martes, 26 de mayo de 2020

¿QUÉ NOS ENSEÑA LA PANDEMIA MUNDIAL? (7)




NUESTRA (IN)CULTURA ECONÓMICA E INDUSTRIAL

 

Así, pues, podemos desaparecer del planeta por diversas causas. Algunas no podemos preverlas ni hacer nada por evitarlas con nuestra tecnología actual, como el estallido de una supernova que destruya la capa de ozono (que acabe de destruirla, porque su destrucción ya la empezamos nosotros), o una erupción volcánica de grandes proporciones cuyos gases nos sumerjan en un invierno volcánico (lo que, para la atmósfera del planeta, compensaría el efecto invernadero de los gases que emiten nuestras fábricas). Esta última posibilidad no es tan remota como pudiera pensarse: la erupción en 1815 del volcán Tambora, en Indonesia, que se oyó a más de 2000 kilómetros de distancia, mató directa o indirectamente a unas 90 000 personas, y los gases que expulsó alcanzaron las cosechas y el ganado en todo el mundo, ocasionando la peor hambruna global del siglo XIX. La caída de un meteorito tampoco es algo que pudiéramos evitar por ahora, pero nuestros astrónomos ya trabajan en eso y es de suponer que en un futuro próximo quizás podríamos hacer algo al respecto. En cuanto a las demás causas que pueden provocar nuestra extinción, como la aparición de la pandemia que nos asola en estos momentos, a diferencia de los dinosaurios, nosotros sí podemos hacer algo por evitarlas o, cuando menos, aminorar sus efectos. Sobre todo, podríamos evitar las causas subyacentes originadas por nosotros mismos: principalmente, nuestra ignorancia.

 

Desde comienzos de la moderna era económica e industrial, que se extendió principalmente por los países del hemisferio norte a partir del siglo XIX, nuestra ignorancia nos llevó a ver el planeta como una fuente inagotable de recursos a la vez que como un gigantesco vertedero. Con el desarrollo de la industria y el incentivo del comercio en expansión, la especie humana empezó a modificar el medio ambiente como nunca antes, a cazar, pescar y desarrollar intensivamente animales y cosechas, a talar bosques y a excavar la tierra sin control en busca de minerales mientras destruía ecosistemas, a elaborar materiales y productos en muchos casos tóxicos y a generar residuos no degradables. Actividades siempre crecientes que han ido ensuciado y contaminado la tierra, el agua y el aire con basuras de todo tipo, desechos químicos y biológicos, y más recientemente, atómicos. Solo un siglo más tarde empezamos a descubrir que las especies naturales mueren y los recursos se agotan, que la tierra, el agua y el aire se saturan de contaminantes, que hay límites a lo que la naturaleza puede soportar sin que se altere peligrosamente el delicado equilibrio ambiental que ha hecho posible la vida en el planeta. Ahora conocemos —aunque todavía hay demasiados que no se lo toman en serio— la importancia de la conservación, del reciclaje, de la generación de energías limpias… Si queremos que el planeta siga siendo nuestro hogar, manteniendo las condiciones en las que se han desarrollado las especies vivientes que conocemos, incluida la nuestra, tenemos que aceptar de una vez que el modelo de desarrollo descontrolado desde los primeros años de la era industrial es, sencillamente, insostenible por más tiempo.

 

Pero, ¿por qué, tan pronto se dispuso de maquinarias capaces de multiplicar por un número indefinido y cada vez mayor el producto del trabajo manual, se generó en forma exponencial, sin que nadie pensara demasiado en las consecuencias, ese desaforado desarrollo industrial y comercial? La respuesta es simple: porque produce bienestar, comodidad y riqueza. Y, ¿quién no quiere vivir mejor?… Pero para plantear correctamente esta pregunta hay que situarla en su contexto social global y a largo plazo. Porque, aparte de la crítica que pueda hacerse a un modelo de desarrollo principalmente basado en la eliminación de la competencia y la apropiación de los mercados en lugar de la colaboración y la distribución equitativa, en el que todos quieren ser el «ganador» de una carrera sin meta en pos de una continua acumulación sin límites, el hecho es que una vez agotados los recursos y contaminado el planeta hasta un grado irreversible para las actuales condiciones de vida, de lo que estamos peligrosamente cerca en estos momentos, la era de la economía industrial y del mercado global habrá durado, a escala histórica, un soplo. Y nosotros también.  

