viernes, 17 de febrero de 2023

EL ABSURDO DE LA GUERRA

  

La mayoría de países del mundo, la virtual totalidad de las organizaciones humanitarias y toda persona con un sentido común que vaya algo más allá de una visión conformista de los hechos, están y estarán siempre en contra de la guerra. La desafortunada frase de Clausewitz, compartida aún hoy por algunos intelectuales que no rechazan la violencia (lo que es casi un oxímoron), de que «la guerra es la continuación de la política por otros medios», es palmariamente falsa. La guerra es el fracaso de la política.

Aristóteles calificó al ser humano de zoon politikon, «animal político», dotado de la facultad de organizarse en sociedad bajo principios de razón. Aunque no es el único animal social (las abejas, las hormigas y otros también lo son), es, en cambio, el único «animal racional», capaz de expresar y dirimir mediante el lenguaje los problemas que surgen en su particular vida social, no determinada por el instinto natural como en el resto de los animales. Frente a la opción del lenguaje, el recurso a la violencia comporta el abandono de la razón a favor de la fuerza. La afirmación de Clausewitz de que «el uso de la fuerza física en su máxima extensión no excluye en modo alguno la participación de la inteligencia» implica poner la facultad que nos distingue de los animales al servicio del recurso animal más básico, la brutalidad.

Para quienes la política es un ejercicio racional de organización social, idealmente orientado al bien común, es claro que la guerra es exactamente lo opuesto. Súmense todos los males imaginables que el ser humano es capaz de infligir en todas sus formas: asesinatos, mutilaciones, violaciones, tortura, esclavización, genocidio, extorsión, saqueo…, crímenes de todo tipo. Multiplíquese por cualquier número. Eso es la guerra. ¿El resultado?… Muerte, destrucción. Para los sobrevivientes, pérdidas, hambre, abandono, sufrimiento. Familias rotas, vidas destrozadas. Quizás (porque el resultado de la violencia es impredecible) alguna ganancia política para el vencedor ―dentro de un concepto de la política distinto del anterior: el control de determinados recursos (espacio, materiales, energía, «seguridad»…) cuyo deseo de posesión motivó el inicio de las hostilidades. Dado que el azar interviene en gran medida en el resultado de cualquier acto de violencia (como reconoce ampliamente Clausewitz), la guerra es una de esas cosas que se sabe cuándo empiezan, pero nadie sabe cuándo ―ni cómo― terminan. Ni aún el que la inicia, como enseña abundantemente la historia. Al enorme costo económico de una guerra ―armamento, materiales, logística, vehículos de todo tipo, movilización, alimentación, ropa y equipamiento de las tropas, a lo que hay que añadir la subsistencia, protección, eventuales traslados, alojamiento y organización de la sociedad civil― se suma el incalculable precio en vidas humanas, la destrucción y pérdida de viviendas, fábricas, infraestructuras, bienes materiales y culturales. Más resentimientos y heridas psicológicas y sociales que pueden persistir durante generaciones, además de la escasez y el malestar económico y social que suelen suceder a las guerras.

Quienes piensen que el balance vale la pena es porque, lo admitan o no, ven las vidas de las personas (y, seguramente, también el patrimonio artístico y cultural destruido por las guerras) tan prescindibles como cualquier bien material sustituible, frente a la perspectiva de lograr cierto objetivo político ―dentro de esa estrecha concepción de la política como ejercicio de poder o posesión.

Aun cuando se afirme, como hace Clausewitz siguiendo a su predecesor, también militar, von Lossau, quien era más claro en esto, que el objetivo final de la guerra es asegurar las condiciones de la paz que seguirá (curiosa actitud, rayana en la contradicción) podemos ―en rigor, debemos― preguntarnos si de verdad no hay formas menos dañinas y destructivas de organizar la paz.  

Si dedicáramos a la solución de los intereses encontrados entre los distintos países o entre facciones de un mismo país ―o más bien, entre sus dirigentes― el mismo celo que dedican los estrategas a planificar guerras, probablemente tendríamos una teoría de la resolución racional de conflictos bastante acabada y eficaz, al haber orientado desde hace tiempo a la obtención de soluciones útiles para todos la energía que políticos y militares dedican a preparar y desarrollar ese curioso y desatinado «medio de hacer política».