martes, 8 de diciembre de 2020

CUESTIONES POLÍTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (2)

Viene de... Cuestiones políticas (1)

 

OLEADAS Y CONTROL DE LA PANDEMIA

 

Las vicisitudes que amenazan nuestra existencia, tanto personal como de la especie, son de diversa naturaleza: desde enfermedades a catástrofes geológicas o cósmicas, e incluso nosotros podemos ser la causa de nuestra propia extinción; por lo que las prevenciones y precauciones que adoptemos para sobrevivir durante el tiempo que dictaminen los telómeros de nuestros cromosomas (por lo que hasta ahora sabemos del proceso de envejecimiento) habrán de ser necesariamente distintas según las circunstancias.

 

Las pandemias suelen presentarse en «oleadas»: dado que el microorganismo nocivo se extiende con el transcurso del tiempo, al relajarse las medidas de protección tras su primer alentador efecto se facilitan los contagios simplemente porque ahora hay más patógenos en el ambiente y quizás también en forma latente en más sujetos. Sucedió en el pasado con otras pandemias: la llamada «gripe española» de 1918 (la pandemia más letal del siglo XX, causada por el virus de la influenza A-H1N1) conoció una segunda oleada ese mismo año en la que se calcula que murió el 75% del total de víctimas. Hoy, el coronavirus causante de la COVID-19 ha superado en su segunda ola el número de contagios y de muertes de la primera en muchos países ―y muchas organizaciones sanitarias ya hablan de una tercera ola aún antes de terminar la segunda. La novedad es que ante el primer rebrote a unos seis meses de su aparición, los servicios sanitarios están, en general, mejor preparados, tanto en los métodos de detección como en recursos (y, desde luego, infinitamente mejor preparados de lo que estaba el mundo en 1918). Aun así, para finales de noviembre el creciente número de infectados ascendía a más de 65 millones, y el total de muertes superaba el millón y medio de personas (por contra, para esa misma fecha podemos afortunadamente hablar de unos 42 millones de enfermos recuperados). El temido repunte, que ya se pronosticaba unos meses antes, y la magnitud de la incipiente tercera oleada, consecuencia de la relajación de las medidas de protección por parte de algunos durante las Navidades, ha obligado a muchos gobiernos a incrementar los controles, a veces de manera drástica, sobre la movilidad y las reuniones ciudadanas, incluso a costa de la reactivación, que ya se hace necesaria, de las actividades económicas.

 

El anuncio de la pronta obtención de al menos tres vacunas ―un innegable logro de la biotecnología, que nos pone muy por encima de épocas pasadas en nuestra probada capacidad de lucha contra las enfermedades― más otras en proceso de investigación (más de 160, según la OMS: La carrera por una vacuna contra la COVID-19), de momento será un factor adicional que contribuirá a relajar las precauciones bajo una súbita pero falsa sensación de seguridad. Es importante advertir que todavía transcurrirán un mínimo de cuatro a seis meses mientras las vacunas se fabrican en cantidades suficientes, se distribuyen y se administran por fases (previsiblemente dos dosis) según estratos poblacionales, empezando, naturalmente, por los más vulnerables, hasta alcanzar en todos los países una inmunidad colectiva, llamada vulgarmente «inmunidad de rebaño», que interrumpa la cadena de transmisión del virus. Este es un valor estadístico que depende de variables como la tasa de transmisión del patógeno en condiciones «normales» de contagio y el nivel de eficacia de la vacuna que se aplique. Aceptando los valores cercanos a un 90% de eficacia para las ya anunciadas, se calcula que para alcanzar una inmunidad colectiva razonable frente a la COVID-19 habrá de vacunarse entre un 65 y un 70% de la población. Al menos hasta entonces, el mantenimiento de las medidas de protección (principalmente uso de mascarilla, lavado frecuente de manos, distanciamiento físico…) sigue siendo indispensable si queremos evitar que el número de víctimas siga creciendo en forma alarmante. Además, no está clara la duración de la inmunidad que impartan las vacunas, según los grupos de edad o el estado general de salud, o si habrá limitantes a largo plazo dependientes del sexo, la edad, actividad u otros factores.

 

Y, por supuesto, la gran pregunta acerca de estas vacunas es si son seguras. Desde su invención por Edward Jenner en 1796, cada año se ponen millones de vacunas en todo el mundo, y se ha acumulado mucho conocimiento sobre modos de actuación, efectividad, reacciones, efectos adversos… Estos actualmente son muy raros, del orden de 1 por cientos de miles o incluso millones de dosis aplicadas, y se sigue investigando para su supresión total. Como resultado, hoy día las vacunas son los medicamentos más seguros que existen, que han salvado y siguen salvando millones de vidas (de dos a tres millones cada año, según la Alianza para la Vacunación, GAVI). Las dudas de algunos, sobre las vacunas en general y sobre las recién obtenidas contra el virus SARS-CoV-2, obedecen a falta de información (ver La seguridad de las vacunas), que deberían proporcionar los gobiernos. A menudo se olvida que una correcta información no solo es un derecho de la ciudadanía, sino que una población bien informada está siempre mejor capacitada para tomar decisiones acertadas ―lo que, claro está, no siempre conviene a los gobiernos.  

 

Si todo conlleva un riesgo, es claro que el de vacunarse es insignificante en comparación con el beneficio estadísticamente abrumador de no enfermar. Vacunarse es un lance en el que las ventajas superan ampliamente los riesgos.