 



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sábado, 23 de mayo de 2020

¿QUÉ NOS ENSEÑA LA PANDEMIA MUNDIAL? (6)




EL MUNDO SIN NOSOTROS

La forma más eficaz (estrictamente, la única) de combatir una pandemia es evitar los contagios. Esta obviedad —que, al parecer, a algunos les cuesta tanto entender— ha obligado por primera vez en la historia, desde la declaración, en marzo de 2020, de la infección por COVID-19 como pandemia mundial por la Organización Mundial de la Salud, al confinamiento en sus casas de la población de muchos países mientras se encuentran medios eficaces, que actualmente no tenemos, para combatir el virus. Esta situación excepcional nos ha traído las curiosas imágenes de diversos animales corriendo tranquilamente por las calles vacías de muchas ciudades. La televisión y las agencias de noticias nos han mostrado en todas partes jabalíes, ciervos, cabras, osos, patos, coyotes, algún puma, distintas clases de aves, y hasta pingüinos en ciudades costeras, quizás en busca de alimento o simplemente ampliando su espacio vital en ausencia de su principal antagonista de siempre: el hombre. El cierre de las fábricas, la inmovilización o drástica reducción de los transportes y la detención de nuestro desmesurado parque automotor han beneficiado al medio ambiente: el aire de las ciudades paralizadas es mucho más claro y las aguas están más limpias desde que la población se recluyó en sus casas para evitar los contagios. En tan solo 10 días, en algunas ciudades los gases de efecto invernadero se redujeron en alrededor de un 60% y, en particular, los niveles de CO2 y NO2 hasta en un 70-80% (datos de National Geographic). Por desgracia, la inesperada mejora en la limpieza del aire de las ciudades tiene poca repercusión dentro de la contaminación general que hemos infligido al planeta y cuyo efecto acumulativo sigue aumentando.

Por otra parte, las imágenes del lugar donde se produjo el accidente nuclear más desastroso de la historia, Chernobyl, revelan, gracias a los reporteros e investigadores que se han adentrado allí (con las medidas de protección necesarias), una ciudad en ruinas completamente invadida por una frondosa vegetación que incluso se desarrolla en el interior de las casas abandonadas, acompañada de poblaciones de insectos, aves y otros animales a pesar de la elevada contaminación de la zona, solo 30 años después del desastre. Aunque muchos de esos animales padecen los efectos de la contaminación radiactiva, algunos pájaros y ratones, aparentemente sanos, parecen dar tempranas muestras de una rápida adaptación evolutiva. Por lo que estos ejemplos dejan ver, el planeta se acostumbraría muy rápidamente a nuestra ausencia.




jueves, 21 de mayo de 2020

¿QUÉ NOS ENSEÑA LA PANDEMIA MUNDIAL? (5)




NOSOTROS PODEMOS SER LA CAUSA DE NUESTRA PROPIA EXTINCIÓN   
       
Estamos acostumbrados a la falsa imagen de que somos los amos del mundo. Pero nada nos garantiza que seamos la cúspide de la evolución ni la mejor de las especies (para algunos, todo lo contrario), ni que estemos llamados a permanecer para siempre en un planeta y un universo estables y diseñados para nosotros —lo que desmienten todos nuestros conocimientos geológicos y cosmológicos. Hay varias cosas que nos pueden borrar del planeta. Y de un día para otro. Los estratos geológicos dan muestras de cinco extinciones masivas desde que hay vida en la Tierra, por causas tan diversas como erupciones volcánicas de gran magnitud, caídas de meteoritos, bruscos cambios climáticos o radiación cósmica. Pero, aparte de fenómenos súbitos y violentos, las especies también pueden desaparecer (y desaparecen) por otros motivos: escasez de agua o alimentos, competencia por el espacio, cambios genéticos, degradación del hábitat…, por la acción de depredadores o por enfermedades… ¿Algunas de estas causas suenan familiares?… Se calcula, sin exageración, que más del 95% de todas las especies que han existido en el planeta desde la aparición de la vida, hace unos 3800 millones de años, han desaparecido. Hoy día, nosotros mismos nos hemos convertido en un incisivo factor de extinción de las especies actuales, por sobreexplotación, manipulación del medio ambiente, contaminación, destrucción de los entornos naturales…, y el calentamiento global generado por nuestra forma de consumo energético. Incluso, desde hace algún tiempo, somos un conocido (y muchas veces temido, y con razón) factor de nuestra propia posible extinción, como consecuencia del uso de armas nucleares, algún desastre tecnológico, o por el cambio climático global que hemos provocado.

