jueves, 6 de octubre de 2022

SOLDADO

 

I don’t wanna be a soldier momma, I don’t wanna die

―John Lennon

 

… or kill

  

I 

 

Como a tantos, en la escuela le habían enseñado a amar a la Patria. Y, como algunos, cuando tuvo edad se alistó en el ejército. La paga no era demasiado buena, pero tampoco del todo mala; y para un muchacho que busca qué hacer con su vida mientras no se le ocurren otras opciones, el Ejército le ofrecía una ocupación, algún dinero para gastar los días libres, un cierto atractivo para las chicas, por lo que había visto…, y hasta un retiro honorable, aunque esto último era en lo que menos pensaba en ese momento. También aprendería cosas como geografía, estrategia, algo de historia… Desde luego, manejo de armas, de algunos aparatos, puede que de vehículos pesados y, con algo de suerte, quizás hasta un oficio que también le serviría fuera del Ejército. Aunque esa posibilidad tampoco lo motivaba especialmente porque, si le iba bien, podría seguir en el Ejército toda su vida… o hasta que fuera lo bastante viejo para retirarse, lo que sería dentro de mucho tiempo. La de militar era una profesión respetada en todas partes. Sobre todo si ascendía a los rangos superiores. Entonces sería él quien diera las órdenes. O más bien quien las transmitiera desde niveles más altos, donde solo llegaban unos pocos. Aun así, siempre estaría sujeto al mando supremo, que era, por lo que sabía, el jefe del Estado. Pero mientras llegaran o no las posibilidades de ascenso, de momento solo una idea remota, no tendría que preocuparse por su futuro ya que no consistía en eso la profesión de soldado sino, como le habían inculcado, en servir a la Patria.

 

A cambio de los beneficios de pertenecer al Ejército, debía renunciar a la libertad de hacer lo que le viniera en gana como hasta ahora, aunque no es que estuviera haciendo gran cosa. Y poner su voluntad al servicio de un fin tan elevado tampoco le molestaba demasiado, principalmente porque le evitaba la angustiosa tarea de decidir qué hacer con su vida. Así pues, que otros más sabios que él decidieran. Estaba felizmente dispuesto a no cuestionar y ni siquiera plantearse el propósito o el sentido de las órdenes que recibiera. Su función no era pensar sino hacer. Debía convertirse en un instrumento, y un instrumento eficaz, al servicio de quienes dirigen los destinos del país.

 

La primera prueba de su compromiso con unos objetivos de tal trascendencia era la pérdida de su individualidad… aunque él no lo habría dicho de esa manera. Es verdad que desde el momento de ingresar al Ejército tuvo que decir adiós a las ropas que vestía, a su modo de peinarse, o de no hacerlo, a ir adonde quisiera, a vaguear ocasionalmente o todo el día, y hasta a su modo de moverse y su postura corporal. Y acostumbrarse a hablar solo cuando le dieran permiso. Pero, en realidad, solo estaba dejando atrás una etapa: cosas sin importancia como las que hacían otros muchachos de su edad. Desde ahora, mismo corte de pelo, misma pulcra apariencia, mismo pormenorizado horario cada día, mismos modales, mismas tareas que sus nuevos compañeros ―salvo, claro está, que sus superiores le ordenaran otra cosa en algún momento. Su nueva vida sería simplemente la marca de su pertenencia a otro grupo, un grupo diferente, un grupo de élite, podría decirse.