 

 Continúa: Cuestiones políticas (3)

miércoles, 7 de octubre de 2020

CUESTIONES POLÍTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (1)

 Viene de... Cuestiones éticas (4)

 

EL ESTADO EN DEFENSA DEL CIUDADANO

 

La cuestión de si el Estado tiene derecho a imponer restricciones, y cuáles, a la libertad de los ciudadanos no se plantea en los regímenes autoritarios, en los que se educa a la gente para obedecer, sino en los sistemas democráticos (cualquiera que sea la forma que estos asuman en la práctica), donde la autoridad se ejerce por delegación dentro de un Estado de derecho. Este concepto implica que la autoridad debe limitarse a su mínima expresión y tener como objeto el mantenimiento del orden consensuado orientado a defender los derechos fundamentales, como la libertad y la dignidad humanas, la igualdad ante la ley y la consecución del bien común, entre otros.          

 

En un Estado ideal (lo que puede ser un oxímoron para algunos, si no una contradicción de términos para quienes descreen, por principio, de todo sistema de gobierno) no sería necesario imponer restricciones a nadie para un propósito tan elemental como la protección de la vida de la gente. Pero un Estado ideal estaría formado, presumiblemente, por ciudadanos ideales —dado que aquél es creación y producto de estos— y, de darse esta condición, a decir de las corrientes de pensamiento anarquista (sobre lo que volveremos más adelante), la institución del Estado no sería necesaria. Ante quienes en estos momentos reclaman su derecho individual a adoptar las medidas que estimen convenientes para afrontar la pandemia, se puede ser idealista pero no ingenuo: dejar la decisión de la propia conducta social al arbitrio de cada ciudadano tendría resultados tan variables como diverso sea el grado de madurez política y social de cada uno…, por no hablar de intereses personales o de grupos. Ya tenemos un claro ejemplo de esto, a nivel de países y comunidades, en las posiciones adoptadas por algunos dirigentes cuya prioridad no ha sido precisamente la salud de la población…, con resultados nefastos a gran escala. En el plano individual, hay que reconocer que la mayoría de la gente hace o deja de hacer las cosas solo si hay una ley que les obligue; y no por oposición ideológica al poder del Estado ni por principios de propia autonomía, sino por intereses particulares, falta de empatía o simplemente por saltarse las normas (o, mucho peor, porque están habituados a obedecer, aun cuando hayan vivido toda su vida en un régimen democrático sobre lo que también volveremos más adelante). Son muchas y muy variadas las motivaciones humanas. Pero la verdad es que las personas dispuestas a guiar su conducta por criterios objetivos, cualesquiera que sean sus deseos, intereses o costumbres, son en realidad muy pocas. Prescindir de la intervención del Estado en la vida pública solo será viable, si se llega a ello algún día, a través de una educación ciudadana crítica de carácter responsable, objetivo y social, no egoísta. Por lo tanto, en los actuales momentos lo único que puede garantizar —de hecho, debe garantizar— la seguridad de los más vulnerables es el Estado.

 

En la búsqueda del bien común, a menudo se tropieza con intereses contrapuestos, que llevan a establecer valoraciones comparativas. Esta pandemia, que ha obligado a extensos confinamientos de la población, ha puesto de relieve la tensión entre salud y economía (¿Salud o economía?), así como entre salud y educación y, en general, cualquier interacción social directa. A falta de mejores recursos médicos y preventivos, el aislamiento y la distancia social han demostrado ser las medidas más efectivas para detener la expansión del virus, por lo que la restricción de la movilidad, por inconveniente e indeseable que pueda resultar, es la opción a seguir cuando lo que está en juego es la supervivencia. De ahí que haya sido necesario, y siga siéndolo, reducir las actividades económicas y sociales en momentos en que la transmisión de la enfermedad, por diversas causas (entre ellas, notables faltas de atención al distanciamiento social), experimenta un notable rebrote en muchos países. Ya se hablaba de una «segunda oleada» mundial cuando a finales de septiembre el número de infectados superó los 30 millones, y las muertes han sobrepasado el millón en todo el mundo. Conviene recordar que un confinamiento estricto, como el que en un principio impusieron España e Italia, por ejemplo, durante un tiempo relativamente breve, es más eficaz en la lucha contra la pandemia —otra cosa es lo bien o mal que se maneje la situación una vez aminorados los contagios— que la propuesta «convivencia» del virus con la economía mientras se desarrollan, o se espera desarrollar, los recursos para combatir la enfermedad. Opción esta cargada de incertidumbre que, lejos de contener la difusión del virus, la favorece, como sucede en Estados Unidos y Brasil, países que desde hace ya tiempo se han destacado por encabezar, con mucho, las mayores cifras de contagios y de muertes a nivel mundial. Una decisión marcada por la economía que, además, es un espejismo para la economía misma, ya que no solo impone un mayor gasto sanitario por el elevado número de contagios —y de muertes— que se siguen produciendo, sino que, a la larga, tiende a frenar al propio aparato productivo, por el hecho obvio de que la enfermedad que afecta a los agentes económicos —que somos todos— termina por afectar inevitablemente a las actividades sociales y económicas (Economía contra confinamiento).

