domingo, 19 de julio de 2020

CUESTIONES ÉTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (4)



 RESPONSABILIDADES INDIVIDUALES

Los experimentos mentales son de gran utilidad en la ciencia. Permiten inferir conclusiones en los casos en que no es posible realizar un experimento, o bien este es muy costoso, o plantea problemas éticos, o cuando simplemente no es necesario porque las variables del fenómeno son bien conocidas, y es un modo útil de orientar la investigación. Galileo, reputado como el primer científico moderno, realizó muchos experimentos mentales (además de prácticos) por los que, entre otras cosas, llegó a conocer, y a utilizar correctamente, el concepto de inercia como un principio de relatividad de la mecánica, si bien no llegó a su expresa formulación que, como sabemos, se debe a Newton. Y el posterior desarrollo de la teoría de la relatividad partió de experimentos mentales que Einstein llevó a cabo extrapolando a los fenómenos electromagnéticos la llamada relatividad galileana.

El experimento mental es particularmente útil en las ciencias sociales, donde, aparte de problemas éticos, el conocimiento del hecho experimental mismo por parte de los sujetos es una variable interviniente capaz de alterar los resultados. Por ello, a veces se recurre al desarrollo teórico de situaciones hipotéticas a partir de datos experimentales bien establecidos por otro lado, que ofrecen un grado aceptable de seguridad en las conclusiones.      
  
Hagamos un pequeño experimento mental: supongamos que, en lugar de imponerse legalmente, hubiera quedado al arbitrio de cada quien la adopción de las medidas de seguridad que considerase necesarias para evitar los contagios, así como la decisión de continuar o no con sus actividades económicas durante la pandemia. Con algunas variaciones según factores específicos de determinados países, basándonos por una parte en tendencias ampliamente respaldadas por encuestas y observaciones que avalan los porcentajes antes citados sobre la valoración conductual propia y ajena (ver entrega anterior) y, por otra, en hechos de todos conocidos como los también mencionados anteriormente (idem) y que siguen sucediendo, podemos afirmar sin temor a equivocarnos demasiado que, en general, un 70% de la población juzgaría que cumple con medidas de protección suficientes mientras en realidad estaría siguiendo el dictado de sus propios intereses; y sin duda se incluirían a sí mismos dentro del escaso 20% que cumple responsablemente esas normas. El virus camparía a sus anchas, pero los «irresponsables» siempre serían los otros. Ese 70% justificaría su falta de aplicación de determinadas medidas de seguridad por su propia e ineludible necesidad, o bien las desestimaría (en función de sus intereses) como carentes de importancia…, o ambas cosas. Y atribuiría la inevitable alta incidencia de contagios a la actuación de «la mayoría de la gente» (mientras que ellos estarían dentro del 20% responsable), o quizás también a la virulencia del patógeno o a alguna otra causa, pero no a su propio incumplimiento.    

Comoquiera que resulta sumamente difícil, si no imposible, razonar con quien no quiere hacerlo, abandonemos este experimento mental como una ficción, no aplicable a ninguno de nosotros, que somos perfectamente capaces de calibrar objetivamente la situación y de tomar nuestras decisiones de forma absolutamente responsable. Además, muchos sostendrán, como han hecho desde que muchos gobiernos impusieron medidas obligatorias de seguridad y de restricción de la movilidad, y desde que las siguen imponiendo en virtud del actual incremento de los contagios en todo el mundo, que, en última instancia, cada quien tiene derecho a asumir los riesgos que desee o incluso a poner en peligro su propia vida.

A lo que no tenemos derecho es a tomar esa decisión por otros.                                   

lunes, 6 de julio de 2020

CUESTIONES ÉTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (3)



NUESTRO PAPEL EN LA TRANSMISIÓN DE LA PANDEMIA

Nuestra percepción de los hechos está influenciada por nuestra actitud general y por la forma en que esos hechos nos afectan. Una consecuencia de ello es que tendemos a infravalorar los riesgos en función de nuestros intereses. A veces basta que percibamos un beneficio potencial, incluso pequeño o secundario, para que despreciemos cualquier posible perjuicio inherente a su consecución, aun cuando pueda ser serio, como algo que probablemente no llegará a suceder. No de otro modo se explica que la prisa nos lleve a cruzar la calle en un lugar o momento inoportunos, o la audacia del ladrón de bancos, o el empecinamiento del fumador en su pertinaz hábito a pesar de todas las advertencias médicas sobre los efectos probados del tabaco. El negocio que podemos perder si no llegamos a tiempo a la cita, el dinero del que disfrutará el ladrón si no lo atrapan o el placer del todo prescindible que para algunas personas representa la aspiración de una bocanada de humo, son motivo suficiente para que algunos prefieran ignorar el riesgo de sufrir un accidente o incluso perder la vida, de ir a la cárcel o de padecer una enfermedad pulmonar. Está claro que el peatón imprudente no quiere ser atropellado, como el ladrón no quiere ir preso ni el fumador enfermarse. Pero ante la perspectiva de lograr su propósito, todos piensan que esas cosas no les pasarán a ellos.     

