Anterior: Cuestiones éticas (3)
RESPONSABILIDADES INDIVIDUALES
Los experimentos mentales son de gran utilidad en la ciencia. Permiten inferir
conclusiones en los casos en que no es posible realizar un experimento, o bien este
es muy costoso, o plantea problemas éticos, o cuando simplemente no es necesario
porque las variables del fenómeno son bien conocidas, y es un modo útil de
orientar la investigación. Galileo, reputado como el primer científico moderno,
realizó muchos experimentos mentales (además de prácticos) por los que, entre
otras cosas, llegó a conocer, y a utilizar correctamente, el concepto de
inercia como un principio de relatividad de la mecánica, si bien no llegó a su expresa
formulación que, como sabemos, se debe a Newton. Y el posterior desarrollo de
la teoría de la relatividad partió de experimentos mentales que Einstein llevó
a cabo extrapolando a los fenómenos electromagnéticos la llamada relatividad galileana.
El experimento mental es particularmente útil en las ciencias sociales, donde,
aparte de problemas éticos, el conocimiento del hecho experimental mismo por
parte de los sujetos es una variable interviniente capaz de alterar los resultados.
Por ello, a veces se recurre al desarrollo teórico de situaciones hipotéticas a
partir de datos experimentales bien establecidos por otro lado, que ofrecen un
grado aceptable de seguridad en las conclusiones.
Hagamos un pequeño experimento mental: supongamos que, en lugar de imponerse
legalmente, hubiera quedado al arbitrio de cada quien la
adopción de las medidas de seguridad que considerase necesarias para evitar los
contagios, así como la decisión de continuar o no con sus actividades
económicas durante la pandemia. Con algunas variaciones según factores específicos
de determinados países, basándonos por una parte en tendencias ampliamente respaldadas por encuestas
y observaciones que avalan los porcentajes antes citados sobre la valoración conductual propia y ajena (ver entrega anterior) y, por otra, en
hechos de todos conocidos como los también mencionados anteriormente (idem) y que siguen sucediendo,
podemos afirmar sin temor a equivocarnos demasiado que, en general, un 70% de la población juzgaría que cumple con medidas de
protección suficientes mientras en realidad estaría siguiendo el dictado de sus propios
intereses; y sin duda se incluirían a sí mismos dentro del escaso 20% que cumple
responsablemente esas normas. El virus camparía a sus anchas, pero los
«irresponsables» siempre serían los otros. Ese 70% justificaría su falta
de aplicación de determinadas medidas de seguridad por su propia e ineludible necesidad,
o bien las desestimaría (en función de sus intereses) como carentes de
importancia…, o ambas cosas. Y atribuiría la inevitable alta incidencia de contagios
a la actuación de «la mayoría de la gente» (mientras que ellos estarían dentro del 20% responsable), o quizás también a la virulencia del patógeno o a alguna otra
causa, pero no a su propio incumplimiento.
Comoquiera que resulta sumamente difícil, si no imposible, razonar con
quien no quiere hacerlo, abandonemos este experimento mental como una ficción,
no aplicable a ninguno de nosotros, que somos perfectamente capaces de calibrar
objetivamente la situación y de tomar nuestras decisiones de forma absolutamente
responsable. Además, muchos sostendrán, como han hecho desde que muchos gobiernos
impusieron medidas obligatorias de seguridad y de restricción de la movilidad, y
desde que las siguen imponiendo en virtud del actual incremento de los
contagios en todo el mundo, que, en última instancia, cada quien tiene derecho a
asumir los riesgos que desee o incluso a poner en peligro su propia vida.
A lo que no tenemos derecho es a tomar esa decisión por otros.
Continúa: Cuestiones políticas