 

La función del gobierno, si alguna ha de tener distinta del sometimiento de unos para beneficio de otros, es la de administrar para el bien común. Esa ecuanimidad implica, en no pocas ocasiones, defender a los más vulnerables —lo que ya sabemos que no siempre se hace. Por costosas que sean las consecuencias de una economía suspendida o reducida a un mínimo, cuando la alternativa es la desaparición de la población —empezando, claro está, por los sectores de mayor riesgo: en este caso las personas de edad avanzada o con patologías previas, y aquellas con menos acceso a los recursos sanitarios—, la restricción de las actividades sociales resulta la única medida aceptable mientras se avanzan las investigaciones médicas y sanitarias.

 

El momento es tristemente propicio para que los votantes con conciencia social se planteen seriamente la eficacia de ciertas políticas y la idoneidad de determinados estilos de dirigencia para el conjunto de la población. 

 

 Continúa: Cuestiones políticas (2)

 

martes, 11 de agosto de 2020

EL FARO (Reseña cinematográfica)


 

 

 

 

 

 

 

The Lighthouse (2019)  

Director: Robert Eggers

Guion: Robert y Max Eggers

 

Un lugar extremo y apartado del mundo (un faro). Dos hombres solitarios. El joven que —descubriremos— huye de un pasado turbio, y el viejo que, tras un pasado también turbio, se ha instalado en una rutina de años que hace su vida llevadera. Obligados por las consecuencias de su propia decisión a compartir una soledad autoimpuesta, desconfían uno del otro, se vigilan mutuamente, se acechan. El viejo parece estar siempre detrás del joven, conociendo cada movimiento. Dirigiéndolo. El joven espía al viejo con ávida curiosidad. A ratos confraternizan, pareciendo olvidar su relación jerárquicamente desigual, que se impone una y otra vez. Intuimos que, de algún modo, ambos son o prefiguran uno mismo.

 

Esa intuición cobra realidad a través del simbolismo de los nombres, que se revela ya avanzada la trama: es tal el deseo de ser otro, de ocultarse de sí mismo, que uno de ellos ha adoptado el nombre de otro hombre, ya muerto. En la hora de las confidencias desaparece el pseudónimo y se muestra la identidad de los nombres de ambos habitantes del faro.

 

Obligados, esta vez por las circunstancias, o quizás por una causalidad supersticiosa que uno de ellos desdeña y que su rabia contenida le lleva a desafiar, su convivencia se prolonga más allá de lo que ambos desean y estarían dispuestos a soportar. La violencia de los elementos, el mar embravecido cuyas olas alcanzan adonde parece imposible, es un caótico reflejo del caos interior de quien quiere huir y no puede, y del otro caos sosegado de quien hace tiempo ha aprendido a huir de sí mismo. Un caos compartido que, para ser completo, participa por igual de la furia de la naturaleza y de la imaginación desatada, acaso compuesta por igual de hechos y de deseos, de realidad y fantasía, de la necesidad y la imposibilidad de escapar de una situación extrema, en sus dos vertientes: el mundo exterior incontrolable y la presencia inevitable del otro que es reflejo de uno mismo. Una situación que, intuimos, solo puede desembocar en desastre.  

 

El director y guionista (junto con su hermano Max) Robert Eggers nos ofrece este film rodado en blanco y negro —una forma de resaltar no solo la dualidad presente de varias maneras en la historia, entre dos tiempos de la vida de dos hombres que quizás sean uno solo, la confrontación de la naturaleza con el alma de los protagonistas, la realidad y la imaginación, ambas incontrolables— y en pantalla cuadrada, a la vez inquietante (por lo que oculta a la visión periférica) y con un sabor a cine clásico, con reminiscencias de Bergman e inevitables referencias a la literatura marítima (principalmente de Herman Melville). Un ambiente claustrofóbico donde la hostilidad de los elementos en los espacios abiertos hace preferir la hostilidad de los personajes en los espacios interiores. Un duelo interpretativo entre Willem Dafoe, veterano actor que ha encarnado desde villanos hasta personajes sublimes (como Jesucristo, bajo la dirección de Scorsese), y el joven pero en modo alguno novato Robert Pattinson, principalmente célebre por la serie Crepúsculo, que en ningún momento le va a zaga al maestro. La película destaca, además de por la magistral actuación de ambos protagonistas, por su logradísima ambientación, su cuidada atención a los detalles y esa inquietud que transmite desde el inicio y que hace esperar la aparición de la tragedia en cualquier momento. La historia es una clara alegoría de lo que es o lo que puede ser la vida, la soledad, la huida de uno mismo, la compleja relación con el otro.

 

No obstante, gran parte de la reflexión que suscita es posterior a su visión, y las reminiscencias iniciales de Bergman se quedan en la apariencia formal principalmente suscitada por el formato cuadrado en blanco y negro, la escasez de personajes y algunos acercamientos; es difícil evitar pensar que esos acercamientos pudieron aprovecharse para una mayor introspección de los caracteres, y que quizás la prolongación de las primeras imágenes no habría sido un punto excesiva si hubieran dado paso a un estudio más detallado de sus motivaciones internas (el desvelamiento de la pseudoidentidad que hemos mencionado llega ya muy avanzada la cinta). Carencias que podrían haber dado al traste con la obra, que a lo largo de la trama parece centrarse más en lo anecdótico que en la exploración personal o en el descubrimiento del otro, de no ser por la reiterada contenida oposición entre los personajes, el entorno hostil que la refleja brutalmente y la caótica complejidad de las imágenes del mundo interior a medida que avanza el relato.

