miércoles, 11 de marzo de 2020

EL CORRUPTOR



«El corruptor es el verdadero y único bienhechor de las sociedades, porque sus actos señalan el camino.»
 

        
La extraña sentencia se hallaba al final de un manuscrito redactado en latín que encontré en el fondo de la estantería, a través del hueco que quedó al retirar un volumen que he olvidado. Se componía de unas cuantas páginas amarillas y envejecidas, casi ilegibles en algunas áreas del tosco papel, que ostentaba la firma de Rabid Ibn Rahab. El inesperado hallazgo me entretuvo más de una hora, mientras realizaba la ardua labor de descifrar, más que traducir, sus páginas. No soy un buen latinista, y el mal estado del texto acentuaba su ilegibilidad. (En algún lugar afectaba el año de 1246 como el de su redacción, cosa que, naturalmente, no creí.) El manuscrito no pertenecía a la biblioteca, y el lugar en que lo hallé sugería que alguien lo había ocultado deliberadamente. Parecía ser un fragmento de una efemérides o un diario, en el que no encontré cosa alguna de interés salvo la frase que he citado. (Días después me la hice traducir por nuestro escribiente sin indicarle su procedencia, con lo que pude comprobar, asombrado, que mi versión había sido acertada.) Más tarde indagué sobre el autor, pero no hallé referencia alguna a su nombre. No debía dejarme engañar por la aparente antigüedad del manuscrito ni su redacción latina. Quizás era un texto de aficionado a la escritura, puede que de algún estudiante de latín afecto a los juegos de misterio. O, en el mejor de los casos, en la biblioteca se ocultaba la única muestra de la producción literaria de Rahab, quien, con toda seguridad, no había escrito mucho. Resolví, por el momento, dejar las maltratadas páginas allí.

Una serie de hechos que nadie desconoce, imprevistos entonces para mí, cambiaron radicalmente mi existencia. Todo acaba en la vida, y yo abandoné la biblioteca para siempre. Ignoro si el manuscrito sigue allí pero, curiosamente, la extraña frase no me ha abandonado. La memoria es así: en ocasiones reduce hechos importantes a recuerdos fragmentarios, y de otros que juzgamos irrelevantes a veces conservamos una imagen nítida. En mi caso, quizás intuí oscuramente que esa frase prefiguraba de algún modo mi futuro. Ahora, tras estos años, creo haberla comprendido.

Al principio solo pude atribuirle un valor retórico: la existencia de actos que corrompen la sociedad, y de individuos que los ejecutan, nos permiten valorar, por contraposición, la importancia de la ley y el orden. Aunque la frase volvía a mí en ocasiones (ya lo he dicho) no pude darle otro sentido… A menos que la banal crónica cotidiana que la precedía hubiera sido el monótono recurso de su autor para expresar un disimulado desprecio por la sociedad.

Hoy, en parte a resultas de los acontecimientos aludidos, hago mías esas palabras en todo su real, terrible y grandioso sentido —aunque sé que no me servirá de nada. Permítaseme explicarme. Hobbes ha escrito que toda religión es superstición para quien la ve desde fuera. Yo extiendo ese dictamen a toda convención social. El hecho aparente de que un árabe escribiera en latín en la época de las Cruzadas puede parecer una consecuencia indirecta del choque de culturas generado por aquella empresa magna y atroz… Pero lo que para muchos es un hecho evidente, para unos pocos puede revelar algo muy distinto. Rabid Ibn Rahab (o la persona oculta bajo ese nombre) fue —ahora lo adivino, ahora lo comprendo…, ahora que soy otro— un libertario. Un renegado de ambos mundos, para quien todo compromiso heredado es un yugo, que la sociedad no deja de imponer con su letanía de leyes, dogmas y preceptos que hacen nuestra vida monótona y predecible. De ahí que su destrucción, su corrupción, sea el único medio de salvar al hombre. 
 

Pero la sociedad no lo ignora y, pese a su aparente calma, está secretamente prevenida. No tienen los recién llegados, los que nacen cada día, posibilidad de elegir: se les adiestra, de modo insistente e imperceptible, con el mordaz instrumento de la educación. No está permitido discordar: los principios que acatarás hasta hacerlos tuyos no están sujetos a revisión, desde la lengua que hablas y con la que piensas, cuanto debes y no debes hacer, lo que podrás oír y decir, hasta la concepción del mundo, de Dios y de ti mismo que te es inculcada. Supuestas verdades innegables que te rodean y disimuladamente te acosan desde doquiera que mires. Tan eficaz es el cepo que el propio corruptor, salvo que sea muy aguzado, no escapará del todo. Hasta tal punto lo ha absorbido la maquinaria que cree odiar sin concesión. Por eso, cuando, a contracorriente de su aplastante influjo, un grupo llega a rebelarse para destruir un orden, al cabo es solo para imponer otro. Quienes, erigidos en nuevos adalides, dicen educar al pueblo, a los nuevos ciudadanos, para la libertad, se engañan, y engañan a los que los oyen. Tachando de infames a quienes persisten en la disidencia, pretenden ocultar, incluso para ellos mismos, que hay que seguir adelante, que no hay mayor redentor de la sociedad que su propio corruptor.

No hablo, naturalmente, de los que roban, violan o matan... Esas miserables víctimas de la opresión no actúan contra el aparato social sino contra las personas y contra su libertad de llevar sus vidas por el rumbo que elijan. Como los manipuladores del poder, ellos son también degenerados productos de la sociedad, y aun su instrumento, ya que le dan la perfecta excusa para sus mecanismos represivos. No. Hablo de las mentes preclaras que descreen de principios absolutos, que reniegan de imposiciones, que discrepan de la sociedad a favor del hombre, cuyas obras son prohibidas, destruidas…, y sus autores condenados. Porque no hay escapatoria fácil: no existe (hoy menos que cuando Rahab escribió su sentencia) lugar alguno donde puedan refugiarse los renegados. Pero no esperen los falsos iluminados predicadores de religiones e ideologías, caducas o nuevas, la Gloria. Esta espera a los disconformes, a los detractores…, a los réprobos. Para aquellos es esa gloria con minúscula que les tributan los hombres desde su educada ignorancia. La otra, la verdadera, no aguarda, no puede aguardar, a ningún defensor de normas y mandamientos.

No sé cuántos de quienes lean estas páginas, si llegan a otras manos, las entiendan. Porque los tentáculos de la educación alcanzan los íntimos recodos de la conciencia, aprisionando los engranajes del pensamiento. Pero si logras zafarte, improbable lector, y tomas la decisión de no seguir las reglas del juego que ya no aceptarás, si optas por la destrucción del edificio que algún día, espero, llegará a derrumbarse, debes saber que no te aguarda un camino fácil. Que padecerás en tu cuerpo y en tu ánimo las consecuencias de tus acciones. Que serás despreciado y maldecido…

   
Texto anónimo hallado en la prisión de Vincennes en el año 1826. 



[Imágenes superior e inferior respectivamente cortesía de Luc Parret y Jan Marczuk, Pixabay. Imagen central: grabado de T. J. H. Hoffbauer (1839–1922)] 

Una versión previa apareció originalmente en Falso Cuaderno (revista literaria) nº 6, Caracas, Venezuela

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