viernes, 6 de mayo de 2022

Por qué fracasó la Conferencia de Glasgow sobre el clima

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A varios meses de la última Conferencia Mundial sobre el Clima COP26, celebrada en Glasgow el pasado noviembre, nada parece haber cambiado mucho en cuanto a las medidas para frenar el cambio climático. La propia Conferencia terminó con poco más que meras palabras. Sin duda bajo la ominosa sombra de influyentes lobbies económicos (véase El cambio climático: los negacionistas), y también temerosos de tomar medidas que, por impopulares, podrían hacerles perder votos (lo que no dejaría de aprovechar la oposición política en los países occidentales, como ha demostrado de sobra la pandemia global), los líderes mundiales que asistieron a la Conferencia optaron por una tibia declaración de intenciones que, por los momentos, no perturbe mucho la economía actual al tiempo que parezca dar respuesta a los grupos ecologistas y al reclamo no tan punzante todavía de una población cuya conciencia sobre el problema climático va lentamente en aumento. Así pues, palabras pero pocas acciones. En suma, a los políticos presentes en la Conferencia ―y a los ausentes  también― les preocupa menos la grave situación del clima mundial que su imagen ante los electores.

 

¿Por qué este mal resultado? En anteriores ocasiones se han hecho cambios en materia económica por motivos de salud pública o de conservación del medio ambiente, como la eliminación del tetraetilo de plomo como antidetonante para la gasolina, por sus efectos tóxicos, o, más recientemente, la prohibición del uso general de los clorofluorocarbonos, principales gases causantes del debilitamiento de la capa de ozono de la atmósfera. La eliminación de los clorofluorocarbonos ha sido citada muchas veces como el acuerdo más exitoso a nivel mundial en materia de protección ambiental. Pero la prohibición no ha sido total, ya que se han mantenido ciertos usos considerados «esenciales», y se alcanzó después de un largo proceso de discusiones y litigios que duró más de 20 años: desde la década de 1970, cuando los científicos dieron las primeras voces de alarma, pasando por el Protocolo de Montreal que los prohibió en 1987 y que no se respetó en muchas ocasiones, con varios acuerdos más y muchos avances y retrocesos debidos principalmente a la resistencia de los fabricantes, hasta el cese de su producción que se fijó finalmente para 1996. El tetraetilo de plomo tiene una historia aún más larga: desde las primeras denuncias científicas sobre su toxicidad a principios de la década de 1920 hasta la primera prohibición, en los Estados Unidos en 1973, transcurrieron 50 años. Pero su uso continuó en muchos países incluso hasta después del año 2000, y todavía hoy, más de 90 años desde su introducción, se sigue empleando en la aviación. Son solo dos ejemplos. Si algunas empresas son capaces de ejercer durante tanto tiempo una feroz y taimada resistencia a cuanto consideran una amenaza a sus intereses, utilizando desde descaradas mentiras a todas las argucias legales y no legales (hay abundantes pruebas y multitud de casos) para seguir lucrándose de determinados productos (o procedimientos, como el fracking o los vertidos contaminantes, y son solo otros dos ejemplos) que se han demostrado perjudiciales para la salud o el medio ambiente, piénsese en todo un lobby de poderosos patrocinadores presionando, a medias en la sombra, a medias abiertamente en ocasiones, a los políticos de los principales países industrializados…, a lo que habría que sumar en este caso el descontento de la virtual totalidad de los electores. Porque los importantes cambios que hay que adoptar hoy en materia de usos de energía, limpieza y conservación ambiental, reciclaje, descontaminación, y los considerables proyectos de reinversión necesarios, perturbarían, por una parte, los esquemas económicos de la mayoría de las grandes empresas y los emporios financieros interesados en mantener el modelo actual y, por otra, los hábitos del gran público que tendría que adaptarse a las múltiples repercusiones diarias, domésticas y sociales de esos cambios ―con el consecuente malestar de ambos sectores del electorado. Así pues, en su interesada y cobarde, además de miope visión de la realidad, los políticos prefieren mantener por ahora un modelo económico que no beneficiará a nadie cuando el planeta se haya chamuscado, y nosotros con él.  