 

En suma, una película que, pese a sus debilidades, vale la pena ver por la magistral puesta en escena, la magnífica actuación y los sugerentes contenidos subyacentes.                                           

 

domingo, 19 de julio de 2020

CUESTIONES ÉTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (4)



 RESPONSABILIDADES INDIVIDUALES

Los experimentos mentales son de gran utilidad en la ciencia. Permiten inferir conclusiones en los casos en que no es posible realizar un experimento, o bien este es muy costoso, o plantea problemas éticos, o cuando simplemente no es necesario porque las variables del fenómeno son bien conocidas, y es un modo útil de orientar la investigación. Galileo, reputado como el primer científico moderno, realizó muchos experimentos mentales (además de prácticos) por los que, entre otras cosas, llegó a conocer, y a utilizar correctamente, el concepto de inercia como un principio de relatividad de la mecánica, si bien no llegó a su expresa formulación que, como sabemos, se debe a Newton. Y el posterior desarrollo de la teoría de la relatividad partió de experimentos mentales que Einstein llevó a cabo extrapolando a los fenómenos electromagnéticos la llamada relatividad galileana.

El experimento mental es particularmente útil en las ciencias sociales, donde, aparte de problemas éticos, el conocimiento del hecho experimental mismo por parte de los sujetos es una variable interviniente capaz de alterar los resultados. Por ello, a veces se recurre al desarrollo teórico de situaciones hipotéticas a partir de datos experimentales bien establecidos por otro lado, que ofrecen un grado aceptable de seguridad en las conclusiones.      
  
Hagamos un pequeño experimento mental: supongamos que, en lugar de imponerse legalmente, hubiera quedado al arbitrio de cada quien la adopción de las medidas de seguridad que considerase necesarias para evitar los contagios, así como la decisión de continuar o no con sus actividades económicas durante la pandemia. Con algunas variaciones según factores específicos de determinados países, basándonos por una parte en tendencias ampliamente respaldadas por encuestas y observaciones que avalan los porcentajes antes citados sobre la valoración conductual propia y ajena (ver entrega anterior) y, por otra, en hechos de todos conocidos como los también mencionados anteriormente (idem) y que siguen sucediendo, podemos afirmar sin temor a equivocarnos demasiado que, en general, un 70% de la población juzgaría que cumple con medidas de protección suficientes mientras en realidad estaría siguiendo el dictado de sus propios intereses; y sin duda se incluirían a sí mismos dentro del escaso 20% que cumple responsablemente esas normas. El virus camparía a sus anchas, pero los «irresponsables» siempre serían los otros. Ese 70% justificaría su falta de aplicación de determinadas medidas de seguridad por su propia e ineludible necesidad, o bien las desestimaría (en función de sus intereses) como carentes de importancia…, o ambas cosas. Y atribuiría la inevitable alta incidencia de contagios a la actuación de «la mayoría de la gente» (mientras que ellos estarían dentro del 20% responsable), o quizás también a la virulencia del patógeno o a alguna otra causa, pero no a su propio incumplimiento.    

Comoquiera que resulta sumamente difícil, si no imposible, razonar con quien no quiere hacerlo, abandonemos este experimento mental como una ficción, no aplicable a ninguno de nosotros, que somos perfectamente capaces de calibrar objetivamente la situación y de tomar nuestras decisiones de forma absolutamente responsable. Además, muchos sostendrán, como han hecho desde que muchos gobiernos impusieron medidas obligatorias de seguridad y de restricción de la movilidad, y desde que las siguen imponiendo en virtud del actual incremento de los contagios en todo el mundo, que, en última instancia, cada quien tiene derecho a asumir los riesgos que desee o incluso a poner en peligro su propia vida.

A lo que no tenemos derecho es a tomar esa decisión por otros.                                   

lunes, 6 de julio de 2020

CUESTIONES ÉTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (3)



NUESTRO PAPEL EN LA TRANSMISIÓN DE LA PANDEMIA

Nuestra percepción de los hechos está influenciada por nuestra actitud general y por la forma en que esos hechos nos afectan. Una consecuencia de ello es que tendemos a infravalorar los riesgos en función de nuestros intereses. A veces basta que percibamos un beneficio potencial, incluso pequeño o secundario, para que despreciemos cualquier posible perjuicio inherente a su consecución, aun cuando pueda ser serio, como algo que probablemente no llegará a suceder. No de otro modo se explica que la prisa nos lleve a cruzar la calle en un lugar o momento inoportunos, o la audacia del ladrón de bancos, o el empecinamiento del fumador en su pertinaz hábito a pesar de todas las advertencias médicas sobre los efectos probados del tabaco. El negocio que podemos perder si no llegamos a tiempo a la cita, el dinero del que disfrutará el ladrón si no lo atrapan o el placer del todo prescindible que para algunas personas representa la aspiración de una bocanada de humo, son motivo suficiente para que algunos prefieran ignorar el riesgo de sufrir un accidente o incluso perder la vida, de ir a la cárcel o de padecer una enfermedad pulmonar. Está claro que el peatón imprudente no quiere ser atropellado, como el ladrón no quiere ir preso ni el fumador enfermarse. Pero ante la perspectiva de lograr su propósito, todos piensan que esas cosas no les pasarán a ellos.     