No somos los dueños del planeta, ni tampoco una especie necesaria. Podemos desaparecer así como aparecimos, por un azar evolutivo. La irrupción de la pandemia —que, no lo olvidemos, todavía no hemos superado— es solo uno de los posibles acontecimientos por los que podríamos desaparecer. Y aun es posible que esta situación se deba, en parte, a nosotros mismos.


miércoles, 20 de mayo de 2020

¿QUÉ NOS ENSEÑA LA PANDEMIA MUNDIAL? (4)




PODEMOS DESAPARECER MÁS RÁPIDO DE LO QUE IMAGINAMOS

La primera lección que deberíamos aprender de la actual pandemia mundial es que nuestra vida en el planeta no está garantizada, por más que la subsistencia de comunidades y culturas, nuestra historia como especie y nuestra limitada perspectiva nos hagan suponerlo. Es difícil poner fechas exactas, pero nuestros 5000 años de historia escrita, los aproximadamente 200 000 años de existencia del moderno homo sapiens (según los estudios más recientes) y unos dos millones de años de evolución de la especie homo pueden parecer muchísimo tiempo desde la perspectiva de la duración de la vida humana que, gracias a los avances de la medicina y los sistemas de prevención de la salud, en los países de tecnología más avanzada empieza a rozar los 100 años. Pero, desde una perspectiva evolutiva, la Tierra es en realidad… el planeta de los dinosaurios. Las cifras de nuestra genealogía son nada frente al largo tiempo que esos sorprendentes animales anduvieron a sus anchas por agua, aire y tierra. Los dinosaurios duraron no diez, ni cien, ni mil…, ni tampoco un millón de años (lo que ya habría sido cinco veces más que nosotros)…, sino 160 millones de años. Tomando como referencia la mencionada duración del homo sapiens, ese lapso de tiempo es, no cinco veces, sino ochocientas veces el de toda nuestra existencia desde los inicios más remotos de la prehistoria. A una escala más accesible a nuestra percepción temporal, es como comparar una hora (pongamos, por ejemplo, de ejercicio físico, o la duración de un programa de televisión) con 800 horas (33 días y 8 horas más, que es lo que duraría el programa o el tiempo que deberíamos estar haciendo ejercicio sin parar) o, en otra analogía, como el grosor de una hoja de papel (o, si se quiere, el valor de un billete) frente al de un paquete de 800 hojas (o un fajo, o varios, de 800 billetes). Para subsistir durante tan largo tiempo, no cabe duda de que los dinosaurios fueron una especie muy bien adaptada a la vida en el planeta. Y, sin embargo, un acontecimiento inesperado —la caída de un meteorito, que ocasionó una catástrofe climática global— acabó con ellos por completo en un lapso que se calcula de solo escasas horas, a lo sumo unos pocos días.



lunes, 18 de mayo de 2020

¿QUÉ NOS ENSEÑA LA PANDEMIA MUNDIAL? (3)



            … Pero para que podamos responder adecuadamente, en todas sus repercusiones, a la compleja situación que la pandemia deja ver, es importante que entendamos previamente la naturaleza y la magnitud de esta situación.  