 

Pronto se vio inmerso en esa nueva vida. Una que lo absorbía por completo, más llena de entrenamientos, prácticas, tareas y cosas que hacer de lo que podía haber imaginado. Días que le llegaban planificados al detalle, sin un instante de ocio, sin tiempo de aburrirse o de pensar. Noches para dormir sin tiempo de soñar, sin más duración que la justa para recuperar fuerzas para el día siguiente. Los escasos resquicios entre el flujo incesante de actividades le dejaban apenas tiempo de entender que ahora era una pieza mínima de un gigantesco engranaje del que no conocía las razones ni el propósito excepto su deber de obedecer, y tampoco debía ni quería conocerlos. Como era de esperar, ninguno de los compañeros de su contingente, piezas de engranaje como él, se distinguía de los demás, porque la misión de todos era, exclusivamente, una y la misma: cumplir con exactitud las órdenes recibidas sin pensar otra cosa que no fuera la mejor manera de cumplirlas. La misión del soldado, como no cesarían de repetirle durante toda su formación en el Ejército, es convertirse en el más puro instrumento al servicio de la Patria ―o de lo que sus superiores y, en última instancia, la jefatura del Estado (ya fuera una persona, un comité, o un organismo o institución política, no era asunto que le concerniera) determinaran que fuera la mejor manera de servir a la Patria.


Soldado (de sueldo: asalariado, pagado):

que sirve en la milicia (de militar, de miles: muchos) a los fines de la guerra

[Imagen cortesía de Oleg Mityukhin, Pixabay]

Continúa: Parte 2

SOLDADO (Parte 2)

 Viene de... Parte 1

  

II

 

            Y así, llegó el día en que recibió la orden de trasladarse junto con las demás tropas asignadas a los confines del país con el fin de realizar ejercicios militares en una nueva ubicación, que era, como siempre, la única novedad. Lo demás, los mismos o parecidos simulacros de ataque y defensa, de avances estratégicos, de retirada, reagrupación y recuperación del territorio, de mantenimiento de las posiciones ocupadas. Operaciones conjuntas con el apoyo de los diversos cuerpos: aviación, artillería, marina… En esta ocasión los ejercicios se prolongaron más que en las anteriores y, llegado un momento, se recibió la orden de traspasar la línea claramente delineada en los mapas, pero del todo inexistente en el terreno, que marcaba el límite de la jurisdicción de la Patria. Sin dudarlo, cumplió por su parte la orden recibida y pronto estuvo junto con su batallón del otro lado de la línea imaginaria. Durante días avanzaron, obedeciendo órdenes, en la dirección indicada por los mapas y los aparatos de posicionamiento. Cuanto alcanzaba a ver en todas direcciones no se diferenciaba de los deshabitados parajes donde habían empezado los ejercicios militares. Tal vez más adelante cambiara la forma del terreno o la vegetación, o llegara a notar alguna diferencia en el clima…, pero por los momentos nadie podría haber dicho que estuvieran en otro lugar.

 

Les habían advertido que todo poblado o grupo humano que encontraran desde ahora era enemigo, y que nada debía detener su avance. Debían no solo vencer toda resistencia del adversario, al que verían pronto o tal vez no, ya que las guerras modernas se libran principalmente a golpes de misiles, bombardeos de precisión y artillería desde lugares cada vez más alejados, mucho antes de que las tropas lleguen a ocupar físicamente los centros del país enemigo. También debían cuidarse de posibles ataques de la población civil, que podría ser hostil a su avance. Aunque, claro está, ellos no eran un ejército de ocupación sino de liberación, como habían dicho sus superiores.

 

