domingo, 22 de mayo de 2022

Cómo avanza el cambio climático

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El vehículo de nuestra industrialización avanza a ritmo acelerado hacia el precipicio del desastre climático. Estamos tan cerca del borde y vamos a tal velocidad que difícilmente evitaremos salirnos del camino. ¿Podremos, al menos, detener la maquinaria a tiempo de evitar la caída?

 

Un hecho psicológico bien conocido es nuestra tendencia a infravalorar los riesgos ante posibles beneficios potenciales, aún más si esos beneficios son cercanos y más aún si ya los estamos disfrutando. Esta tendencia puede ser provechosa cuando la suma de los beneficios y las posibilidades de éxito reales supera por un cierto margen los riesgos, no demasiado elevados comparativamente, haciendo que valga la pena asumirlos. Una matriz de decisión racional incluirá, además de una medición de los riesgos asociados a los posibles beneficios, la adopción de medidas correctoras o atenuantes, así como la capacidad de respuesta ante el fracaso, en caso de que ocurra. Desde luego que en nuestra actividad diaria sería torpe e improductivo pensar siquiera en un análisis de riesgos antes de decidir sobre la variedad de pequeñas opciones que se nos presentan todos los días, desde qué zapatos ponernos a dónde guardar algo o con qué producto del supermercado sustituimos el de nuestra marca favorita, que hoy no hemos encontrado. La intrascendencia del error en tales casos hace que nuestra intuición baste a fines prácticos e inmediatos. Aunque la frecuencia con que nos equivocamos en multitud de cosas cotidianas (… parece que no escogí los zapatos adecuados…, creí que este limpiador me serviría…, ¿dónde habré dejado las llaves?…) nos revele muchas veces los fallos de nuestra intuición. Por ello, y a pesar de la creencia popular, la intuición por sí sola no es la mejor guía cuando se trata de decisiones importantes. Y las decisiones en política económica entran dentro de este tipo, ya que suelen afectar a multitud de personas, y a menudo durante un tiempo considerable.

 

Otro conocido hecho psicológico es nuestra tendencia a ocuparnos solo de lo que nos afecta directamente y desestimar, o incluso ignorar, lo demás. Es un dato estadístico que casi todo el mundo presta más atención a las noticias locales que a las internacionales, y aún más a lo que sucede en su entorno inmediato (su casa, su familia, su grupo social, su trabajo…) que a la información que le llega de otros ámbitos. Hay un evidente sentido práctico en esto, pero tiende a limitar nuestra perspectiva al aquí y el ahora, lo que reduce en cierto modo nuestra capacidad de previsión y adaptación. Sin descuidar lo que obviamente requiere nuestra atención inmediata, cuanto más lejos seamos capaces de proyectar nuestro horizonte de conocimientos e intereses, mayor y más diversa será la información de que dispongamos y, en consecuencia, más variados nuestros recursos tanto intelectuales como prácticos: más datos comparativos suelen generar una mayor afluencia de ideas, lo que, en definitiva, nos da un mayor número de opciones. La política es un terreno en el que no se puede prescindir de una amplia visión de conjunto, tanto temporal, porque la historia es fuente de conocimiento, como espacial, porque lo que sucede en cualquier otro lugar probablemente terminará por afectarnos, y muy especialmente (de lo que la actual pandemia es un claro ejemplo) en el mundo interconectado de hoy.    

