jueves, 30 de enero de 2020

Tokio en el corazón, de Jorge Gamero (reseña)

La buena literatura juvenil o infantil (una distinción siempre forzada a lo largo de una línea divisoria difusa) carece de edad. Piénsese, como ejemplo de la última especie, en la Alicia de Lewis Carrol, o El principito, de Saint-Exupéry, y respecto de la primera, en La historia interminable, de Michael Ende, o El señor de las moscas, de William Golding. O en los breves y admirables relatos, y más de una novela, de Ana María Matute. La lista, que en modo alguno es exhaustiva, incluye a Anderson, Perrault y los hermanos Grimm, quienes inventan o reinventan algunos de los relatos más arquetípicos del inconsciente colectivo, objeto de incontables estudios psicológicos y antropológicos. Porque, como diría Wilde, quien también escribió para jóvenes, la literatura no admite epítetos que no sean los de buena o mala. Por eso, hablar de buena literatura para jóvenes es simplemente hablar de buena literatura. 

Este reciente trabajo de Jorge Gamero lo confirma. En una mirada superficial, podría decirse que Tokio en el corazón trata del tema nada superficial del deporte: expresión de algunas de las mejores cualidades del ser humano, como el afán de culminación, el esfuerzo y la capacidad de superación, la sana competencia que, bien entendida, es siempre con uno mismo, la manifestación, quizás más cercana a la naturaleza, de nuestra presencia física en el mundo. El tema es una magnífica y bien desarrollada excusa, el terreno de juego que escoge el autor para expresar contenidos típicos del ámbito del deporte (a través de la exigente y compleja preparación del joven protagonista para el maratón de Tokio en marzo de 2020) que pueden encontrarse en toda empresa humana.

Por eso, Tokio en el corazón no trata del deporte. O no solo. Trata de la forma de concebir un proyecto personal o, más bien, de la atracción que ese proyecto es capaz de ejercer sobre quien lo concibe y la manera de entenderlo y de seguirlo, a través de vicisitudes de diversa índole y trascendencia. Algo que, más allá del deporte, se encuentra en el arte, en la ciencia, en la industria, en todo plan personal... y en cualquier etapa de la vida. Aunque quizás se exprese con mayor patetismo en esa ebullente edad de difusos límites entre la pubertad y la adultez.

Gamero refleja esta etapa de la vida con una maestría que no solo hace la historia plausible sino aceptable de una manera natural, sin que requiera esfuerzo situarse dentro del relato, que se sigue y se percibe como si de una historia real se tratara. Con una mirada que no es de nostalgia ni de dolor, a pesar de la inevitable pérdida de esa primavera y de los profundos sentimientos que esos años despiertan y que nos dejan innegable huella, como no es tampoco el retrato de una alegría ingenua. Es una mirada lúcida hacia un pasado internamente difícil que, a diferencia de tantos que lo han olvidado, o piensan que lo han olvidado, se adivina que sigue de algún modo presente en la conciencia del autor, como quien no ignora, ni quiere ignorar, ninguna parte de su vida. Una conciencia de sí que le permite plantear situaciones con las que el lector que igualmente haya decidido mantener viva esa crucial etapa de sí mismo, se identificará fácilmente: el dinamismo y la agilidad de una historia juvenil que no carece de profundidad bajo su aparente inmediatez, tan actual como internet y las redes digitales, y que conlleva, hoy como siempre, el descubrimiento progresivo y simultáneo de la propia identidad y de los otros, del amor, de la vida y de la muerte, de la posibilidad de un diálogo capaz de multiplicarse a través de los libros, incluso del cine, quizás porque la lectura, de palabras y de imágenes, es también un diálogo con uno mismo.