UNA SUERTE EN LA QUE NO PODEMOS CONFIAR

Ante la flagrante imprevisión general, que ha puesto de relieve nuestra ingenua confianza en una seguridad que damos por supuesta, es importante advertir que la inesperada pandemia pudo haber sido peor. Mucho peor. La enfermedad podría haberse transmitido por el aire. No ya en la proximidad de los afectados, como de hecho se transmite, sino a larga distancia, como el polen, o la contaminación atmosférica. O a través de los alimentos. O del agua. El virus pudo haber sido resistente a los desinfectantes, a los fármacos…, o mucho más contagioso, o difícil de detectar. Podría haber atacado principalmente a los niños… O podría ser que nuestros avances científicos y tecnológicos fueran incapaces no ya de detener su propagación (como, en efecto, ha sucedido), sino incluso de hacerle frente —lo que, por fortuna, hasta donde podemos prever y constatar, no es el caso. Dentro de la innegable gravedad de la situación, hemos tenido suerte de que la pandemia que nuestros científicos han bautizado COVID-19 y que se ha extendido tan rápidamente por el mundo, tenga una tasa de mortalidad global inferior al 2%, si bien en el grupo de mayores de 80 años llega hasta casi el 8%. A pesar de las bajas cifras, dado que la propagación del virus es mundial, esos porcentajes multiplicados por el número de habitantes arrojan unas cantidades impresionantes. Recordemos que la población del planeta alcanza hoy casi 8 mil millones de personas, concentradas principalmente en ciudades, donde los contactos son frecuentes, y que alrededor de un 15% (más de mil millones) son mayores de 65 años, considerados, en función de la edad, población de riesgo (en algunos países, como España o Italia, este porcentaje es aún mayor). No obstante, las cifras de mortalidad, que pueden variar según los factores de cálculo, son indudablemente bajas si las comparamos, por ejemplo, con las de la peste, la otra gran pandemia que arrasó Europa en otra época y cuya mortalidad aún hoy, en los casos no tratados, es superior al 60%. 

Pero, como se sabe, no basta con tener suerte. Hay que saber aprovecharla.






sábado, 16 de mayo de 2020

¿QUÉ NOS ENSEÑA LA PANDEMIA MUNDIAL? (2)



En la entrega anterior decíamos que desde los años 70 del siglo pasado el mundo no había conocido ninguna pandemia de proporciones globales, por lo que esta nos cogió por sorpresa...


LA «CIENCIA FICCIÓN» NO ES FICCIÓN

… O no tanto. Al menos no fue una sorpresa para los más avisados, que nunca son muchos. Unos pocos autores de ciencia ficción, pero también científicos y organismos sanitarios (y hasta alguna personalidad pública) habían advertido en ocasiones de la posibilidad de una epidemia que llegara a afectar a toda la población mundial, quizás como resultado del abuso de los antibióticos, que podía provocar el desarrollo de cepas resistentes a los fármacos, o por la dispersión (accidental o no) de agentes patógenos procedentes de laboratorios de investigación, algunos creados genéticamente, o por el salto de virus o bacterias de una especie a otra, o incluso por la llegada de microorganismos en meteoritos procedentes del espacio. Se trataba, decían los pocos visionarios, de una auténtica amenaza global contra la que no estamos preparados, y cuya defensa haríamos bien en priorizar por encima de nuestros antagonismos geopolíticos y económicos. Los políticos, y sus consejeros militares y económicos, no prestaron atención.