Esta tendencia, por desastrosa que sea muchas veces, ha resultado útil a lo largo del desarrollo histórico y cultural. Los viajeros exploradores de la Antigüedad no habrían salido de sus aldeas, los hermanos Wright no habrían emprendido el primer vuelo y muchos medicamentos no se habrían ensayado nunca si el temor a los riesgos hubiera sido mayor que el ánimo de querer intentar lo nuevo. Seguramente hay un punto decisivo en que la aprensión ante los posibles peligros cede cuando la suma de los beneficios previstos y las posibilidades de éxito supera a aquellos por un cierto margen (que sin duda variará de una persona a otra). También podemos incorporar a la inecuación medidas correctivas o, cuando menos, atenuantes de los peligros potenciales en caso de que ocurran: es lo que se llama asumir un riesgo calculado. Pero el análisis de riesgos es una disciplina reciente que, si bien empresas e instituciones toman cada vez más en serio a la hora de emprender un proyecto, sobre todo si es de cierta envergadura, en cambio no preocupa al común de la gente, que suele fiarse de su intuición como siempre ha hecho. Aquí es donde cobra relevancia el delicado equilibrio entre sagacidad, cálculo de beneficios y capacidad de respuesta ante el fracaso, que distingue a los emprendedores de éxito. Equilibrio que no todo el mundo busca antes de actuar, por lo que en ocasiones podemos acabar donde no queríamos: en la sala del hospital, en la cárcel… o en la morgue.

No obstante, cuando las cosas nos salen mal, no solemos achacarlo a nuestra imprudencia o falta de previsión sino a circunstancias externas o, más vagamente, a la mala suerte. En cambio, vemos con mucha más claridad la falta de previsión de los otros. Cuando las cosas se les tuercen, es porque no supieron ver las consecuencias, porque calcularon mal o porque fueron imprudentes. Nosotros nunca tenemos la culpa de lo que nos pasa, los demás sí. La asimetría entre la propensión a justificar nuestros propios actos y los de los demás es un hecho conocido por los psicólogos del comportamiento. Según encuestas, un 70% de la población dice estar cumpliendo las medidas de protección contra los contagios (principalmente, mantener cierta distancia social, lavarse la manos con frecuencia, no tocarse la cara fuera de la propia casa, el uso de mascarilla en los casos recomendados). Pero cuando se les pregunta qué porcentaje de las demás personas lo hacen, suelen responder que, por lo que han visto, no más de un 20%. Evidentemente, ambas cifras no pueden ser verdaderas, lo que refleja un sesgo personalista muy común en la psicología social respecto a la valoración de la conducta propia y ajena, en el que incurre tal elevado número de sujetos. Desde que apareció la pandemia, muchos han decidido ignorar las medidas de seguridad, y por todas partes se han visto desde inaprensivos encuentros familiares a aglomeraciones en las que no solo era imposible mantener una distancia prudencial, sino que tampoco se usaron mascarillas para evitar los contagios. Los actores de esos y otros desatinos han sido gentes de todas las edades y condiciones, desde ciudadanos anónimos, pasando por personalidades conocidas, hasta políticos promotores de las normas que ellos mismos aprueban y recomiendan a los demás. Y es que, pese a nuestra sesgada atribución de justificaciones, la irresponsabilidad sí está bien repartida. Una prueba más es que en cuanto algunos países han empezado a relajar las medidas de protección ante la disminución de los contagios, han proliferado los reencuentros pequeños y grandes, con celebraciones, fiestas y hasta multitudes de paseantes agolpados por las calles y en las playas. Por supuesto, no han tardado en producirse nuevos brotes de la enfermedad un poco en todas partes, que ponen en peligro el control de la pandemia que tanto esfuerzo ha exigido a todos.  

Tengamos en cuenta que el virus no ha desaparecido y ni tan siquiera se ha atenuado su mortalidad. Por el contrario, según la OMS, la pandemia está creciendo a nivel mundial: para finales de junio el número total de contagios se acercaba a 11 millones, y ya se supera el medio millón de muertes en todo el mundo. Que logremos detener el avance de la enfermedad (y que los rebrotes no desborden otra vez la capacidad de respuesta de los organismos sanitarios que empiezan a recuperarse) dependerá en gran medida de que seamos capaces de reconocer la realidad de los riesgos y que asumamos objetivamente nuestra responsabilidad individual de evitar los contagios.   

jueves, 25 de junio de 2020

CUESTIONES ÉTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (2)



ECONOMÍA CONTRA CONFINAMIENTO

 

Si, por lo que hemos analizado hasta ahora, prescindir por completo de la economía equivale a la inanición, hasta el punto en que las actividades básicas (distribución de agua, alimentos, medicinas…) han tenido que seguir funcionando y mantener su actividad el personal de esos servicios —mientras por otra parte, recordémoslo, hay quienes no pueden permitirse el lujo de detener sus actividades—, ¿realmente era necesario el aislamiento en sus casas de la virtual totalidad de la población, con la consiguiente paralización casi total de la economía? ¿No habría sido preferible, como han hecho algunos países, mantener en todas partes un número mayor de actividades productivas y reducir así el perjuicio económico?… ¿Tienen los gobiernos derecho a confinar a sus ciudadanos? ¿No debería cada quien tomar su propia decisión al respecto?

