jueves, 6 de octubre de 2022

SOLDADO (Parte 2)

 Viene de... Parte 1

  

II

 

            Y así, llegó el día en que recibió la orden de trasladarse junto con las demás tropas asignadas a los confines del país con el fin de realizar ejercicios militares en una nueva ubicación, que era, como siempre, la única novedad. Lo demás, los mismos o parecidos simulacros de ataque y defensa, de avances estratégicos, de retirada, reagrupación y recuperación del territorio, de mantenimiento de las posiciones ocupadas. Operaciones conjuntas con el apoyo de los diversos cuerpos: aviación, artillería, marina… En esta ocasión los ejercicios se prolongaron más que en las anteriores y, llegado un momento, se recibió la orden de traspasar la línea claramente delineada en los mapas, pero del todo inexistente en el terreno, que marcaba el límite de la jurisdicción de la Patria. Sin dudarlo, cumplió por su parte la orden recibida y pronto estuvo junto con su batallón del otro lado de la línea imaginaria. Durante días avanzaron, obedeciendo órdenes, en la dirección indicada por los mapas y los aparatos de posicionamiento. Cuanto alcanzaba a ver en todas direcciones no se diferenciaba de los deshabitados parajes donde habían empezado los ejercicios militares. Tal vez más adelante cambiara la forma del terreno o la vegetación, o llegara a notar alguna diferencia en el clima…, pero por los momentos nadie podría haber dicho que estuvieran en otro lugar.

 

Les habían advertido que todo poblado o grupo humano que encontraran desde ahora era enemigo, y que nada debía detener su avance. Debían no solo vencer toda resistencia del adversario, al que verían pronto o tal vez no, ya que las guerras modernas se libran principalmente a golpes de misiles, bombardeos de precisión y artillería desde lugares cada vez más alejados, mucho antes de que las tropas lleguen a ocupar físicamente los centros del país enemigo. También debían cuidarse de posibles ataques de la población civil, que podría ser hostil a su avance. Aunque, claro está, ellos no eran un ejército de ocupación sino de liberación, como habían dicho sus superiores.

 

Desde entonces los disparos de proyectiles, fuegos de artillería y descargas de ametralladoras que habían estado lanzando a un enemigo tan imaginario como la línea fronteriza de los mapas, empezaron a apuntar a objetivos reales, la mayoría de las veces lejanos e invisibles, pero que solían responder el fuego y con los que de vez en cuando tropezaban en el terreno. Enfrentamientos unas veces cuidadosamente calculados, otras inesperados, otras venidos de lejos, como la mayoría de los ataques que ellos realizaban, señalados por el silbido premonitor de bombas y misiles. Siempre cargados de rugidos ensordecedores que ahogaban los sonidos de los vehículos e instrumentos mecánicos y de los dispositivos electrónicos, y que se mezclaban con voces humanas y órdenes gritadas por los aparatos o de viva voz, a veces acompañadas de estallidos cercanos y trozos de cosas que volaban en todas direcciones. Entre el ruido de disparos y explosiones, el humo y la metralla, sufrieron algunas pérdidas de equipos y pertrechos, y también humanas. Vio morir, a veces de golpe y sin que llegaran a darse cuenta, a veces lentamente, entre espantosos gritos o exangües gemidos de dolor, a algunos de sus compañeros, enteros o con el cuerpo destrozado, muchos de su misma edad que, como él, tenían a sus padres y acaso hermanos o hermanas en la Patria que habían dejado atrás. Tras la batalla, durante los organizados descansos en medio del amplio espacio vacío que no parecía pertenecer a nadie, cruzado por algún río o carreteras que nunca eran de fiar, a veces recibían noticias del avance de su ejército en algunas posiciones, y de retroceso en otras. Según las órdenes, se trasladaban, permanecían a la espera, se internaban en la dirección indicada, lanzaban misiles o realizaban movimientos estratégicos para respaldar a otros batallones, a los que generalmente no veían. Los combates, al principio espaciados por días de tensa inercia, se fueron haciendo más frecuentes. Las órdenes se tornaron más estrictas y las acciones más persistentes, más brutales. A veces debían avanzar a toda velocidad y a toda costa, a pesar de la resistencia, organizada u ocasional, que encontraran. Junto con sus compañeros bombardeó, ametralló, acribilló y tomó posiciones, vías, materiales e instalaciones. Aplastaban la resistencia a su paso destruyendo y arrasando. Dado que la posesión de los centros poblados, grandes o pequeños, era lo que mejor marcaba el dominio del terreno ―aunque hasta ahora solo habían pasado por pequeños pueblos en dirección a las grandes ciudades, aún lejanas― el control de los lugares habitados y el desmantelamiento de toda resistencia para los contingentes que vendrían detrás eran vitales para el objetivo de la guerra.

 