Por eso, la aparición de la pandemia ha sorprendido a todos los países, obligados a reconocer de un día para otro la artificialidad de sus fronteras ante un enemigo natural que las ignora y que avanza más rápido que los estragos del cambio climático. Frente al súbito descubrimiento de una inesperada vulnerabilidad que traspasa nuestros límites nacionales con más facilidad que los geográficos y que se burla de nuestros adelantos médicos y tecnológicos, ha habido que aislar a los afectados y poner espacio entre el resto de la población para evitar más contagios. A falta de mejores medidas de protección, la disminución de los contactos físicos ha llevado a paralizar o reducir drásticamente los traslados, el intercambio social y la mayoría de los trabajos en casi todas partes. Los políticos, incluso los que en un primer momento se negaban a aceptar la seriedad de los contagios, empezaron a hablar de la pandemia como de una guerra, y comparan, en el lenguaje efectista al que recurren con frecuencia, la necesaria recuperación económica que vendrá después con una situación de posguerra. Un disparate. Los que han estado tan dispuestos en tantas ocasiones, movidos por intereses hegemónicos, a desatar o apoyar guerras, incluso con posibles repercusiones mundiales, de pronto no saben distinguir los estragos de una guerra de los de una pandemia. No es de extrañar: los políticos son ignorantes de la historia. En una guerra, además de muertes y todo tipo de atrocidades, que eclipsan casi por completo cualquier vestigio de humanidad, la destrucción alcanza al arte y la ciencia, la economía y la cultura, la infraestructura institucional, comunicacional y urbana, la cadena alimentaria y productiva… Todo lo que hay. Y cuando, por fin, la pesadilla termina, quedan temores, odios y rencores, a veces dolorosamente patentes y cercanos, que son difíciles de superar. En cambio, cuando la pandemia pase (porque esta, por fortuna para nosotros, pasará), los sobrevivientes (que, por fortuna, y a diferencia de lo sucedido con la peste en la Edad Media, serán muchos) retomarán sus actividades sobre un fondo estructural prácticamente intacto. La recuperación, sin los traumas de una guerra, debería ser rápida, como seguramente lo será, a pesar de predicciones agoreras. Desde luego, siempre que tomemos las precauciones necesarias para evitar nuevos contagios y, sobre todo, que sepamos adaptarnos, económica y socialmente, a la realidad que la pandemia ha puesto y seguirá poniendo en evidencia.  



jueves, 14 de mayo de 2020

¿QUÉ NOS ENSEÑA LA PANDEMIA MUNDIAL? (1)


Pandemia (etim.): Unión de toda la población.  
(Med.): Enfermedad que afecta a un gran número
de países o habitantes. 




    PODEMOS DESAPARECER DEL PLANETA MÁS FÁCILMENTE DE LO QUE PENSAMOS

Lo principal y quizás más evidente que podemos aprender de la actual pandemia mundial es nuestra tremenda fragilidad como especie. Nuestra fragilidad como individuos ya la conocíamos, aunque tenemos una marcada tendencia a ignorarla. Sabemos que podemos morir en cualquier momento, no solo por vejez las personas de edad avanzada (de manera, digamos, «natural»: por fallo multiorgánico o desgaste general del organismo), sino de forma inesperada y a cualquier edad, por enfermedad, por algún problema congénito, por accidente… No obstante, no solemos pensar en ello, quizás en parte porque estamos acostumbrados a ver como la vida sigue fluyendo a nuestro alrededor, impertérrita ante la desaparición inevitable, pero ocasional y espaciada, de individuos que a la larga son reemplazados por otros, subsistiendo en el tiempo y en el espacio las comunidades, proyectos e instituciones. En cambio, la irrupción de una pandemia de consecuencias mortales es algo muy distinto. Sucumben muchos, en gran número, en espacios próximos y en intervalos muy cortos, poniendo en peligro la supervivencia de todo, incluidas las estructuras sociales que, de pronto recordamos, están hechas de individuos.

La humanidad ha conocido pandemias con anterioridad, algunas no hace mucho tiempo, y algunas también mortales. Pero en su mayoría han estado circunscritas a determinados países o regiones, o a ciertos grupos poblacionales. La peor y la más extensa de las que se tiene noticia, que no respetó espacios ni grupos humanos, mató en el siglo XIV a unas 100 millones de personas, uno de cada tres habitantes de Asia, Europa y África (en algunas ciudades, como Florencia, solo sobrevivió una de cada cinco personas). Fue la temida peste negra de la Edad Media. Pero eso es el pasado. Está en los libros de historia, y en internet, para quien quiera saberlo. En una época en la que, juzgando por nuestros parámetros actuales, se desconocía casi todo, y se ignoraba cómo combatir el mal, la gente recurría a remedios caseros ineficaces. Quemaba los cadáveres amontonados en las calles. Rezaba, impotente. Huía de las poblaciones diezmadas, sin saber y sin tener adónde ir. Hoy, además de internet, que lleva información instantánea a todos los lugares del planeta donde haya líneas telefónicas o recepción por satélite, contamos con adelantos médicos, científicos y tecnológicos como nunca antes en la historia. Y desde el último cuarto del siglo pasado el mundo no había conocido ninguna pandemia de proporciones globales. Así que esta nos cogió por sorpresa.