 

En las políticas referentes al cambio climático se están despreciando los riesgos, muy reales, en función de los «beneficios» inmediatos que nos da mantener el estado actual de una economía que, aun con las medidas adoptadas, sigue arrojando a la atmósfera más de 36 mil millones de toneladas de CO2 cada año. Estamos desestimando, e incluso ignorando, problemas que se quieren ver lejanos en el tiempo, a pesar de que al ritmo actual de emisiones de gases invernadero tardaremos menos de 20 años en alcanzar un incremento de la temperatura media del planeta de 1.5ºC sobre los niveles de la época preindustrial, muy cerca del umbral de 2ºC señalado como especialmente grave por numerosos estudios, como ha advertido el IPCC en su informe sobre el clima mundial. Entre otras cosas, ese incremento de 2ºC conlleva un desastroso aumento del nivel medio de los océanos por la reducción de las masas polares, lo que se suma a la creciente acidificación de las aguas debida a la disolución del exceso de dióxido de carbono, con la consiguiente destrucción de ecosistemas marinos y notables cambios estacionales que ya estamos experimentando en todo el mundo y que inevitablemente afectan, y afectarán cada vez más, a la economía global.

 

Los efectos del cambio climático están mucho más cerca de lo que muchos piensan, y de nada sirve ignorarlos. Un metro de altura sobre el actual nivel del mar (un proceso que ya se ha iniciado y que se alcanzará en solo unas décadas en un escenario de emisiones altas significa kilómetros de costas inundadas tierra adentro, muchas de ellas intensamente pobladas: échese un vistazo al mapa y se verá la gran cantidad de ciudades existentes en las costas de todo el mundo. Las islas más bajas, muchas de ellas habitadas, quedarán cubiertas por las aguas. Las migraciones masivas que esto ocasionará se añadirán a las que ya causan las guerras y la pobreza extrema en Europa y Norteamérica, con el agravamiento de los complejos problemas sociopolíticos y humanos derivados. La alteración de los patrones de circulación de las aguas marinas y de los vientos por efecto de las temperaturas ya está generando en distintas partes del mundo una mayor frecuencia e intensidad de fenómenos climáticos como huracanes, inundaciones, heladas, olas de calor, sequías, incendios… Es evidente la amenaza para la biodiversidad, empezando por el elevado número de especies ya en peligro de extinción, y las consecuencias para todos los seres vivos, incluidos nosotros. En particular, nuestras condiciones de vida se verán afectadas cada vez más (ya lo están siendo en muchos lugares) por la pérdida de cosechas y recursos alimentarios, con la consecuencia a la larga de perjuicios directos e indirectos para la salud y pérdidas de vidas que se sumarán a la inevitable desaparición de terrenos, viviendas, industrias e infraestructuras. Todo lo cual será obviamente desastroso para la economía que algunos se empeñan en mantener.

 

Los beneficios del actual modelo económico e industrial son comparativamente cada vez menores, y disminuyen rápidamente a medida que aumentan no ya los riesgos, sino los perjuicios derivados de ese modelo. Más que urgente, es inmediata la necesidad de detener la emisión de gases a la atmósfera y adoptar definitivamente fuentes de energías limpias de las que, por cierto, abunda la naturaleza. Las energías solar y eólica que hemos empezado a aprovechar a nivel industrial en época reciente son dos excelentes recursos que estamos perfectamente equipados para generalizar y desarrollar con nuestra tecnología actual. Pero necesitamos tomar las decisiones política y económicamente responsables. Si no lo hacen los gobiernos, entonces las empresas y cada uno de nosotros. Cada acción cuenta.  

 

Por qué fracasó la Conferencia de Glasgow sobre el clima 

Qué harán los gobiernos cuando el clima empeore

viernes, 6 de mayo de 2022

Por qué fracasó la Conferencia de Glasgow sobre el clima

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A varios meses de la última Conferencia Mundial sobre el Clima COP26, celebrada en Glasgow el pasado noviembre, nada parece haber cambiado mucho en cuanto a las medidas para frenar el cambio climático. La propia Conferencia terminó con poco más que meras palabras. Sin duda bajo la ominosa sombra de influyentes lobbies económicos (véase El cambio climático: los negacionistas), y también temerosos de tomar medidas que, por impopulares, podrían hacerles perder votos (lo que no dejaría de aprovechar la oposición política en los países occidentales, como ha demostrado de sobra la pandemia global), los líderes mundiales que asistieron a la Conferencia optaron por una tibia declaración de intenciones que, por los momentos, no perturbe mucho la economía actual al tiempo que parezca dar respuesta a los grupos ecologistas y al reclamo no tan punzante todavía de una población cuya conciencia sobre el problema climático va lentamente en aumento. Así pues, palabras pero pocas acciones. En suma, a los políticos presentes en la Conferencia ―y a los ausentes  también― les preocupa menos la grave situación del clima mundial que su imagen ante los electores.