Otra razón que hace del libro una lectura agradable y sin esfuerzo es el perfecto dominio del lenguaje. Una novela muy bien escrita, sin falsas erudiciones ni pretensiones. Se revela un autor que no busca ni necesita impresionar, y que, con la sencillez propia del genio —en palabras de Ana María Matute, «escribir es siempre muy difícil. Y hacerlo de manera aparentemente sencilla más difícil todavía»—, consigue transmitir pasiones, intereses, aprendizajes..., a través de una historia de búsqueda y descubrimiento, de dolores y alegrías, como puede darse en cualquier ámbito. Aunque quizás, y por eso su elección, se exprese de manera más patente sobre ese trasfondo de constante superación que es el deporte.

miércoles, 22 de enero de 2020

EVANESCENCIA




El doctor Martin contemplaba hundido en su sillón la profunda blancura de la pared frente al escritorio, desprovista de cuadros. A fuerza de desvanecer fantasmas que solo existían en la mente de sus pacientes porque estos los habían puesto allí, había llegado a preguntarse si sus propios pacientes no existirían más que porque él mismo los creaba. Se hundió aun más en el sillón y suspiró. Eran demasiados años de lidiar con todas las manías, delirios y formas de demencia imaginables.

Sobre el escritorio sonó el timbre apagado del intercomunicador. El doctor tecleaba constantemente en la mesa con el lápiz que sostenía en sus manos.
—¿Sí?…
—Su próximo pa…ciente, d…o…ct…o…r… —la voz que emanaba del aparato resonó extrañamente en sus oídos. La secretaria debía haber pronunciado el nombre del paciente, pero desde el momento en que se inició el mensaje su tono se fue reduciendo, como un minuendo musical con voz de chicharra y sordina.
—Hágalo pasar —contestó mecánicamente. Esta vez no oyó en absoluto la respuesta. Fue a levantarse para buscar la ficha (no era día de nuevas citas), pero pensó que no podía hacerlo sin el nombre del paciente. Sintió, con extraño regocijo, un inexplicable alivio.

La puerta —una única puerta, sin marco ni paredes— se abrió, y entró un hombre pequeño y de aspecto grisáceo. El doctor Martin parpadeó, indicándole con un gesto el diván.
—Doctor —comenzó el hombre—, necesito ayuda. Algo muy extraño me sucede.
El doctor Martin observó con detenimiento el lápiz que aún sostenía entre los dedos. Era la única cosa que se destacaba sobre la blanca superficie del escritorio.

—Verá, doctor: soy artista. Trabajo con materiales que conforman el mundo. Con mis manos y el auxilio de otros instrumentos moldeo la arcilla, la roca, el hierro. Doy vida y forma a mis pensamientos. La gente admira mis obras. Pero a fuerza de plasmar mi ser en ellas, he notado últimamente que cada vez que acabo un trabajo se va con él la parte de mí que lo creó, lo alimentó y le dio vida. Al principio no me daba cuenta de esto; tal vez porque había mucho en mí por crear. Pero poco a poco me he ido percatando de esta grotesca realidad. Cuando caí en la cuenta de ello, me di a la tarea de destruir algunas de mis obras. Tarea que abandoné poco después, cuando comprobé horrorizado que no lograba recuperar la vida que ya no tenía. Finalmente descubrí que yo era ellas, y que destruyéndolas me destruiría a mí mismo. He venido a verlo, doctor, porque últimamente he llegado a pensar que no existo. Solo existen mis obras. Y tengo miedo, porque no sé qué sería de mí sin ellas. Además, desde hace algunas semanas no he podido crear nada, y me pregunto qué pasaría si…

El doctor Martin había ido concentrando su atención a medida que la voz del hombre se hacía más inaudible. Le ayudaba el hecho de que no hubiera nada que lo distrajera en la habitación: el escritorio se había ido extendiendo hasta abarcar toda la pieza y continuar por las paredes, que ahora eran profundamente blancas y lejanas. Llegado a este punto, el doctor Martin dejó de oír totalmente a su paciente, al tiempo que se percataba de la absoluta ausencia del lápiz.

Se volvió hacia el diván. Estaba vacío. Fijándose mejor, pudo
comprobar que en realidad no había diván, como no había escritorio, ni puerta, ni paredes. Cansada pero felizmente, paseó la mirada por la ilimitada blancura que lo rodeaba.


[Imágenes del autor]

Originalmente publicado en el Papel Literario del diario El Nacional (Caracas, Venezuela). En España, el programa Racó Literari de 3deNit, retirado de antena, hizo una versión radial dramatizada que se emitió en IB3 Ràdio de les Illes Balears dentro de una entrevista al autor, gracias a la amable iniciativa de Joana Pol y Sandra Llabrés. Una vez más, desde aquí gracias a ambas magníficas anfitrionas y a todos los que conformaron el equipo del Rincón Literario.  

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