Desde entonces los disparos de proyectiles, fuegos de artillería y descargas de ametralladoras que habían estado lanzando a un enemigo tan imaginario como la línea fronteriza de los mapas, empezaron a apuntar a objetivos reales, la mayoría de las veces lejanos e invisibles, pero que solían responder el fuego y con los que de vez en cuando tropezaban en el terreno. Enfrentamientos unas veces cuidadosamente calculados, otras inesperados, otras venidos de lejos, como la mayoría de los ataques que ellos realizaban, señalados por el silbido premonitor de bombas y misiles. Siempre cargados de rugidos ensordecedores que ahogaban los sonidos de los vehículos e instrumentos mecánicos y de los dispositivos electrónicos, y que se mezclaban con voces humanas y órdenes gritadas por los aparatos o de viva voz, a veces acompañadas de estallidos cercanos y trozos de cosas que volaban en todas direcciones. Entre el ruido de disparos y explosiones, el humo y la metralla, sufrieron algunas pérdidas de equipos y pertrechos, y también humanas. Vio morir, a veces de golpe y sin que llegaran a darse cuenta, a veces lentamente, entre espantosos gritos o exangües gemidos de dolor, a algunos de sus compañeros, enteros o con el cuerpo destrozado, muchos de su misma edad que, como él, tenían a sus padres y acaso hermanos o hermanas en la Patria que habían dejado atrás. Tras la batalla, durante los organizados descansos en medio del amplio espacio vacío que no parecía pertenecer a nadie, cruzado por algún río o carreteras que nunca eran de fiar, a veces recibían noticias del avance de su ejército en algunas posiciones, y de retroceso en otras. Según las órdenes, se trasladaban, permanecían a la espera, se internaban en la dirección indicada, lanzaban misiles o realizaban movimientos estratégicos para respaldar a otros batallones, a los que generalmente no veían. Los combates, al principio espaciados por días de tensa inercia, se fueron haciendo más frecuentes. Las órdenes se tornaron más estrictas y las acciones más persistentes, más brutales. A veces debían avanzar a toda velocidad y a toda costa, a pesar de la resistencia, organizada u ocasional, que encontraran. Junto con sus compañeros bombardeó, ametralló, acribilló y tomó posiciones, vías, materiales e instalaciones. Aplastaban la resistencia a su paso destruyendo y arrasando. Dado que la posesión de los centros poblados, grandes o pequeños, era lo que mejor marcaba el dominio del terreno ―aunque hasta ahora solo habían pasado por pequeños pueblos en dirección a las grandes ciudades, aún lejanas― el control de los lugares habitados y el desmantelamiento de toda resistencia para los contingentes que vendrían detrás eran vitales para el objetivo de la guerra.

 

Cada vez más tuvieron que luchar­ no solo contra­ las tropas enemigas sino también contra civiles armados que aparecían de improviso de entre los árboles o surgían de escondrijos tras las rocas al borde del camino o al girar un recodo. Partidas que realizaban sabotajes y ataques por sorpresa, que podían ser mortales, aunque ellos se mantenían en estado de alerta. Al llegar a cada nueva población era común que recibieran disparos desde las casas o graneros. Cuando capturaban a esos combatientes improvisados, la mayoría se negaba a decir lo que sabían del ejército enemigo o de los grupos de resistencia, incluso después de grandes presiones, que ellos nunca llamaban tortura. Para hacerles hablar había que amenazar a sus familias, herir, mutilar o matar a los suyos, violar a sus mujeres y a sus hijas. Con el tiempo, estos procedimientos se hicieron habituales, porque con frecuencia daban resultado. Para evitar represalias se hizo necesario ejecutar a los más rebeldes que pudieran después vengarse o reagruparse tras su paso. Al final, acabaron por matar a casi todos los que pudieran combatir, hombres o mujeres, ya que debían protegerse las espaldas y era mejor estar seguros de no dejar detrás posibles focos de resistencia. En las últimas poblaciones que encontraban disparaban a los hombres sin preguntar y luego violaban a las mujeres, sin tener que preocuparse ya por sus maridos. No todos sus compañeros hacían esas cosas, pero sí muchos. Tampoco todos los oficiales, aunque algunos las permitían, y los había que se unían al resto del batallón. Claramente, no había una política al respecto. Era un pequeño espacio de libertad donde cada quien podía hacer lo que quisiera. Era la guerra. En momentos así se acordaba de su madre y de su hermana, de su padre, y no podía evitar verlos en el vano forcejeo de un hombre bajo una fuerza grupal desproporcionada, en la mirada perdida o enloquecida de las mujeres, como si no pudieran comprender lo que les estaba pasando. Ante la vergüenza y la indignación en el rostro de una mujer sometida por unos muchachos que podrían haber sido sus hijos, se la imaginó como sería apenas unos días antes, lejos de aquel brete, al lado de un marido atento, como recordaba a sus padres. Tras vencer la escasa oposición de esos campesinos, las muchachas que aún no habían sido violadas eran presa fácil de algún grupo que terminaba de arrancarles las ropas y abusar de ellas hasta el cansancio, entre sus inútiles gestos de resistencia y sus gritos. Otras quedaban inánimes, calladas, con la vista fija y ausente, del todo vulnerables. A veces, después las mataban también a ellas. Así, al menos dejaban de sufrir, ya sin padres ni hermanos, sin algún posible enamorado, para entonces probablemente muerto… Él se mantenía al margen. En los breves momentos en que se permitía pensar, pensaba que no se había alistado para eso. Por su parte, prefería acercarse a una chica despacio, dejando transcurrir el tiempo para enamorarse y enamorarla. Una chica que le sonriera, que se divirtiera con él y quisiera estar a su lado. Que lo aceptara y lo acariciara suavemente. No que se revolviera bajo su empuje brutal, golpeada y sostenida por multitud de otras manos. Cuando las cuadrillas entraban en las casas, él se apartaba a un extremo del poblado, lejos de los gritos de las víctimas y las risotadas de los perpetradores, a quienes no veía entonces como sus compañeros. Se iba a vigilar de cualquier posible ataque, a la espera de órdenes, cualesquiera que fuesen. No era su deber pensar. Debía ser un buen soldado.

