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NUESTRO PAPEL EN LA TRANSMISIÓN DE LA PANDEMIA
Nuestra percepción de los hechos está influenciada por nuestra actitud
general y por la forma en que esos hechos nos afectan. Una consecuencia de ello
es que tendemos a infravalorar los riesgos en función de nuestros intereses. A
veces basta que percibamos un beneficio potencial, incluso pequeño o
secundario, para que despreciemos cualquier posible perjuicio inherente a su
consecución, aun cuando pueda ser serio, como algo que probablemente no llegará
a suceder. No de otro modo se explica que la prisa nos lleve a cruzar la calle en
un lugar o momento inoportunos, o la audacia del ladrón de bancos, o el
empecinamiento del fumador en su pertinaz hábito a pesar de todas las
advertencias médicas sobre los efectos probados del tabaco. El negocio que podemos
perder si no llegamos a tiempo a la cita, el dinero del que disfrutará el
ladrón si no lo atrapan o el placer del todo prescindible que para algunas
personas representa la aspiración de una bocanada de humo, son motivo
suficiente para que algunos prefieran ignorar el riesgo de sufrir un accidente o
incluso perder la vida, de ir a la cárcel o de padecer una enfermedad pulmonar.
Está claro que el peatón imprudente no quiere ser atropellado, como el ladrón
no quiere ir preso ni el fumador enfermarse. Pero ante la perspectiva de lograr
su propósito, todos piensan que esas cosas no les pasarán a ellos.
Esta tendencia, por desastrosa que sea muchas veces, ha resultado útil a lo
largo del desarrollo histórico y cultural. Los viajeros exploradores de la
Antigüedad no habrían salido de sus aldeas, los hermanos Wright no habrían emprendido
el primer vuelo y muchos medicamentos no se habrían ensayado nunca si el temor
a los riesgos hubiera sido mayor que el ánimo de querer intentar lo nuevo. Seguramente
hay un punto decisivo en que la aprensión ante los posibles peligros cede cuando
la suma de los beneficios previstos y las posibilidades de éxito supera a
aquellos por un cierto margen (que sin duda variará de una persona a otra).
También podemos incorporar a la inecuación medidas correctivas o, cuando menos,
atenuantes de los peligros potenciales en caso de que ocurran: es lo que se
llama asumir un riesgo calculado. Pero el análisis de riesgos es una disciplina
reciente que, si bien empresas e instituciones toman cada vez más en serio a la
hora de emprender un proyecto, sobre todo si es de cierta envergadura, en
cambio no preocupa al común de la gente, que suele fiarse de su intuición como
siempre ha hecho. Aquí es donde cobra relevancia el delicado equilibrio entre sagacidad,
cálculo de beneficios y capacidad de respuesta ante el fracaso, que distingue a
los emprendedores de éxito. Equilibrio que no todo el mundo busca antes de
actuar, por lo que en ocasiones podemos acabar donde no queríamos: en la sala
del hospital, en la cárcel… o en la morgue.
No obstante, cuando las cosas nos salen mal, no solemos achacarlo a nuestra
imprudencia o falta de previsión sino a circunstancias externas o, más
vagamente, a la mala suerte. En cambio, vemos con mucha más claridad la falta
de previsión de los otros. Cuando las cosas se les tuercen, es porque no
supieron ver las consecuencias, porque calcularon mal o porque fueron
imprudentes. Nosotros nunca tenemos la culpa de lo que nos pasa, los demás sí. La
asimetría entre la propensión a justificar nuestros propios actos y los de los
demás es un hecho conocido por los psicólogos del comportamiento. Según
encuestas, un 70% de la población dice estar cumpliendo las medidas de protección
contra los contagios (principalmente, mantener cierta distancia social, lavarse
la manos con frecuencia, no tocarse la cara fuera de la propia casa, el uso de
mascarilla en los casos recomendados). Pero cuando se les pregunta qué
porcentaje de las demás personas lo hacen, suelen responder que, por lo que han
visto, no más de un 20%. Evidentemente, ambas cifras no pueden ser verdaderas, lo
que refleja un sesgo personalista muy común en la psicología social respecto a la
valoración de la conducta propia y ajena, en el que incurre tal elevado número
de sujetos. Desde que apareció la pandemia, muchos han decidido ignorar las
medidas de seguridad, y por todas partes se han visto desde inaprensivos encuentros
familiares a aglomeraciones en las que no solo era imposible mantener una
distancia prudencial, sino que tampoco se usaron mascarillas para evitar los
contagios. Los actores de esos y otros desatinos han sido gentes de todas las
edades y condiciones, desde ciudadanos anónimos, pasando por personalidades
conocidas, hasta políticos promotores de las normas que ellos mismos aprueban y
recomiendan a los demás. Y es que, pese a nuestra sesgada atribución de
justificaciones, la irresponsabilidad sí está bien repartida. Una prueba más es
que en cuanto algunos países han empezado a relajar las medidas de protección ante
la disminución de los contagios, han proliferado los reencuentros pequeños y grandes,
con celebraciones, fiestas y hasta multitudes de paseantes agolpados por las
calles y en las playas. Por supuesto, no han tardado en producirse nuevos
brotes de la enfermedad un poco en todas partes, que ponen en peligro el
control de la pandemia que tanto esfuerzo ha exigido a todos.
Tengamos en cuenta que el virus no ha desaparecido y ni tan siquiera se ha
atenuado su mortalidad. Por el contrario, según la OMS, la pandemia está creciendo
a nivel mundial: para finales de junio el número total de contagios se acercaba a
11 millones, y ya se supera el medio millón de muertes en todo el mundo. Que
logremos detener el avance de la enfermedad (y que los rebrotes no desborden
otra vez la capacidad de respuesta de los organismos sanitarios que empiezan a
recuperarse) dependerá en gran medida de que seamos capaces de reconocer la realidad de los
riesgos y que asumamos objetivamente nuestra responsabilidad individual de evitar
los contagios.
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