 

Los acuerdos alcanzados en Glasgow, si así pueden llamarse ya que no son vinculantes y, por tanto, ningún país está obligado a cumplir, repiten una vez más la «urgente» necesidad de cooperación internacional para reducir las emisiones de metano y de CO2, reducir el uso del carbón como combustible (no eliminar, cortesía de los representantes de India y China,[1] países que planean seguir usándolo en proporciones considerables), aminorar (no detener) el proceso de deforestación en todo el mundo (lo que Brasil, después de largos años destruyendo brutalmente la Amazonia, finalmente ha aceptado, al menos de palabra, contando con las compensaciones económicas que recibe y espera seguir recibiendo de fondos internacionales ―lo que de paso le ayuda a quedar bien con un creciente sector del electorado), además de la necesidad de aumentar el dinero destinado a mitigar el cambio climático, incluido el aporte de los países ricos a los países en desarrollo para que puedan adaptar su economía a las nuevas necesidades energéticas (aunque se reconoce no haber cumplido los compromisos anteriores en tal sentido) y otras declaraciones de tal índole. En lugar de pactos firmes, los 71 puntos de la versión preliminar de la declaración conjunta enfatizan y re-enfatizan (sic) la gravedad de la situación climática mundial, pero en vez de acordar y establecer medidas, simplemente «invitan», «animan» y «urgen» a todo el mundo a actuar contra el calentamiento global, sin olvidar la llamada a las organizaciones no gubernamentales, los pueblos indígenas, los grupos locales, voluntarios, juveniles, de mujeres, y hasta los defensores de la igualdad de género (¿tienen algo que ver con el clima?). Tal parece que los líderes políticos no quisieron dejar a nadie fuera de un compromiso global que ellos trataron por su parte de eludir. Ante el inminente peligro que nos amenaza a todos pero que ellos, en función de su cargo, deberían ser los primeros en afrontar, optaron por el falso recurso del diferimiento. De hecho, la declaración final exhorta al Grupo Intergubernamental de Expertos (IPCC) a presentar sus informes siguientes a la próxima Conferencia sobre el Clima (COP27) en el año 2022.  

 

Los más optimistas señalan entre los «éxitos» de la Conferencia una declaración más clara que en el pasado respecto al objetivo de no superar el incremento de 1.5ºC de la temperatura global, o el señalamiento inequívoco del carbono como causa principal del actual aumento de temperatura, o la llamada (y el aparente compromiso de algunos países) a incrementar la ayuda a los países en desarrollo (a pesar de que, como se ha dicho, no se está proporcionando la acordada en anteriores ocasiones), así como un cierto número de acuerdos menores, como una inesperada declaración conjunta de Estados Unidos y China para la cooperación climática a lo largo de una década ―como si sobrara tiempo para actuar―, o el convenio entre 11 países (de los casi 200 asistentes) para establecer una futura finalización de la exploración y la extracción de petróleo, y diversas declaraciones tendentes a eliminar ―¡en un plazo de hasta 20 años e incluso más en algunos casos!― el uso del carbón y la venta de motores y vehículos de combustión fósil. Pero, aparte de la morosidad y la vaguedad general de esos acuerdos, los representantes de los distintos países solo han estado dispuestos a aceptar opciones que de momento no alteren mayormente el estado actual de su economía: por ejemplo, la propuesta de abandonar a corto plazo el uso de motores de gasolina y diesel no fue aceptada por los principales países fabricantes de automóviles, como Estados Unidos y Alemania, y las repetidas recomendaciones de disminuir la emisión de gases invernadero conceden amplio margen a las «diferentes circunstancias» de cada país, lo que deja abierta la opción de prolongarlas indefinidamente.

 

En una actitud más realista, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, no ocultó en su declaración final su decepción ante los resultados de la Conferencia: «Se han dado pasos importantes ―afirmó diplomáticamente―, pero no son suficientes… No se han conseguido los objetivos propuestos en esta Conferencia.» Y aunque ha insistido en la necesidad perentoria de seguir luchando por lograr los compromisos necesarios para combatir el cambio climático, de momento las expectativas se trasladan a la próxima conferencia prevista para noviembre de este año, si otras cosas no lo impiden.

 

Mientras, el planeta se sigue calentando. 

 



[1]  Estos países, después de anunciar en un primer momento que no asistirían –tal es la importancia que los políticos le dan al tema– finalmente enviaron delegados a la Conferencia, así como Brasil –sin duda, tras las presiones recibidas por grupos ecologistas y otros sectores.

 

 Los negacionistas

Qué pasa con el cambio climático

 

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