 


En ocasiones, al salir del que hasta entonces habría sido un pueblo trabajador y apacible, con el fragor de los disparos y las explosiones persistiendo aún en los oídos y el crepitar de las llamas que salía de alguna ventana rota, oía el llanto solitario de un niño o una anciana junto a un cuerpo inerte, cerca del cráter de una granada o de una pared con enormes agujeros de balas. A diferencia del límite artificial que habían cruzado tiempo atrás, el paso de la tropa marcaba una divisoria real entre dos mundos. El paisaje aplastado y humeante de un gris apagado a sus espaldas contrastaba con el verdor de los campos en la dirección de su avance. Al mirar atrás le parecía estar viendo una vieja película en blanco y negro, como las que hacía una eternidad solía ver con su padre, sentados frente al televisor los fines de semana, esas noches en que se acostaban tan tarde que casi les sorprendía el primer resplandor del sol en la ventana, si no se quedaban dormidos en el saloncito de la casa, hasta que a su padre lo despertaba el suave deambular de su madre, y a él el olor del café recién hecho o la cercanía del juego de su hermana. Ahora su propio paso era la frontera móvil entre un blanco y negro de muerte y abandono y la variedad de verdes que le eran familiares desde niño. Al mirar al frente se veía en los veranos jugando frente a la ventana de la cocina donde su madre preparaba la comida mientras esperaban que su padre volviera del trabajo, y casi llegaba a sentir el aroma familiar que se anticipaba a la voz de ella, hasta que, después de la tercera o cuarta llamada, acudía por fin, perezoso, a sentarse con su hermana en la mesa… Verdes que armonizaban de forma natural con las casas y las gentes de los poblados que encontraban, que corrían a ocultarse o a dispararles desde sus escondites, motivando una vez más su respuesta implacable, obligándoles, como les habían enseñado, a destrozar casas y graneros, a aplastar vehículos, máquinas y aperos, a desgarrar a sus gentes, a no dejar intacto nada que pudiera aprovechar el enemigo… Sí, la dicotomía cromática del paisaje marcaba su orientación mejor que cualquier mapa, tornando inútiles las maniobras de los lugareños por arrancar o cambiar de sitio las señales de las carreteras, con la vana esperanza de confundir su avance.

 

En las arengas que recibían, que se fueron haciendo cada vez más espaciadas, les informaron escuetamente que la ocupación no marchaba del todo como estaba previsto, y que pronto recibirían municiones y refuerzos. El enemigo, al parecer, había hecho retroceder a su ejército en varias posiciones. Es posible que hubieran de intensificar los ataques y que los mandos superiores dieran la orden de emplear armas más destructivas. Debían protegerse, con los equipos especiales que tenían y otros mejorados que venían en camino, de las armas más avanzadas que probablemente usaría también el enemigo, tan letales como las suyas. Él sabía que esas armas, quienquiera que las usara, acabarían con la guerra, extendiéndose como una nube invisible que lo envuelve todo.

