratégicas si no directamente militares.  


Pero las acciones y reacciones en contra o a favor de la geopolítica, cualquiera que sea el debate que susciten desde determinadas posiciones éticas, ideológicas o simplemente prácticas, nada tienen que ver con la ciencia como tal.

La primera tarea de toda ciencia es definir y describir correctamente su objeto de estudio. A diferencia, por ejemplo, de la matemática, que trata de conceptos abstractos, en el caso de las ciencias sociales, que estudian cuestiones de hechos, esa descripción incluirá los intereses y objetivos de grupos e individuos como explicación de los fenómenos observados (en ocasiones recurriendo a otras ciencias que les son auxiliares, como la antropología o la psicología). La geopolítica, como ciencia social, explica la acción política por la necesidad de poseer, manejar y asegurar los recursos necesarios (geográficos, económicos) para garantizar la supervivencia de la nación y el bienestar de la población. Entre las causas determinantes de los hechos que examina, además de necesidades e intereses prácticos, están las actitudes, interpretaciones e intenciones de los respectivos agentes sociales: dirigentes, partidos y organizaciones políticas, grupos de presión y de opinión, posiciones de los países en conflicto, etc. Pero es sabido que las explicaciones de las ciencias sociales no tienen el carácter lógico inexorable de las leyes naturales. Con frecuencia sucede que distintos individuos o grupos responden de distinta manera ante una misma situación, o una misma persona o sociedad en momentos diferentes de su historia. Es un hecho que tanto las motivaciones como las valoraciones humanas cambian con el transcurso del tiempo y la evolución de las sociedades. Un ejemplo pertinente es la esclavitud: considerada por muchos desde la Antigüedad, y hasta épocas relativamente recientes, como un recurso natural y hasta necesario para el desarrollo económico y productivo, su práctica (tras muchas discusiones y vaivenes legales) fue finalmente proscrita en todo el mundo, y el solo descubrimiento de cualquier caso de moderna esclavitud laboral o sexual nos horroriza hoy día. Que ciertas motivaciones, por relevantes que sean (como es la economía), hayan estado en la base de determinados actos (incluida la guerra) no establece una causalidad inevitable ni implica que sea así en el futuro (y mucho menos que deba serlo). Podemos razonablemente suponer que el enfrentamiento y la guerra no son intrínsecos ni ineludibles a la actividad geopolítica.

Por otra parte, es un error común confundir explicación con justificación, y en el caso de la geopolítica esta confusión ha empañado la consideración de su objetivo, que no es respaldar ni justificar los hechos. Las ciencias sociales no tienen por función reglar ni justificar acontecimientos, sino describirlos y explicarlos. Así como la explicación psicosocial de la criminalidad no justifica el crimen, ni las raíces históricas de la marginalidad justifican la pobreza, la explicación del origen y el desarrollo de las guerras (o de las formas históricas de resolver los conflictos) no equivale a su justificación.   

 

Cuando se usa la geopolítica no para describir o explicar determinados hechos o actitudes, sino para justificarlos a la luz de ciertos objetivos o como respuesta a tales o cuales acontecimientos, se pasa del terreno de la política a la ética. 

La ética, considerada no en su dimensión filosófica de indagación de conceptos como el bien, la justicia o el deber ser (lo que técnicamente se denomina metaética), sino como área práctica de estudio de la conducta humana, es una ciencia normativa (a diferencia de las descriptivas, como la geopolítica) cuyo objeto es determinar formas de comportamiento encaminadas a la consecución de una finalidad dentro del ámbito de la moralidad. La finalidad a la que se orienta la conducta en cada caso es un criterio axiológico, un valor racionalmente establecido ―que, por otra parte, tampoco tiene el carácter ineludible de una norma lógica, sino que es objeto de nuestra decisión responsable.

Por supuesto, dada nuestra condición de seres racionales, el ámbito de la ética es toda la actividad humana, considerada dentro de los parámetros de los conceptos metaéticos. Pero, por su propia definición, la ética no se opone a ninguna otra ciencia, natural o humana. En particular, no se opone a la geopolítica. No solo sus áreas de estudio específicas son diferentes, sino también sus métodos y sus objetivos. Una busca fundamentalmente entender ciertos comportamientos, la otra señalar formas de actuación moralmente dignas. No obstante, dado que la ética permea todas nuestras acciones, dentro o fuera de la actividad científica, la confusión apuntada entre explicación y justificación hace que pueda parecer una oposición entre formas de conocimiento lo que en realidad es una oposición respecto a posibles formas de utilización de los conocimientos adquiridos.

El hecho inmoral de que una de las primeras aplicaciones de la energía nuclear fuera el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre poblaciones civiles no se opone a la física de partículas. La ética no concierne al conocimiento aportado por la ciencia sino al uso que hagamos de él, como de cualquier otro medio o instrumento, con un fin determinado. Así como un médico puede ser una persona despreciable (piénsese en los experimentos nazis en los campos de concentración), un estadista puede guiar sus actuaciones dentro de principios éticos, si decide emplear los conocimientos provenientes de la geopolítica en aras del bien común, en un sentido inclusivo, en lugar de buscar beneficios egoístas o grupales en detrimento de otras personas o grupos humanos. Así como podemos usar un martillo para facilitarnos un trabajo o para arrojárselo a la cabeza al vecino en medio de una discusión, podemos hacer uso de la geopolítica para planear el bienestar común o para planear la guerra. Mientras que la ciencia misma es indiferente a los conceptos del bien o el mal, lo que hagamos con ella depende de nosotros. 

 

En la geopolítica o fuera de ella, el fin no justifica los medios. Es cierto que a veces podemos sacrificar un bien menor actual en aras de un bien mayor futuro; pero ello requiere de una atenta consideración de ambas situaciones, ya que tal decisión comporta la pérdida de una realidad tangible a favor de lo que en el momento es solo una posibilidad. En todo caso, es una cuestión de decisión personal, que no tenemos derecho de asumir en nombre de otros seres racionales con capacidad de decisión sobre sus propias vidas. Menos aún si ese supuesto bien futuro, inexistente en el momento, implica perjuicio para otras personas. Y aún menos si el supuesto bien futuro lo es, ya desde su concepción, solo para algunos, a costa del sufrimiento y la injusticia de quienes con toda probabilidad no habrían buscado ni querido para sí esa situación. En el terreno de las consecuencias, «la guerra es un asunto muy serio», como subraya Sun Tzu en El arte de la guerra. Entre otras cosas, porque el adversario, dentro de su legítimo derecho a la defensa propia y de su población, probablemente se sienta obligado a responder también con la fuerza, con repercusiones cada vez más impredecibles para las partes dentro y fuera del conflicto.     
       

Es de esperar que, con el tiempo, lleguemos a ver las «justificaciones» geopolíticas de la guerra como el mismo tipo de salvajada que sería intentar resolver una disputa doméstica arrojando un martillo a la cabeza del vecino.

Quienes no aprobarían la violencia ―mucho menos el asesinato― como medio para resolver un conflicto, menos deberían aceptar supuestos argumentos geopolíticos para la guerra, que inevitablemente significa muerte, sufrimiento, desgracia y destrucción para multitud de personas inocentes.

 

 [Imágenes superior e inferior respectivamente cortesía de Mariana Anatoneag y Ana, Pixabay. Imagen central del autor.] 

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