 

Desde el primer momento ha sido obvio que el aislamiento no puede prolongarse hasta que se obtenga una cura segura de la enfermedad o una vacuna, simplemente porque estas quizás no se consigan y, si se consiguen, se podría tardar años. El objetivo del confinamiento que han establecido muchos países, por una parte para aislar a los enfermos e impedir la rápida propagación del virus y, por la otra, evitar los contagios entre portadores asintomáticos, la mayoría de los cuales ignoran que lo son, es una medida de emergencia mientras se hace acopio de medios suficientes (principalmente, equipos de detección, protección y tratamiento, camas en los hospitales, aumento del personal sanitario y de recursos de investigación) para hacer frente a la pandemia.  

 

No obstante, la reacción a la pandemia no ha sido unánime. China aisló la ciudad donde se originó la infección (a pesar de su enorme número de habitantes), seguida de otras más, para detener la expansión del virus; y los países europeos más inmediatamente afectados, Italia y España, decretaron el confinamiento de toda su población cuando se hizo evidente el carácter epidémico de los contagios. Pero si bien la cuarentena ha sido el modelo a seguir en casi todas partes, unos pocos países (principalmente en el norte de Europa) optaron por lo que llamaron «aislamiento inteligente»: mantener en sus casas a las personas vulnerables y recomendar normas de distanciamiento social, apelando a la colaboración ciudadana para evitar o reducir los contagios, mientras se espera que el conjunto de la población desarrolle defensas naturales contra el coronavirus.

 

Suecia, por lo que se sabe, el país que ha adoptado la actitud más laxa, en parte por disponer de una buena capacidad hospitalaria para su relativamente baja población, que no le hizo temer el colapso de los servicios sanitarios, no ha cerrado tiendas, escuelas ni centros de reunión social; y el distanciamiento voluntario de sus ciudadanos, que han evitado aglomeraciones y han hecho un menor uso del transporte público, la ha mantenido entre las menos afectadas del mundo. No obstante, cuando se compara con los países de su entorno inmediato, las cifras arrojan dudas sobre la idoneidad de su estrategia: 3600 muertes para mediados de mayo (dos meses después de la declaración de la pandemia por la OMS), sobre una población de algo más de 10 millones de habitantes, frente a las aproximadamente 1500 muertes de Noruega, Finlandia y Dinamarca juntas, que suman entre las tres más de 15 millones de habitantes (y donde hubo medidas más restrictivas). El Reino Unido, que adoptó al principio esa misma pauta, tuvo que decretar poco después el confinamiento, al crecer en forma alarmante el número de muertes, que llegó a ser el más alto de Europa y segundo en el mundo al superar 41 000 a mediados de junio. Otros países cuyos dirigentes minimizaron en un principio la pandemia y se negaron a adoptar medidas de control han tenido que hacer frente a cifras de contagios y de fallecimientos cada vez mayores. Estados Unidos, en el afán de su presidente por mantener los índices económicos a toda costa (no así todos sus gobernadores, algunos de los cuales han decretado en sus Estados medidas de confinamiento), tiene el triste récord desde hace ya semanas de ser el país del mundo con más muertes causadas por la pandemia: más de 114 000 para mediados de junio (a título meramente comparativo, durante los 7 años que Estados Unidos estuvo directamente involucrado en la guerra de Vietnam, murieron 58 000 soldados estadounidenses); el Estado de Nueva York, epicentro de la enfermedad en el país (cuyo gobernador finalmente se vio obligado a decretar la cuarentena ante el número de contagios), ha superado en mortalidad a España, a pesar de tener menos de la mitad de su población. Por su parte, Brasil, cuyo presidente sigue despreciando la gravedad de la situación (a diferencia también de la oposición de algunos de sus gobernadores regionales), ocupa ya el segundo lugar en muertes a nivel mundial, acercándose para esa misma fecha a las 50 000, con unas 1200 muertes diarias registradas durante tres días consecutivos.  

 

Esas posiciones no han sido las únicas. La variedad de respuestas ante la pandemia ha ido desde las medidas de confinamiento más estrictas y punitivas (amenazas, multas, arrestos e incluso el uso de la fuerza en algunos países) hasta actitudes negacionistas que oscilan de la indiferencia («una gripecita») a la paranoia (oscuras fuerzas políticas o económicas que intentan controlar a la población), según el país y el estilo (no necesariamente el sistema) de gobierno. Decisiones marcadas por la tensión entre la protección de la salud y el mantenimiento de la economía.

 

Pero la falta de distinción —voluntaria o no, guiada o no por determinados intereses— entre los dos sentidos de la economía antes señalados, como actividad racional necesaria al mantenimiento de la existencia, y como supraestructura orientada a mantener un aparato financiero que sustenta cierto nivel de vida, puede llevar a decisiones que signifiquen la pérdida de vidas humanas —que son, a fin de cuentas, las que sostienen la economía, en cualquiera de los dos sentidos.

 

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jueves, 18 de junio de 2020

CUESTIONES ÉTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (1)


Viene de...


¿SALUD O ECONOMÍA?

«Ante todo, hay que mantener la economía para que podamos tener todo lo demás», dicen quienes han clamado por la continuidad de las actividades económicas o su reactivación casi inmediata en momentos en que la reclusión social, a falta de otras medidas eficaces, estaba salvando vidas. Desde la irrupción de la pandemia, algunos gobernantes se han mostrado más preocupados por la salud del estamento financiero que por la salud de su población. Pero quienes priorizan el aparato económico a la salud ponen absurdamente la carreta delante de los bueyes, como ya venían haciendo frente a los que protestan por el desastre ecológico y los que alertan del cambio climático. Porque sin salud, sin la posibilidad de vida, no solo no hay economía: no hay nada.

