miércoles, 7 de octubre de 2020

CUESTIONES POLÍTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (1)

 Viene de... Cuestiones éticas (4)

 

EL ESTADO EN DEFENSA DEL CIUDADANO

 

La cuestión de si el Estado tiene derecho a imponer restricciones, y cuáles, a la libertad de los ciudadanos no se plantea en los regímenes autoritarios, en los que se educa a la gente para obedecer, sino en los sistemas democráticos (cualquiera que sea la forma que estos asuman en la práctica), donde la autoridad se ejerce por delegación dentro de un Estado de derecho. Este concepto implica que la autoridad debe limitarse a su mínima expresión y tener como objeto el mantenimiento del orden consensuado orientado a defender los derechos fundamentales, como la libertad y la dignidad humanas, la igualdad ante la ley y la consecución del bien común, entre otros.          

 

En un Estado ideal (lo que puede ser un oxímoron para algunos, si no una contradicción de términos para quienes descreen, por principio, de todo sistema de gobierno) no sería necesario imponer restricciones a nadie para un propósito tan elemental como la protección de la vida de la gente. Pero un Estado ideal estaría formado, presumiblemente, por ciudadanos ideales —dado que aquél es creación y producto de estos— y, de darse esta condición, a decir de las corrientes de pensamiento anarquista (sobre lo que volveremos más adelante), la institución del Estado no sería necesaria. Ante quienes en estos momentos reclaman su derecho individual a adoptar las medidas que estimen convenientes para afrontar la pandemia, se puede ser idealista pero no ingenuo: dejar la decisión de la propia conducta social al arbitrio de cada ciudadano tendría resultados tan variables como diverso sea el grado de madurez política y social de cada uno…, por no hablar de intereses personales o de grupos. Ya tenemos un claro ejemplo de esto, a nivel de países y comunidades, en las posiciones adoptadas por algunos dirigentes cuya prioridad no ha sido precisamente la salud de la población…, con resultados nefastos a gran escala. En el plano individual, hay que reconocer que la mayoría de la gente hace o deja de hacer las cosas solo si hay una ley que les obligue; y no por oposición ideológica al poder del Estado ni por principios de propia autonomía, sino por intereses particulares, falta de empatía o simplemente por saltarse las normas (o, mucho peor, porque están habituados a obedecer, aun cuando hayan vivido toda su vida en un régimen democrático sobre lo que también volveremos más adelante). Son muchas y muy variadas las motivaciones humanas. Pero la verdad es que las personas dispuestas a guiar su conducta por criterios objetivos, cualesquiera que sean sus deseos, intereses o costumbres, son en realidad muy pocas. Prescindir de la intervención del Estado en la vida pública solo será viable, si se llega a ello algún día, a través de una educación ciudadana crítica de carácter responsable, objetivo y social, no egoísta. Por lo tanto, en los actuales momentos lo único que puede garantizar —de hecho, debe garantizar— la seguridad de los más vulnerables es el Estado.

 

En la búsqueda del bien común, a menudo se tropieza con intereses contrapuestos, que llevan a establecer valoraciones comparativas. Esta pandemia, que ha obligado a extensos confinamientos de la población, ha puesto de relieve la tensión entre salud y economía (¿Salud o economía?), así como entre salud y educación y, en general, cualquier interacción social directa. A falta de mejores recursos médicos y preventivos, el aislamiento y la distancia social han demostrado ser las medidas más efectivas para detener la expansión del virus, por lo que la restricción de la movilidad, por inconveniente e indeseable que pueda resultar, es la opción a seguir cuando lo que está en juego es la supervivencia. De ahí que haya sido necesario, y siga siéndolo, reducir las actividades económicas y sociales en momentos en que la transmisión de la enfermedad, por diversas causas (entre ellas, notables faltas de atención al distanciamiento social), experimenta un notable rebrote en muchos países. Ya se hablaba de una «segunda oleada» mundial cuando a finales de septiembre el número de infectados superó los 30 millones, y las muertes han sobrepasado el millón en todo el mundo. Conviene recordar que un confinamiento estricto, como el que en un principio impusieron España e Italia, por ejemplo, durante un tiempo relativamente breve, es más eficaz en la lucha contra la pandemia —otra cosa es lo bien o mal que se maneje la situación una vez aminorados los contagios— que la propuesta «convivencia» del virus con la economía mientras se desarrollan, o se espera desarrollar, los recursos para combatir la enfermedad. Opción esta cargada de incertidumbre que, lejos de contener la difusión del virus, la favorece, como sucede en Estados Unidos y Brasil, países que desde hace ya tiempo se han destacado por encabezar, con mucho, las mayores cifras de contagios y de muertes a nivel mundial. Una decisión marcada por la economía que, además, es un espejismo para la economía misma, ya que no solo impone un mayor gasto sanitario por el elevado número de contagios —y de muertes— que se siguen produciendo, sino que, a la larga, tiende a frenar al propio aparato productivo, por el hecho obvio de que la enfermedad que afecta a los agentes económicos —que somos todos— termina por afectar inevitablemente a las actividades sociales y económicas (Economía contra confinamiento).

 

La función del gobierno, si alguna ha de tener distinta del sometimiento de unos para beneficio de otros, es la de administrar para el bien común. Esa ecuanimidad implica, en no pocas ocasiones, defender a los más vulnerables —lo que ya sabemos que no siempre se hace. Por costosas que sean las consecuencias de una economía suspendida o reducida a un mínimo, cuando la alternativa es la desaparición de la población —empezando, claro está, por los sectores de mayor riesgo: en este caso las personas de edad avanzada o con patologías previas, y aquellas con menos acceso a los recursos sanitarios—, la restricción de las actividades sociales resulta la única medida aceptable mientras se avanzan las investigaciones médicas y sanitarias.

 

El momento es tristemente propicio para que los votantes con conciencia social se planteen seriamente la eficacia de ciertas políticas y la idoneidad de determinados estilos de dirigencia para el conjunto de la población. 

 

 Continúa: Cuestiones políticas (2)

 

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