jueves, 25 de junio de 2020

CUESTIONES ÉTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (2)



ECONOMÍA CONTRA CONFINAMIENTO

 

Si, por lo que hemos analizado hasta ahora, prescindir por completo de la economía equivale a la inanición, hasta el punto en que las actividades básicas (distribución de agua, alimentos, medicinas…) han tenido que seguir funcionando y mantener su actividad el personal de esos servicios —mientras por otra parte, recordémoslo, hay quienes no pueden permitirse el lujo de detener sus actividades—, ¿realmente era necesario el aislamiento en sus casas de la virtual totalidad de la población, con la consiguiente paralización casi total de la economía? ¿No habría sido preferible, como han hecho algunos países, mantener en todas partes un número mayor de actividades productivas y reducir así el perjuicio económico?… ¿Tienen los gobiernos derecho a confinar a sus ciudadanos? ¿No debería cada quien tomar su propia decisión al respecto?

 

Desde el primer momento ha sido obvio que el aislamiento no puede prolongarse hasta que se obtenga una cura segura de la enfermedad o una vacuna, simplemente porque estas quizás no se consigan y, si se consiguen, se podría tardar años. El objetivo del confinamiento que han establecido muchos países, por una parte para aislar a los enfermos e impedir la rápida propagación del virus y, por la otra, evitar los contagios entre portadores asintomáticos, la mayoría de los cuales ignoran que lo son, es una medida de emergencia mientras se hace acopio de medios suficientes (principalmente, equipos de detección, protección y tratamiento, camas en los hospitales, aumento del personal sanitario y de recursos de investigación) para hacer frente a la pandemia.  

 

No obstante, la reacción a la pandemia no ha sido unánime. China aisló la ciudad donde se originó la infección (a pesar de su enorme número de habitantes), seguida de otras más, para detener la expansión del virus; y los países europeos más inmediatamente afectados, Italia y España, decretaron el confinamiento de toda su población cuando se hizo evidente el carácter epidémico de los contagios. Pero si bien la cuarentena ha sido el modelo a seguir en casi todas partes, unos pocos países (principalmente en el norte de Europa) optaron por lo que llamaron «aislamiento inteligente»: mantener en sus casas a las personas vulnerables y recomendar normas de distanciamiento social, apelando a la colaboración ciudadana para evitar o reducir los contagios, mientras se espera que el conjunto de la población desarrolle defensas naturales contra el coronavirus.

 

Suecia, por lo que se sabe, el país que ha adoptado la actitud más laxa, en parte por disponer de una buena capacidad hospitalaria para su relativamente baja población, que no le hizo temer el colapso de los servicios sanitarios, no ha cerrado tiendas, escuelas ni centros de reunión social; y el distanciamiento voluntario de sus ciudadanos, que han evitado aglomeraciones y han hecho un menor uso del transporte público, la ha mantenido entre las menos afectadas del mundo. No obstante, cuando se compara con los países de su entorno inmediato, las cifras arrojan dudas sobre la idoneidad de su estrategia: 3600 muertes para mediados de mayo (dos meses después de la declaración de la pandemia por la OMS), sobre una población de algo más de 10 millones de habitantes, frente a las aproximadamente 1500 muertes de Noruega, Finlandia y Dinamarca juntas, que suman entre las tres más de 15 millones de habitantes (y donde hubo medidas más restrictivas). El Reino Unido, que adoptó al principio esa misma pauta, tuvo que decretar poco después el confinamiento, al crecer en forma alarmante el número de muertes, que llegó a ser el más alto de Europa y segundo en el mundo al superar 41 000 a mediados de junio. Otros países cuyos dirigentes minimizaron en un principio la pandemia y se negaron a adoptar medidas de control han tenido que hacer frente a cifras de contagios y de fallecimientos cada vez mayores. Estados Unidos, en el afán de su presidente por mantener los índices económicos a toda costa (no así todos sus gobernadores, algunos de los cuales han decretado en sus Estados medidas de confinamiento), tiene el triste récord desde hace ya semanas de ser el país del mundo con más muertes causadas por la pandemia: más de 114 000 para mediados de junio (a título meramente comparativo, durante los 7 años que Estados Unidos estuvo directamente involucrado en la guerra de Vietnam, murieron 58 000 soldados estadounidenses); el Estado de Nueva York, epicentro de la enfermedad en el país (cuyo gobernador finalmente se vio obligado a decretar la cuarentena ante el número de contagios), ha superado en mortalidad a España, a pesar de tener menos de la mitad de su población. Por su parte, Brasil, cuyo presidente sigue despreciando la gravedad de la situación (a diferencia también de la oposición de algunos de sus gobernadores regionales), ocupa ya el segundo lugar en muertes a nivel mundial, acercándose para esa misma fecha a las 50 000, con unas 1200 muertes diarias registradas durante tres días consecutivos.  

 

Esas posiciones no han sido las únicas. La variedad de respuestas ante la pandemia ha ido desde las medidas de confinamiento más estrictas y punitivas (amenazas, multas, arrestos e incluso el uso de la fuerza en algunos países) hasta actitudes negacionistas que oscilan de la indiferencia («una gripecita») a la paranoia (oscuras fuerzas políticas o económicas que intentan controlar a la población), según el país y el estilo (no necesariamente el sistema) de gobierno. Decisiones marcadas por la tensión entre la protección de la salud y el mantenimiento de la economía.

 

Pero la falta de distinción —voluntaria o no, guiada o no por determinados intereses— entre los dos sentidos de la economía antes señalados, como actividad racional necesaria al mantenimiento de la existencia, y como supraestructura orientada a mantener un aparato financiero que sustenta cierto nivel de vida, puede llevar a decisiones que signifiquen la pérdida de vidas humanas —que son, a fin de cuentas, las que sostienen la economía, en cualquiera de los dos sentidos.

 

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