Por tanto, puestos ante la necesidad inmediata de elegir, la única opción no ya inteligente sino posible es la del viejo dicho: «la salud es lo primero».

No obstante, la clara respuesta al dilema no implica negar la importancia de la economía, actividad consustancial a toda sociedad humana, hasta el punto de que, en su expresión más básica, comporta tanto como el otro cuerno del dilema. En pocas palabras, el modo en que organizamos los recursos disponibles para satisfacer nuestras necesidades, empezando por la necesidad de subsistencia, es tan fundamental para la vida como la salud misma. Si no nos alimentamos, no hay vida. 

Por lo que no solo es comprensible, sino inevitable, que a todo el mundo le preocupe la interrupción de su actividad económica durante un lapso prolongado. Pero es importante distinguir entre la economía como respuesta racional ante la necesidad de supervivencia y la compleja estructura que su creciente organización va conformando en el tiempo, a la par que las actividades sociales crecen, se ramifican y se hacen más sofisticadas, por más que sea difícil establecer líneas divisorias a lo largo de un proceso continuamente cambiante.

Dado el incremento general de la producción desde la época de la Revolución Industrial, y en parte por la eficacia a relativamente corto plazo de las medidas de aislamiento, los países desarrollados no han tenido que tomar ante el mencionado dilema una decisión excluyente de la economía, que en cualquier caso no podrían sostener durante demasiado tiempo. Lo que no quiere decir que su paralización, aun parcial, no afecte en alguna medida su nivel de vida, derivado de su desarrollo económico en el segundo sentido antes señalado. En cambio, para los países más pobres, algunos con economías casi exclusivamente de subsistencia, el problema es mucho más agudo, ya que para sus habitantes un día sin trabajar puede significar en muchos casos un día de hambre, o un agravamiento, quizás insostenible, del hambre que ya padecen. En estos países, sin embargo, un componente demográfico que en muchos aspectos es índice de su baja calidad de vida, ha venido a mitigar milagrosamente el mal: su pirámide poblacional escasea en individuos de edad avanzada, donde la mortalidad por la pandemia es notablemente mayor. Con todo, en uno y otro escenario hay quienes, por depender de una economía personal o familiar más precaria, se han visto afectados muy rápidamente por la súbita disminución de su actividad debida al confinamiento.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que no todas las actividades se han suspendido. Aparte de los servicios médicos y de seguridad, prácticamente en todas partes los suministros de agua, alimentos, medicinas, electricidad, gas, comunicaciones y actividades financieras básicas han seguido funcionando —en todas partes en los que estos servicios existen, claro está. Esto es porque o bien esos servicios básicos son administrados por el Estado o bien, si están en manos privadas, han recibido asistencia estatal en caso de que los suscriptores que siguen pagando sus tarifas no lleguen a cubrir los gastos necesarios para mantener el suministro a toda la población. En algunos lugares estos servicios han sido declarados un bien común inalienable, por lo que no puede dejar de suministrarse a quienes en estos momentos no pueden pagarlos. Algo similar ha sucedido con la asistencia sanitaria y hasta con la vivienda: para evitar que la pandemia prolifere entre los sectores más desfavorecidos, que muchas veces no tienen siquiera acceso a la atención sanitaria, varios países han habilitado centros de atención médica provisionales, camas y hospitales de campaña. Se han instalado tiendas y alojamientos temporales para los más desposeídos, y en algunos casos se han llegado a declarar de interés público recursos como habitaciones de hoteles para alojar tanto a enfermos como a personas carentes de vivienda. Estas ayudas, y otras como el reparto de alimentos a quienes no tienen comida en la despensa ni dinero para comprarla, no siempre han venido del Estado sino, en muchos casos, de ONGs, empresas o iniciativas privadas, y hasta de grupos vecinales espontáneos.

Todo lo cual pone de relieve, una vez más, las profundas diferencias existentes entre sectores de la población, incluso en los países más «desarrollados» (aquellos que, según criterios comúnmente aceptados, tienen más alto nivel de vida de su población general), algunos de cuyos habitantes, mal que bien, pueden sobrellevar el aislamiento durante un tiempo, mientras no hay mejor recurso para la lucha contra el virus, sin llegar a la quiebra financiera, de modo no muy distinto a como muchos suspenden su actividad económica durante periodos vacacionales —no todos: hay quienes siguen devengando beneficios de sus empresas aun mientras duermen—; mientras que otras personas se hallan en una indefensión tal que un solo día sin su precaria actividad, en muchos casos marginal, implica el agravamiento de una situación ya apenas soportable.

Un desequilibrio que, directa o indirectamente, afecta a todos, ya que, de una u otra forma, hoy día todos formamos parte del complejo entramado económico mundial… Algo que en el presente caso no podemos ignorar porque la pandemia no discrimina estratos sociales lo que quiere decir que puede recorrer toda la pirámide poblacional, cualquiera que sea el criterio de estratificación, con que solo andemos por la calle. Desequilibrio que debería ser objeto de preocupación para los planificadores económicos, además de constituir, como apuntamos antes, un signo alarmante de la imperfección del sistema. 
 

sábado, 6 de junio de 2020

¿QUÉ NOS ENSEÑA LA PANDEMIA MUNDIAL? (9)




ENTONCES… ¿LA CRISIS ASISTENCIAL NO ERA INEVITABLE?