Cada vez más tuvieron que luchar­ no solo contra­ las tropas enemigas sino también contra civiles armados que aparecían de improviso de entre los árboles o surgían de escondrijos tras las rocas al borde del camino o al girar un recodo. Partidas que realizaban sabotajes y ataques por sorpresa, que podían ser mortales, aunque ellos se mantenían en estado de alerta. Al llegar a cada nueva población era común que recibieran disparos desde las casas o graneros. Cuando capturaban a esos combatientes improvisados, la mayoría se negaba a decir lo que sabían del ejército enemigo o de los grupos de resistencia, incluso después de grandes presiones, que ellos nunca llamaban tortura. Para hacerles hablar había que amenazar a sus familias, herir, mutilar o matar a los suyos, violar a sus mujeres y a sus hijas. Con el tiempo, estos procedimientos se hicieron habituales, porque con frecuencia daban resultado. Para evitar represalias se hizo necesario ejecutar a los más rebeldes que pudieran después vengarse o reagruparse tras su paso. Al final, acabaron por matar a casi todos los que pudieran combatir, hombres o mujeres, ya que debían protegerse las espaldas y era mejor estar seguros de no dejar detrás posibles focos de resistencia. En las últimas poblaciones que encontraban disparaban a los hombres sin preguntar y luego violaban a las mujeres, sin tener que preocuparse ya por sus maridos. No todos sus compañeros hacían esas cosas, pero sí muchos. Tampoco todos los oficiales, aunque algunos las permitían, y los había que se unían al resto del batallón. Claramente, no había una política al respecto. Era un pequeño espacio de libertad donde cada quien podía hacer lo que quisiera. Era la guerra. En momentos así se acordaba de su madre y de su hermana, de su padre, y no podía evitar verlos en el vano forcejeo de un hombre bajo una fuerza grupal desproporcionada, en la mirada perdida o enloquecida de las mujeres, como si no pudieran comprender lo que les estaba pasando. Ante la vergüenza y la indignación en el rostro de una mujer sometida por unos muchachos que podrían haber sido sus hijos, se la imaginó como sería apenas unos días antes, lejos de aquel brete, al lado de un marido atento, como recordaba a sus padres. Tras vencer la escasa oposición de esos campesinos, las muchachas que aún no habían sido violadas eran presa fácil de algún grupo que terminaba de arrancarles las ropas y abusar de ellas hasta el cansancio, entre sus inútiles gestos de resistencia y sus gritos. Otras quedaban inánimes, calladas, con la vista fija y ausente, del todo vulnerables. A veces, después las mataban también a ellas. Así, al menos dejaban de sufrir, ya sin padres ni hermanos, sin algún posible enamorado, para entonces probablemente muerto… Él se mantenía al margen. En los breves momentos en que se permitía pensar, pensaba que no se había alistado para eso. Por su parte, prefería acercarse a una chica despacio, dejando transcurrir el tiempo para enamorarse y enamorarla. Una chica que le sonriera, que se divirtiera con él y quisiera estar a su lado. Que lo aceptara y lo acariciara suavemente. No que se revolviera bajo su empuje brutal, golpeada y sostenida por multitud de otras manos. Cuando las cuadrillas entraban en las casas, él se apartaba a un extremo del poblado, lejos de los gritos de las víctimas y las risotadas de los perpetradores, a quienes no veía entonces como sus compañeros. Se iba a vigilar de cualquier posible ataque, a la espera de órdenes, cualesquiera que fuesen. No era su deber pensar. Debía ser un buen soldado.

 


En ocasiones, al salir del que hasta entonces habría sido un pueblo trabajador y apacible, con el fragor de los disparos y las explosiones persistiendo aún en los oídos y el crepitar de las llamas que salía de alguna ventana rota, oía el llanto solitario de un niño o una anciana junto a un cuerpo inerte, cerca del cráter de una granada o de una pared con enormes agujeros de balas. A diferencia del límite artificial que habían cruzado tiempo atrás, el paso de la tropa marcaba una divisoria real entre dos mundos. El paisaje aplastado y humeante de un gris apagado a sus espaldas contrastaba con el verdor de los campos en la dirección de su avance. Al mirar atrás le parecía estar viendo una vieja película en blanco y negro, como las que hacía una eternidad solía ver con su padre, sentados frente al televisor los fines de semana, esas noches en que se acostaban tan tarde que casi les sorprendía el primer resplandor del sol en la ventana, si no se quedaban dormidos en el saloncito de la casa, hasta que a su padre lo despertaba el suave deambular de su madre, y a él el olor del café recién hecho o la cercanía del juego de su hermana. Ahora su propio paso era la frontera móvil entre un blanco y negro de muerte y abandono y la variedad de verdes que le eran familiares desde niño. Al mirar al frente se veía en los veranos jugando frente a la ventana de la cocina donde su madre preparaba la comida mientras esperaban que su padre volviera del trabajo, y casi llegaba a sentir el aroma familiar que se anticipaba a la voz de ella, hasta que, después de la tercera o cuarta llamada, acudía por fin, perezoso, a sentarse con su hermana en la mesa… Verdes que armonizaban de forma natural con las casas y las gentes de los poblados que encontraban, que corrían a ocultarse o a dispararles desde sus escondites, motivando una vez más su respuesta implacable, obligándoles, como les habían enseñado, a destrozar casas y graneros, a aplastar vehículos, máquinas y aperos, a desgarrar a sus gentes, a no dejar intacto nada que pudiera aprovechar el enemigo… Sí, la dicotomía cromática del paisaje marcaba su orientación mejor que cualquier mapa, tornando inútiles las maniobras de los lugareños por arrancar o cambiar de sitio las señales de las carreteras, con la vana esperanza de confundir su avance.

 

En las arengas que recibían, que se fueron haciendo cada vez más espaciadas, les informaron escuetamente que la ocupación no marchaba del todo como estaba previsto, y que pronto recibirían municiones y refuerzos. El enemigo, al parecer, había hecho retroceder a su ejército en varias posiciones. Es posible que hubieran de intensificar los ataques y que los mandos superiores dieran la orden de emplear armas más destructivas. Debían protegerse, con los equipos especiales que tenían y otros mejorados que venían en camino, de las armas más avanzadas que probablemente usaría también el enemigo, tan letales como las suyas. Él sabía que esas armas, quienquiera que las usara, acabarían con la guerra, extendiéndose como una nube invisible que lo envuelve todo.

 

[Imagen cortesía de Ivan Ilijas, Pixabay]

 Continúa: Parte 3 (Final)

 

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