Viene de...
¿SALUD O ECONOMÍA?
«Ante todo, hay que mantener la economía para que podamos tener todo lo
demás», dicen quienes han clamado por la continuidad de las actividades
económicas o su reactivación casi inmediata en momentos en que la reclusión
social, a falta de otras medidas eficaces, estaba salvando vidas. Desde la irrupción
de la pandemia, algunos gobernantes se han mostrado más preocupados por la
salud del estamento financiero que por la salud de su población. Pero quienes
priorizan el aparato económico a la salud ponen absurdamente la carreta delante
de los bueyes, como ya venían haciendo frente a los que protestan por el
desastre ecológico y los que alertan del cambio climático. Porque sin salud,
sin la posibilidad de vida, no solo no hay economía: no hay nada.
Por tanto, puestos ante la necesidad inmediata de elegir, la única opción no
ya inteligente sino posible es la del viejo dicho: «la salud es lo primero».
No obstante, la clara respuesta al dilema no implica negar la importancia
de la economía, actividad consustancial a toda sociedad humana, hasta el punto
de que, en su expresión más básica, comporta tanto como el otro cuerno del
dilema. En pocas palabras, el modo en que organizamos los recursos disponibles para
satisfacer nuestras necesidades, empezando por la necesidad de subsistencia, es
tan fundamental para la vida como la salud misma. Si no nos alimentamos, no hay
vida.
Por lo que no solo es comprensible, sino inevitable, que a todo el mundo le
preocupe la interrupción de su actividad económica durante un lapso prolongado.
Pero es importante distinguir entre la economía como respuesta racional ante la
necesidad de supervivencia y la compleja estructura que su creciente
organización va conformando en el tiempo, a la par que las actividades sociales
crecen, se ramifican y se hacen más sofisticadas, por más que sea difícil
establecer líneas divisorias a lo largo de un proceso continuamente cambiante.
Dado el incremento general de la producción desde la época de la Revolución
Industrial, y en parte por la eficacia a relativamente corto plazo de las medidas
de aislamiento, los países desarrollados no han tenido que tomar ante el mencionado
dilema una decisión excluyente de la economía, que en cualquier caso no podrían
sostener durante demasiado tiempo. Lo que no quiere decir que su paralización,
aun parcial, no afecte en alguna medida su nivel de vida, derivado de su
desarrollo económico en el segundo sentido antes señalado. En cambio, para los
países más pobres, algunos con economías casi exclusivamente de subsistencia, el
problema es mucho más agudo, ya que para sus habitantes un día sin trabajar puede
significar en muchos casos un día de hambre, o un agravamiento, quizás
insostenible, del hambre que ya padecen. En estos países, sin embargo, un componente
demográfico que en muchos aspectos es índice de su baja calidad de vida, ha
venido a mitigar milagrosamente el mal: su pirámide poblacional escasea en
individuos de edad avanzada, donde la mortalidad por la pandemia es notablemente
mayor. Con todo, en uno y otro escenario hay quienes, por depender de una
economía personal o familiar más precaria, se han visto afectados muy
rápidamente por la súbita disminución de su actividad debida al confinamiento.
Hay que tener en cuenta, sin embargo, que no todas las actividades se han
suspendido. Aparte de los servicios médicos y de seguridad, prácticamente en
todas partes los suministros de agua, alimentos, medicinas, electricidad, gas,
comunicaciones y actividades
financieras básicas han seguido funcionando —en todas partes en los que estos
servicios existen, claro está. Esto es porque o bien esos servicios básicos son
administrados por el Estado o bien, si están en manos privadas, han recibido
asistencia estatal en caso de que los suscriptores que siguen pagando sus
tarifas no lleguen a cubrir los gastos necesarios para mantener el suministro a
toda la población. En algunos lugares estos servicios han sido declarados un
bien común inalienable, por lo que no puede dejar de suministrarse a quienes en
estos momentos no pueden pagarlos. Algo similar ha sucedido con la asistencia
sanitaria y hasta con la vivienda: para evitar que la pandemia prolifere entre los
sectores más desfavorecidos, que muchas veces no tienen siquiera acceso a la
atención sanitaria, varios países han habilitado centros de atención médica provisionales,
camas y hospitales de campaña. Se han instalado tiendas y alojamientos temporales
para los más desposeídos, y en algunos casos se han llegado a declarar de
interés público recursos como habitaciones de hoteles para alojar tanto a enfermos
como a personas carentes de vivienda. Estas ayudas, y otras como el reparto de alimentos
a quienes no tienen comida en la despensa ni dinero para comprarla, no siempre
han venido del Estado sino, en muchos casos, de ONGs, empresas o iniciativas
privadas, y hasta de grupos vecinales espontáneos.
Todo lo cual pone de relieve, una vez más, las profundas diferencias
existentes entre sectores de la población, incluso en los países más «desarrollados»
(aquellos que, según criterios comúnmente aceptados, tienen más alto nivel de
vida de su población general), algunos de cuyos habitantes, mal que bien, pueden
sobrellevar el aislamiento durante un tiempo, mientras no hay mejor recurso para
la lucha contra el virus, sin llegar a la quiebra financiera, de modo no muy
distinto a como muchos suspenden su actividad económica durante periodos
vacacionales —no todos: hay quienes siguen devengando beneficios de sus
empresas aun mientras duermen—; mientras que otras personas se hallan en una
indefensión tal que un solo día sin su precaria actividad, en muchos casos marginal,
implica el agravamiento de una situación ya apenas soportable.
Un desequilibrio que, directa o indirectamente, afecta a todos, ya que, de
una u otra forma, hoy día todos formamos parte del complejo entramado económico
mundial… Algo que en el presente caso no podemos ignorar porque la pandemia no
discrimina estratos sociales —lo que quiere decir que puede recorrer toda la
pirámide poblacional, cualquiera que sea el criterio de estratificación, con
que solo andemos por la calle. Desequilibrio que debería ser objeto de
preocupación para los planificadores económicos, además de constituir, como apuntamos
antes, un signo alarmante de la imperfección del sistema.
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