 

[Imagen cortesía de Ivan Ilijas, Pixabay]

 Continúa: Parte 3 (Final)

 

SOLDADO (Parte 3 – Final)

Viene de... Parte 2


La dignidad humana se fundamenta en la facultad del ser racional

 de decidir sobre sus propios actos,

no ser un mero instrumento al servicio de otros.

 

(Immanuel Kant)

 

III 

 

Se dirigió como otras veces, abrazando el fusil automático, al extremo del poblado, lejos de los demás soldados y de lo que fuera que estuvieran haciendo con los habitantes que habían capturado en las casas que aún quedaban en pie. Su siguiente recuerdo era el de incorporarse con torpeza a unos metros de una valla destruida, cerca de la hondonada que logró ver al cabo de un rato entre el intenso polvo, y que no creyó que hubiera estado allí antes, ya que debió de haber atravesado la calle por aquel lugar. Respirando entrecortadamente, se miró brazos y piernas y se palpó el cuerpo entumecido. No tenía heridas aparentes. Tras tropezar con varios cuerpos en su regreso medio a ciegas a través del polvo, comprendió que el silencio que creía percibir bajo el pitido constante en sus oídos no se debía a su parcial sordera. Alcanzó el centro del pueblo donde habían establecido la base principal de observación. Entre los restos de un vehículo todavía reconocible encontró un traje protector. Se lo puso con dificultad mientras seguía buscando, casi mecánicamente, alguna señal de vida. Al cabo de un rato halló un aparato transceptor que aún funcionaba. Con los dedos todavía entumecidos estuvo largo rato manipulando el equipo como le habían enseñado a hacer en caso de emergencia, pero solo captó un intenso ruido de fondo, incluso en las frecuencias codificadas, en las especiales y hasta en las reservadas para las comunicaciones con el alto mando. Se aseguró de ello en el manual de operación, que pudo consultar sin restricciones y sin una orden especial que ahora nadie podía darle. Mientras repetía una y otra vez las llamadas de auxilio cifradas y los inútiles rastreos, tras la visera del casco hermético pudo observar como se depositaba lentamente el polvo a su alrededor hasta que el aire fue de una transparencia inusitada. Cubierta de una curiosa pátina de tenue brillo contempló una escena que no supo reconocer, entre unas pocas paredes derribadas de las que antes habrían sido casas y los hierros retorcidos de tractores y de vehículos militares. Más allá, campos de cultivo arrasados a los que la pátina brillante que cubría los objetos cercanos no parecía haber llegado, o donde quizás tenía un efecto diferente. Aquí y allí, cubiertos del extraño polvo, restos humanos desperdigados, igualados en la muerte que hacía indistinguibles a hombres y mujeres, jóvenes o viejos, civiles y soldados.   

 

*  *  *

 

