jueves, 18 de junio de 2020

CUESTIONES ÉTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (1)


Viene de...


¿SALUD O ECONOMÍA?

«Ante todo, hay que mantener la economía para que podamos tener todo lo demás», dicen quienes han clamado por la continuidad de las actividades económicas o su reactivación casi inmediata en momentos en que la reclusión social, a falta de otras medidas eficaces, estaba salvando vidas. Desde la irrupción de la pandemia, algunos gobernantes se han mostrado más preocupados por la salud del estamento financiero que por la salud de su población. Pero quienes priorizan el aparato económico a la salud ponen absurdamente la carreta delante de los bueyes, como ya venían haciendo frente a los que protestan por el desastre ecológico y los que alertan del cambio climático. Porque sin salud, sin la posibilidad de vida, no solo no hay economía: no hay nada.

Por tanto, puestos ante la necesidad inmediata de elegir, la única opción no ya inteligente sino posible es la del viejo dicho: «la salud es lo primero».

No obstante, la clara respuesta al dilema no implica negar la importancia de la economía, actividad consustancial a toda sociedad humana, hasta el punto de que, en su expresión más básica, comporta tanto como el otro cuerno del dilema. En pocas palabras, el modo en que organizamos los recursos disponibles para satisfacer nuestras necesidades, empezando por la necesidad de subsistencia, es tan fundamental para la vida como la salud misma. Si no nos alimentamos, no hay vida. 

Por lo que no solo es comprensible, sino inevitable, que a todo el mundo le preocupe la interrupción de su actividad económica durante un lapso prolongado. Pero es importante distinguir entre la economía como respuesta racional ante la necesidad de supervivencia y la compleja estructura que su creciente organización va conformando en el tiempo, a la par que las actividades sociales crecen, se ramifican y se hacen más sofisticadas, por más que sea difícil establecer líneas divisorias a lo largo de un proceso continuamente cambiante.

Dado el incremento general de la producción desde la época de la Revolución Industrial, y en parte por la eficacia a relativamente corto plazo de las medidas de aislamiento, los países desarrollados no han tenido que tomar ante el mencionado dilema una decisión excluyente de la economía, que en cualquier caso no podrían sostener durante demasiado tiempo. Lo que no quiere decir que su paralización, aun parcial, no afecte en alguna medida su nivel de vida, derivado de su desarrollo económico en el segundo sentido antes señalado. En cambio, para los países más pobres, algunos con economías casi exclusivamente de subsistencia, el problema es mucho más agudo, ya que para sus habitantes un día sin trabajar puede significar en muchos casos un día de hambre, o un agravamiento, quizás insostenible, del hambre que ya padecen. En estos países, sin embargo, un componente demográfico que en muchos aspectos es índice de su baja calidad de vida, ha venido a mitigar milagrosamente el mal: su pirámide poblacional escasea en individuos de edad avanzada, donde la mortalidad por la pandemia es notablemente mayor. Con todo, en uno y otro escenario hay quienes, por depender de una economía personal o familiar más precaria, se han visto afectados muy rápidamente por la súbita disminución de su actividad debida al confinamiento.

Hay que tener en cuenta, sin embargo, que no todas las actividades se han suspendido. Aparte de los servicios médicos y de seguridad, prácticamente en todas partes los suministros de agua, alimentos, medicinas, electricidad, gas, comunicaciones y actividades financieras básicas han seguido funcionando —en todas partes en los que estos servicios existen, claro está. Esto es porque o bien esos servicios básicos son administrados por el Estado o bien, si están en manos privadas, han recibido asistencia estatal en caso de que los suscriptores que siguen pagando sus tarifas no lleguen a cubrir los gastos necesarios para mantener el suministro a toda la población. En algunos lugares estos servicios han sido declarados un bien común inalienable, por lo que no puede dejar de suministrarse a quienes en estos momentos no pueden pagarlos. Algo similar ha sucedido con la asistencia sanitaria y hasta con la vivienda: para evitar que la pandemia prolifere entre los sectores más desfavorecidos, que muchas veces no tienen siquiera acceso a la atención sanitaria, varios países han habilitado centros de atención médica provisionales, camas y hospitales de campaña. Se han instalado tiendas y alojamientos temporales para los más desposeídos, y en algunos casos se han llegado a declarar de interés público recursos como habitaciones de hoteles para alojar tanto a enfermos como a personas carentes de vivienda. Estas ayudas, y otras como el reparto de alimentos a quienes no tienen comida en la despensa ni dinero para comprarla, no siempre han venido del Estado sino, en muchos casos, de ONGs, empresas o iniciativas privadas, y hasta de grupos vecinales espontáneos.

Todo lo cual pone de relieve, una vez más, las profundas diferencias existentes entre sectores de la población, incluso en los países más «desarrollados» (aquellos que, según criterios comúnmente aceptados, tienen más alto nivel de vida de su población general), algunos de cuyos habitantes, mal que bien, pueden sobrellevar el aislamiento durante un tiempo, mientras no hay mejor recurso para la lucha contra el virus, sin llegar a la quiebra financiera, de modo no muy distinto a como muchos suspenden su actividad económica durante periodos vacacionales —no todos: hay quienes siguen devengando beneficios de sus empresas aun mientras duermen—; mientras que otras personas se hallan en una indefensión tal que un solo día sin su precaria actividad, en muchos casos marginal, implica el agravamiento de una situación ya apenas soportable.

Un desequilibrio que, directa o indirectamente, afecta a todos, ya que, de una u otra forma, hoy día todos formamos parte del complejo entramado económico mundial… Algo que en el presente caso no podemos ignorar porque la pandemia no discrimina estratos sociales lo que quiere decir que puede recorrer toda la pirámide poblacional, cualquiera que sea el criterio de estratificación, con que solo andemos por la calle. Desequilibrio que debería ser objeto de preocupación para los planificadores económicos, además de constituir, como apuntamos antes, un signo alarmante de la imperfección del sistema. 
 

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