 

¿Por qué este mal resultado? En anteriores ocasiones se han hecho cambios en materia económica por motivos de salud pública o de conservación del medio ambiente, como la eliminación del tetraetilo de plomo como antidetonante para la gasolina, por sus efectos tóxicos, o, más recientemente, la prohibición del uso general de los clorofluorocarbonos, principales gases causantes del debilitamiento de la capa de ozono de la atmósfera. La eliminación de los clorofluorocarbonos ha sido citada muchas veces como el acuerdo más exitoso a nivel mundial en materia de protección ambiental. Pero la prohibición no ha sido total, ya que se han mantenido ciertos usos considerados «esenciales», y se alcanzó después de un largo proceso de discusiones y litigios que duró más de 20 años: desde la década de 1970, cuando los científicos dieron las primeras voces de alarma, pasando por el Protocolo de Montreal que los prohibió en 1987 y que no se respetó en muchas ocasiones, con varios acuerdos más y muchos avances y retrocesos debidos principalmente a la resistencia de los fabricantes, hasta el cese de su producción que se fijó finalmente para 1996. El tetraetilo de plomo tiene una historia aún más larga: desde las primeras denuncias científicas sobre su toxicidad a principios de la década de 1920 hasta la primera prohibición, en los Estados Unidos en 1973, transcurrieron 50 años. Pero su uso continuó en muchos países incluso hasta después del año 2000, y todavía hoy, más de 90 años desde su introducción, se sigue empleando en la aviación. Son solo dos ejemplos. Si algunas empresas son capaces de ejercer durante tanto tiempo una feroz y taimada resistencia a cuanto consideran una amenaza a sus intereses, utilizando desde descaradas mentiras a todas las argucias legales y no legales (hay abundantes pruebas y multitud de casos) para seguir lucrándose de determinados productos (o procedimientos, como el fracking o los vertidos contaminantes, y son solo otros dos ejemplos) que se han demostrado perjudiciales para la salud o el medio ambiente, piénsese en todo un lobby de poderosos patrocinadores presionando, a medias en la sombra, a medias abiertamente en ocasiones, a los políticos de los principales países industrializados…, a lo que habría que sumar en este caso el descontento de la virtual totalidad de los electores. Porque los importantes cambios que hay que adoptar hoy en materia de usos de energía, limpieza y conservación ambiental, reciclaje, descontaminación, y los considerables proyectos de reinversión necesarios, perturbarían, por una parte, los esquemas económicos de la mayoría de las grandes empresas y los emporios financieros interesados en mantener el modelo actual y, por otra, los hábitos del gran público que tendría que adaptarse a las múltiples repercusiones diarias, domésticas y sociales de esos cambios ―con el consecuente malestar de ambos sectores del electorado. Así pues, en su interesada y cobarde, además de miope visión de la realidad, los políticos prefieren mantener por ahora un modelo económico que no beneficiará a nadie cuando el planeta se haya chamuscado, y nosotros con él.  

 

