miércoles, 22 de enero de 2020

EVANESCENCIA




El doctor Martin contemplaba hundido en su sillón la profunda blancura de la pared frente al escritorio, desprovista de cuadros. A fuerza de desvanecer fantasmas que solo existían en la mente de sus pacientes porque estos los habían puesto allí, había llegado a preguntarse si sus propios pacientes no existirían más que porque él mismo los creaba. Se hundió aun más en el sillón y suspiró. Eran demasiados años de lidiar con todas las manías, delirios y formas de demencia imaginables.

Sobre el escritorio sonó el timbre apagado del intercomunicador. El doctor tecleaba constantemente en la mesa con el lápiz que sostenía en sus manos.
—¿Sí?…
—Su próximo pa…ciente, d…o…ct…o…r… —la voz que emanaba del aparato resonó extrañamente en sus oídos. La secretaria debía haber pronunciado el nombre del paciente, pero desde el momento en que se inició el mensaje su tono se fue reduciendo, como un minuendo musical con voz de chicharra y sordina.
—Hágalo pasar —contestó mecánicamente. Esta vez no oyó en absoluto la respuesta. Fue a levantarse para buscar la ficha (no era día de nuevas citas), pero pensó que no podía hacerlo sin el nombre del paciente. Sintió, con extraño regocijo, un inexplicable alivio.

La puerta —una única puerta, sin marco ni paredes— se abrió, y entró un hombre pequeño y de aspecto grisáceo. El doctor Martin parpadeó, indicándole con un gesto el diván.
—Doctor —comenzó el hombre—, necesito ayuda. Algo muy extraño me sucede.
El doctor Martin observó con detenimiento el lápiz que aún sostenía entre los dedos. Era la única cosa que se destacaba sobre la blanca superficie del escritorio.

—Verá, doctor: soy artista. Trabajo con materiales que conforman el mundo. Con mis manos y el auxilio de otros instrumentos moldeo la arcilla, la roca, el hierro. Doy vida y forma a mis pensamientos. La gente admira mis obras. Pero a fuerza de plasmar mi ser en ellas, he notado últimamente que cada vez que acabo un trabajo se va con él la parte de mí que lo creó, lo alimentó y le dio vida. Al principio no me daba cuenta de esto; tal vez porque había mucho en mí por crear. Pero poco a poco me he ido percatando de esta grotesca realidad. Cuando caí en la cuenta de ello, me di a la tarea de destruir algunas de mis obras. Tarea que abandoné poco después, cuando comprobé horrorizado que no lograba recuperar la vida que ya no tenía. Finalmente descubrí que yo era ellas, y que destruyéndolas me destruiría a mí mismo. He venido a verlo, doctor, porque últimamente he llegado a pensar que no existo. Solo existen mis obras. Y tengo miedo, porque no sé qué sería de mí sin ellas. Además, desde hace algunas semanas no he podido crear nada, y me pregunto qué pasaría si…

El doctor Martin había ido concentrando su atención a medida que la voz del hombre se hacía más inaudible. Le ayudaba el hecho de que no hubiera nada que lo distrajera en la habitación: el escritorio se había ido extendiendo hasta abarcar toda la pieza y continuar por las paredes, que ahora eran profundamente blancas y lejanas. Llegado a este punto, el doctor Martin dejó de oír totalmente a su paciente, al tiempo que se percataba de la absoluta ausencia del lápiz.

Se volvió hacia el diván. Estaba vacío. Fijándose mejor, pudo
comprobar que en realidad no había diván, como no había escritorio, ni puerta, ni paredes. Cansada pero felizmente, paseó la mirada por la ilimitada blancura que lo rodeaba.


[Imágenes del autor]

Originalmente publicado en el Papel Literario del diario El Nacional (Caracas, Venezuela). En España, el programa Racó Literari de 3deNit, retirado de antena, hizo una versión radial dramatizada que se emitió en IB3 Ràdio de les Illes Balears dentro de una entrevista al autor, gracias a la amable iniciativa de Joana Pol y Sandra Llabrés. Una vez más, desde aquí gracias a ambas magníficas anfitrionas y a todos los que conformaron el equipo del Rincón Literario.  

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