 

Pero… ¿No hay algún error en nuestro análisis anterior? Por debilitado que estuviera el sistema sanitario español para hacer frente a una pandemia, el hecho es que esta no ha afectado solo a España: es mundial. Además, los servicios de salud en el archipiélago canario no son mejores que en la península. De hecho, son aún peores en lo que respecta a tiempos de espera; y en cuanto a número de camas están por debajo de otras comunidades, como Cataluña (la que más tenía en el momento de irrupción de la pandemia: unas 380 por cada 100 000 habitantes para octubre de 2019, según Redacción Médica). Aun así, Canarias es la comunidad menos afectada de España, donde primero se planteó y se inició el desconfinamiento gradual de la población. Así que la pandemia podría ser un accidente imprevisible más que resultado del mal manejo de algunos renglones económicos…

 

Vayamos por partes. Los analistas de accidentes suelen señalar que estos no obedecen, por lo general, a una sola causa. Son resultado de un cúmulo de factores, entre los que se hallan acontecimientos fortuitos, fallos técnicos y errores humanos; una acumulación progresiva que, en algún momento, desemboca en tragedia. Ciertamente, las cosas no suceden como relata el viejo dicho del clavo y la herradura: «Por un clavo perdí una herradura…, por la herradura perdí el caballo…, por el caballo perdí la batalla…, y por la batalla perdí la guerra.» El silogismo hipotético nos lleva a la absurda conclusión de que una guerra se perdió por un clavo. Pero es un silogismo mal planteado, porque no da el cuadro completo: los demás clavos de la herradura, si estaban bien puestos, debieron haberla sujetado; el caballo pudo haber sido sustituido por otro; los sistemas de defensa y ataque no debieron tener una base tan frágil; y, por último, la guerra seguramente no constó de una sola batalla. Si todo lo demás hubiera marchado bien, la pérdida del clavo no habría tenido ningún efecto apreciable. Cuántas veces descubrimos, en multitud de situaciones, un pequeño error, un desfase, un ligero fallo inadvertido hasta el momento…, que corregimos sin darle demasiada importancia. Si lo ignoramos, puede que no pase nada durante un tiempo, pero el pequeño defecto podría ir en aumento, quizás sumándose con otros que agravarían la situación hasta que ya no pueda dejar de llamar nuestra atención… o su consecuencia nos sorprenda abruptamente. Es cierto que no teníamos manera de saber cuándo aparecería un patógeno susceptible de ocasionar una pandemia. Pero si los demás componentes de la cadena de prevención y asistencia hubieran estado todos bien puestos y en su sitio, probablemente habríamos tenido suficientes profesionales, mejores medidas de protección y mayor número de camas en los hospitales. En cambio, la infraestructura médica y hospitalaria en la mayoría de países era solo suficiente para situaciones habituales y algún imprevisto menor a nivel poblacional. En esas condiciones, la irrupción de la pandemia superó fácilmente nuestra capacidad de respuesta.  

 

En España, debilitar la cadena de prevención en favor de otros intereses económicos tuvo como efecto que el país estuviera en peores condiciones para enfrentar la enfermedad: con escasez de personal sanitario (125 000 menos que el promedio de la Unión Europea, según asociaciones de enfermería), sin medios de protección contra la infección, sin sitio donde alojar el número de afectados. Por falta de equipos de protección, España tiene las peores cifras de contagio del mundo entre el personal médico y sanitario. Según datos del Centro Europeo para el Control y Prevención de Enfermedades, el 21 de abril, cinco semanas después de declararse el estado de alarma, los profesionales infectados por el coronavirus en España ascendían a más de 35 000, lo que representaba alrededor del 20% del total de enfermos (en comparación, Italia, el segundo país en número de afectados para la fecha, tenía 18 000 sanitarios contagiados, un 10% del total). El lamentable porcentaje aún se mantiene, por lo que hacia mediados de mayo esa cifra superó los 50 000 contagiados entre médicos y enfermeros.  

 

Probablemente, como señalan diversos estudios que se han hecho y se seguirán haciendo, las causas de la propagación del virus sean múltiples, y puede que en compleja interrelación. Y su aparición, algo que no podíamos prever…, aunque debimos haber prestado atención a quienes advertían de su posibilidad. Pero si el sector asistencial hubiera estado adecuadamente dotado, quizás la crisis no habría llegado a tan altos niveles ni habría sido necesario aislar a la población, al disponer de mejores medios a mano para combatir el virus. No cabe duda de que la falta de recursos y el reducido número de médicos e investigadores facilitaron la propagación de la pandemia. Hoy, cada vez más personas ven con más claridad que no podemos permitirnos recortes financieros en sanidad, investigación científica ni educación, porque del desarrollo de estos sectores de la actividad económica, a menudo relegados a un segundo plano por los políticos más pendientes de los mercados y los índices bursátiles, depende en gran medida nuestra supervivencia… no solo como individuos, sino como especie.

 

Y sí, contrariamente a la opinión de quienes solo tienen ojos para los altibajos del comercio global, estos sectores son no solo parte de la economía, sino fundamentales. Como prueba que al surgir la crisis haya habido que destinar urgentemente a la atención sanitara, y a las funestas consecuencias de sus carencias, una inversión mucho mayor de la que habría sido necesaria si se hubiera dispuesto desde siempre de los recursos apropiados. En definitiva, sale más caro a la sociedad, no solo en recursos monetarios sino humanos, no asignarles a estos factores de nuestra supervivencia y desarrollo la debida importancia.

     


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