En la entrega anterior decíamos que desde los años 70 del siglo pasado el mundo no había conocido
ninguna pandemia de proporciones globales, por lo que esta nos cogió por sorpresa...
LA «CIENCIA FICCIÓN» NO ES FICCIÓN
… O no tanto. Al menos no fue una sorpresa para los más avisados, que nunca
son muchos. Unos pocos autores de ciencia ficción, pero también científicos y
organismos sanitarios (y hasta alguna personalidad pública) habían advertido en
ocasiones de la posibilidad de una epidemia que llegara a afectar a toda la
población mundial, quizás como resultado del abuso de los antibióticos, que podía
provocar el desarrollo de cepas resistentes a los fármacos, o por la dispersión
(accidental o no) de agentes patógenos procedentes de laboratorios de
investigación, algunos creados genéticamente, o por el salto de virus o
bacterias de una especie a otra, o incluso por la llegada de microorganismos en
meteoritos procedentes del espacio. Se trataba, decían los pocos visionarios, de
una auténtica amenaza global contra la que no estamos preparados, y cuya
defensa haríamos bien en priorizar por encima de nuestros antagonismos geopolíticos
y económicos. Los políticos, y sus consejeros militares y económicos, no prestaron
atención.
Por eso, la aparición de la pandemia ha sorprendido a todos los países, obligados
a reconocer de un día para otro la artificialidad de sus fronteras ante un
enemigo natural que las ignora y que avanza más rápido que los estragos del
cambio climático. Frente al súbito descubrimiento de una inesperada
vulnerabilidad que traspasa nuestros límites nacionales con más facilidad que
los geográficos y que se burla de nuestros adelantos médicos y tecnológicos, ha
habido que aislar a los afectados y poner espacio entre el resto de la
población para evitar más contagios. A falta de mejores medidas de protección, la
disminución de los contactos físicos ha llevado a paralizar o reducir drásticamente los traslados, el
intercambio social y la mayoría de los trabajos en casi todas partes. Los
políticos, incluso los que en un primer momento se negaban a aceptar la
seriedad de los contagios, empezaron a hablar de la pandemia como de una guerra,
y comparan, en el lenguaje efectista al que recurren con frecuencia, la
necesaria recuperación económica que vendrá después con una situación de posguerra.
Un disparate. Los que han estado tan dispuestos en tantas ocasiones, movidos
por intereses hegemónicos, a desatar o apoyar guerras, incluso con posibles repercusiones
mundiales, de pronto no saben distinguir los estragos de una guerra de los de
una pandemia. No es de extrañar: los políticos son ignorantes de la historia. En
una guerra, además de muertes y todo tipo de atrocidades, que eclipsan casi por
completo cualquier vestigio de humanidad, la destrucción alcanza al arte y la
ciencia, la economía y la cultura, la infraestructura institucional,
comunicacional y urbana, la cadena alimentaria y productiva… Todo lo que hay. Y
cuando, por fin, la pesadilla termina, quedan temores, odios y rencores, a
veces dolorosamente patentes y cercanos, que son difíciles de superar. En
cambio, cuando la pandemia pase (porque esta, por fortuna para nosotros,
pasará), los sobrevivientes (que, por fortuna, y a diferencia de lo sucedido con la peste en
la Edad Media, serán muchos) retomarán sus actividades sobre un fondo
estructural prácticamente intacto. La recuperación, sin los traumas de una
guerra, debería ser rápida, como seguramente lo será, a pesar de predicciones agoreras.
Desde luego, siempre que tomemos las precauciones necesarias para evitar nuevos
contagios y, sobre todo, que sepamos adaptarnos, económica y socialmente, a la
realidad que la pandemia ha puesto y seguirá poniendo en evidencia.
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