Los acuerdos alcanzados en Glasgow, si así pueden llamarse ya que no son vinculantes y, por tanto, ningún país está obligado a cumplir, repiten una vez más la «urgente» necesidad de cooperación internacional para reducir las emisiones de metano y de CO2, reducir el uso del carbón como combustible (no eliminar, cortesía de los representantes de India y China,[1] países que planean seguir usándolo en proporciones considerables), aminorar (no detener) el proceso de deforestación en todo el mundo (lo que Brasil, después de largos años destruyendo brutalmente la Amazonia, finalmente ha aceptado, al menos de palabra, contando con las compensaciones económicas que recibe y espera seguir recibiendo de fondos internacionales ―lo que de paso le ayuda a quedar bien con un creciente sector del electorado), además de la necesidad de aumentar el dinero destinado a mitigar el cambio climático, incluido el aporte de los países ricos a los países en desarrollo para que puedan adaptar su economía a las nuevas necesidades energéticas (aunque se reconoce no haber cumplido los compromisos anteriores en tal sentido) y otras declaraciones de tal índole. En lugar de pactos firmes, los 71 puntos de la versión preliminar de la declaración conjunta enfatizan y re-enfatizan (sic) la gravedad de la situación climática mundial, pero en vez de acordar y establecer medidas, simplemente «invitan», «animan» y «urgen» a todo el mundo a actuar contra el calentamiento global, sin olvidar la llamada a las organizaciones no gubernamentales, los pueblos indígenas, los grupos locales, voluntarios, juveniles, de mujeres, y hasta los defensores de la igualdad de género (¿tienen algo que ver con el clima?). Tal parece que los líderes políticos no quisieron dejar a nadie fuera de un compromiso global que ellos trataron por su parte de eludir. Ante el inminente peligro que nos amenaza a todos pero que ellos, en función de su cargo, deberían ser los primeros en afrontar, optaron por el falso recurso del diferimiento. De hecho, la declaración final exhorta al Grupo Intergubernamental de Expertos (IPCC) a presentar sus informes siguientes a la próxima Conferencia sobre el Clima (COP27) en el año 2022.  

 

Los más optimistas señalan entre los «éxitos» de la Conferencia una declaración más clara que en el pasado respecto al objetivo de no superar el incremento de 1.5ºC de la temperatura global, o el señalamiento inequívoco del carbono como causa principal del actual aumento de temperatura, o la llamada (y el aparente compromiso de algunos países) a incrementar la ayuda a los países en desarrollo (a pesar de que, como se ha dicho, no se está proporcionando la acordada en anteriores ocasiones), así como un cierto número de acuerdos menores, como una inesperada declaración conjunta de Estados Unidos y China para la cooperación climática a lo largo de una década ―como si sobrara tiempo para actuar―, o el convenio entre 11 países (de los casi 200 asistentes) para establecer una futura finalización de la exploración y la extracción de petróleo, y diversas declaraciones tendentes a eliminar ―¡en un plazo de hasta 20 años e incluso más en algunos casos!― el uso del carbón y la venta de motores y vehículos de combustión fósil. Pero, aparte de la morosidad y la vaguedad general de esos acuerdos, los representantes de los distintos países solo han estado dispuestos a aceptar opciones que de momento no alteren mayormente el estado actual de su economía: por ejemplo, la propuesta de abandonar a corto plazo el uso de motores de gasolina y diesel no fue aceptada por los principales países fabricantes de automóviles, como Estados Unidos y Alemania, y las repetidas recomendaciones de disminuir la emisión de gases invernadero conceden amplio margen a las «diferentes circunstancias» de cada país, lo que deja abierta la opción de prolongarlas indefinidamente.

 

En una actitud más realista, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, no ocultó en su declaración final su decepción ante los resultados de la Conferencia: «Se han dado pasos importantes ―afirmó diplomáticamente―, pero no son suficientes… No se han conseguido los objetivos propuestos en esta Conferencia.» Y aunque ha insistido en la necesidad perentoria de seguir luchando por lograr los compromisos necesarios para combatir el cambio climático, de momento las expectativas se trasladan a la próxima conferencia prevista para noviembre de este año, si otras cosas no lo impiden.

 

Mientras, el planeta se sigue calentando. 

 



[1]  Estos países, después de anunciar en un primer momento que no asistirían –tal es la importancia que los políticos le dan al tema– finalmente enviaron delegados a la Conferencia, así como Brasil –sin duda, tras las presiones recibidas por grupos ecologistas y otros sectores.

 

 Los negacionistas

Qué pasa con el cambio climático