Estaba descubriendo que ante una situación nunca vivida con anterioridad la mente es propensa a divagar entre la experiencia y el sueño, lo conocido, lo pensado, lo captado a medias y lo meramente imaginado. Se hallaba con los amigos aquella vez que fueron al museo de ciencias, cuando su compañera le tiró del brazo con un guiño para que se desviaran a la exposición de pinturas que anunciaba un cartel del museo de arte anexo. Más atento al roce de su mano y a la suave línea del talle de su amiga que a las imágenes que llamaron la atención de ella y que él recordaba solo vagamente, apenas paseó la mirada por los cuadros que la chica contemplaba mientras él disimuladamente la contemplaba a ella. De haber prestado mayor atención a la muestra, y pese al abismo existente entre la creación artística y la ominosa realidad que sus ojos presenciaban ahora tras el visor del traje, habría podido comparar la pesada oscuridad del cielo, de un indescriptible color marrón que lo impregnaba todo y que reverberaba con un destello innatural sobre el extraño polvo de los objetos cercanos, con la perturbadora claridad de El imperio de las luces, donde una surreal luz diurna que no procede de ningún lugar baña los objetos en medio de la noche. En cambio, recordaba mucho mejor el ejemplar de espato de Islandia que vio después en el demorado museo de ciencias y que le fascinó tanto. La llamada piedra solar con que los vikingos se orientaban en la difusa claridad de los días nublados, descifrando la luz polarizada del sol a través de la densa atmósfera superior de un modo que él no llegó a comprender muy bien, y que los antiguos dominaban sin conocer la base científica de su primitiva técnica de observación. Pero él no tenía una piedra solar. Ni tan siquiera una brújula común y ­­corriente para orientarse bajo el espeso manto del cielo que, como una pesada losa, sumía el espacio circundante en un sucio y persistente crepúsculo…. Se llevó la mano inconscientemente al bolsillo, solo para tropezar a través del hermético guante con el tejido kevlar del traje. Hubiera querido tener la brújula que llevaba su padre cuando salían de excursión durante las vacaciones. Pero, como solían bromear en aquellos días, él pertenecía a la era de los sistemas informáticos, de la radionavegación por satélite y de la energía termonuclear. Y ahora se hallaba solo, perdido con un dispositivo de geolocalización inservible desde no sabía cuándo, sin una sencilla brújula y aun sin reloj, porque los receptores del traje y su pulsera multifunción también habían dejado de funcionar.

 


            A fuerza de no poder distinguir el día de la noche en medio de aquel difuso espacio de oscuridad diurna o claridad nocturna que se extendía en todas direcciones, y sin otro sentido del tiempo que su cansancio y su ya mermada provisión de agua, se orientó de la única forma que podía hacerlo: todavía alcanzaba a ver a su espalda los grises restos empequeñecidos del último poblado por el que había pasado con la tropa. Al frente, una carretera que parecía no tener fin, flanqueada por el desvaído campo abierto en cuya cercanía aún podía discernir unos difuminados tonos verdes bajo el indefinible color del cielo.

 

Desde que dejó de sentir el zumbido en sus oídos, no sabía si hacía días o solo horas, tampoco oía sonido alguno en la amplia extensión que lo rodeaba. Ni el desconsolador grito de un pájaro. Lo atribuyó al casco del traje protector. Dijo algo en voz alta para comprobar si aún oía, y enseguida olvidó la palabra que había pronunciado. Para asegurarse de no haberlo imaginado dijo algo más, que olvidó igualmente. Al cabo de un tiempo imprecisable, en el que anduvo casi sin percibir sus pies, se preguntó si encontraría a alguien antes de que se viciara del todo el aire en el interior del traje, y qué haría esa persona al verlo. Tal vez sería mejor abandonar sus armas, que aún llevaba como buen soldado. Pensándolo bien, quizás debería también quitarse el traje. Con todos los indicadores dañados no sabía si todavía funcionaba el sistema biorregulador a su espalda, o si la nube que pesaba como una gigantesca manta sobre su cabeza ya le había afectado. Desconocía hasta dónde llegaba esa cosa sucia en la que se había convertido el cielo. Sabía que seguiría extendiéndose, y que duraría mucho, mucho más que cualquier ser viviente que se encontrara bajo ella. Pensó en su madre. Recordó la contagiosa risa de su hermana, y no supo si deseó que ya hubieran muerto. Se quitó el traje protector tan trabajosamente como se lo había puesto, con una creciente mezcla de decepción y hastío, y lo arrojó en medio del camino. Al hacerlo, vio las armas que había tirado antes y se sorprendió de que estuvieran tan lejos. Pensó que ahora no había enemigos. Si había alguien más, serían todos supervivientes. Siguió andando sin saber a dónde. Miró en la lejanía el ancho espacio de nauseabunda oscuridad marrón salpicada por los inexplicables destellos del polvo que cubría la carretera, y se preguntó cuánto tiempo le quedaba.

[Imagen cortesía de Rick Roberson, Pixabay