Esta tendencia, por desastrosa que sea muchas veces, ha resultado útil a lo largo del desarrollo histórico y cultural. Los viajeros exploradores de la Antigüedad no habrían salido de sus aldeas, los hermanos Wright no habrían emprendido el primer vuelo y muchos medicamentos no se habrían ensayado nunca si el temor a los riesgos hubiera sido mayor que el ánimo de querer intentar lo nuevo. Seguramente hay un punto decisivo en que la aprensión ante los posibles peligros cede cuando la suma de los beneficios previstos y las posibilidades de éxito supera a aquellos por un cierto margen (que sin duda variará de una persona a otra). También podemos incorporar a la inecuación medidas correctivas o, cuando menos, atenuantes de los peligros potenciales en caso de que ocurran: es lo que se llama asumir un riesgo calculado. Pero el análisis de riesgos es una disciplina reciente que, si bien empresas e instituciones toman cada vez más en serio a la hora de emprender un proyecto, sobre todo si es de cierta envergadura, en cambio no preocupa al común de la gente, que suele fiarse de su intuición como siempre ha hecho. Aquí es donde cobra relevancia el delicado equilibrio entre sagacidad, cálculo de beneficios y capacidad de respuesta ante el fracaso, que distingue a los emprendedores de éxito. Equilibrio que no todo el mundo busca antes de actuar, por lo que en ocasiones podemos acabar donde no queríamos: en la sala del hospital, en la cárcel… o en la morgue.

No obstante, cuando las cosas nos salen mal, no solemos achacarlo a nuestra imprudencia o falta de previsión sino a circunstancias externas o, más vagamente, a la mala suerte. En cambio, vemos con mucha más claridad la falta de previsión de los otros. Cuando las cosas se les tuercen, es porque no supieron ver las consecuencias, porque calcularon mal o porque fueron imprudentes. Nosotros nunca tenemos la culpa de lo que nos pasa, los demás sí. La asimetría entre la propensión a justificar nuestros propios actos y los de los demás es un hecho conocido por los psicólogos del comportamiento. Según encuestas, un 70% de la población dice estar cumpliendo las medidas de protección contra los contagios (principalmente, mantener cierta distancia social, lavarse la manos con frecuencia, no tocarse la cara fuera de la propia casa, el uso de mascarilla en los casos recomendados). Pero cuando se les pregunta qué porcentaje de las demás personas lo hacen, suelen responder que, por lo que han visto, no más de un 20%. Evidentemente, ambas cifras no pueden ser verdaderas, lo que refleja un sesgo personalista muy común en la psicología social respecto a la valoración de la conducta propia y ajena, en el que incurre tal elevado número de sujetos. Desde que apareció la pandemia, muchos han decidido ignorar las medidas de seguridad, y por todas partes se han visto desde inaprensivos encuentros familiares a aglomeraciones en las que no solo era imposible mantener una distancia prudencial, sino que tampoco se usaron mascarillas para evitar los contagios. Los actores de esos y otros desatinos han sido gentes de todas las edades y condiciones, desde ciudadanos anónimos, pasando por personalidades conocidas, hasta políticos promotores de las normas que ellos mismos aprueban y recomiendan a los demás. Y es que, pese a nuestra sesgada atribución de justificaciones, la irresponsabilidad sí está bien repartida. Una prueba más es que en cuanto algunos países han empezado a relajar las medidas de protección ante la disminución de los contagios, han proliferado los reencuentros pequeños y grandes, con celebraciones, fiestas y hasta multitudes de paseantes agolpados por las calles y en las playas. Por supuesto, no han tardado en producirse nuevos brotes de la enfermedad un poco en todas partes, que ponen en peligro el control de la pandemia que tanto esfuerzo ha exigido a todos.  

Tengamos en cuenta que el virus no ha desaparecido y ni tan siquiera se ha atenuado su mortalidad. Por el contrario, según la OMS, la pandemia está creciendo a nivel mundial: para finales de junio el número total de contagios se acercaba a 11 millones, y ya se supera el medio millón de muertes en todo el mundo. Que logremos detener el avance de la enfermedad (y que los rebrotes no desborden otra vez la capacidad de respuesta de los organismos sanitarios que empiezan a recuperarse) dependerá en gran medida de que seamos capaces de reconocer la realidad de los riesgos y que asumamos objetivamente nuestra responsabilidad individual de evitar los contagios.