jueves, 6 de octubre de 2022

SOLDADO (Parte 3 – Final)

Viene de... Parte 2


La dignidad humana se fundamenta en la facultad del ser racional

 de decidir sobre sus propios actos,

no ser un mero instrumento al servicio de otros.

 

(Immanuel Kant)

 

III 

 

Se dirigió como otras veces, abrazando el fusil automático, al extremo del poblado, lejos de los demás soldados y de lo que fuera que estuvieran haciendo con los habitantes que habían capturado en las casas que aún quedaban en pie. Su siguiente recuerdo era el de incorporarse con torpeza a unos metros de una valla destruida, cerca de la hondonada que logró ver al cabo de un rato entre el intenso polvo, y que no creyó que hubiera estado allí antes, ya que debió de haber atravesado la calle por aquel lugar. Respirando entrecortadamente, se miró brazos y piernas y se palpó el cuerpo entumecido. No tenía heridas aparentes. Tras tropezar con varios cuerpos en su regreso medio a ciegas a través del polvo, comprendió que el silencio que creía percibir bajo el pitido constante en sus oídos no se debía a su parcial sordera. Alcanzó el centro del pueblo donde habían establecido la base principal de observación. Entre los restos de un vehículo todavía reconocible encontró un traje protector. Se lo puso con dificultad mientras seguía buscando, casi mecánicamente, alguna señal de vida. Al cabo de un rato halló un aparato transceptor que aún funcionaba. Con los dedos todavía entumecidos estuvo largo rato manipulando el equipo como le habían enseñado a hacer en caso de emergencia, pero solo captó un intenso ruido de fondo, incluso en las frecuencias codificadas, en las especiales y hasta en las reservadas para las comunicaciones con el alto mando. Se aseguró de ello en el manual de operación, que pudo consultar sin restricciones y sin una orden especial que ahora nadie podía darle. Mientras repetía una y otra vez las llamadas de auxilio cifradas y los inútiles rastreos, tras la visera del casco hermético pudo observar como se depositaba lentamente el polvo a su alrededor hasta que el aire fue de una transparencia inusitada. Cubierta de una curiosa pátina de tenue brillo contempló una escena que no supo reconocer, entre unas pocas paredes derribadas de las que antes habrían sido casas y los hierros retorcidos de tractores y de vehículos militares. Más allá, campos de cultivo arrasados a los que la pátina brillante que cubría los objetos cercanos no parecía haber llegado, o donde quizás tenía un efecto diferente. Aquí y allí, cubiertos del extraño polvo, restos humanos desperdigados, igualados en la muerte que hacía indistinguibles a hombres y mujeres, jóvenes o viejos, civiles y soldados.   

 

*  *  *

 

Estaba descubriendo que ante una situación nunca vivida con anterioridad la mente es propensa a divagar entre la experiencia y el sueño, lo conocido, lo pensado, lo captado a medias y lo meramente imaginado. Se hallaba con los amigos aquella vez que fueron al museo de ciencias, cuando su compañera le tiró del brazo con un guiño para que se desviaran a la exposición de pinturas que anunciaba un cartel del museo de arte anexo. Más atento al roce de su mano y a la suave línea del talle de su amiga que a las imágenes que llamaron la atención de ella y que él recordaba solo vagamente, apenas paseó la mirada por los cuadros que la chica contemplaba mientras él disimuladamente la contemplaba a ella. De haber prestado mayor atención a la muestra, y pese al abismo existente entre la creación artística y la ominosa realidad que sus ojos presenciaban ahora tras el visor del traje, habría podido comparar la pesada oscuridad del cielo, de un indescriptible color marrón que lo impregnaba todo y que reverberaba con un destello innatural sobre el extraño polvo de los objetos cercanos, con la perturbadora claridad de El imperio de las luces, donde una surreal luz diurna que no procede de ningún lugar baña los objetos en medio de la noche. En cambio, recordaba mucho mejor el ejemplar de espato de Islandia que vio después en el demorado museo de ciencias y que le fascinó tanto. La llamada piedra solar con que los vikingos se orientaban en la difusa claridad de los días nublados, descifrando la luz polarizada del sol a través de la densa atmósfera superior de un modo que él no llegó a comprender muy bien, y que los antiguos dominaban sin conocer la base científica de su primitiva técnica de observación. Pero él no tenía una piedra solar. Ni tan siquiera una brújula común y ­­corriente para orientarse bajo el espeso manto del cielo que, como una pesada losa, sumía el espacio circundante en un sucio y persistente crepúsculo…. Se llevó la mano inconscientemente al bolsillo, solo para tropezar a través del hermético guante con el tejido kevlar del traje. Hubiera querido tener la brújula que llevaba su padre cuando salían de excursión durante las vacaciones. Pero, como solían bromear en aquellos días, él pertenecía a la era de los sistemas informáticos, de la radionavegación por satélite y de la energía termonuclear. Y ahora se hallaba solo, perdido con un dispositivo de geolocalización inservible desde no sabía cuándo, sin una sencilla brújula y aun sin reloj, porque los receptores del traje y su pulsera multifunción también habían dejado de funcionar.

 


            A fuerza de no poder distinguir el día de la noche en medio de aquel difuso espacio de oscuridad diurna o claridad nocturna que se extendía en todas direcciones, y sin otro sentido del tiempo que su cansancio y su ya mermada provisión de agua, se orientó de la única forma que podía hacerlo: todavía alcanzaba a ver a su espalda los grises restos empequeñecidos del último poblado por el que había pasado con la tropa. Al frente, una carretera que parecía no tener fin, flanqueada por el desvaído campo abierto en cuya cercanía aún podía discernir unos difuminados tonos verdes bajo el indefinible color del cielo.

 

Desde que dejó de sentir el zumbido en sus oídos, no sabía si hacía días o solo horas, tampoco oía sonido alguno en la amplia extensión que lo rodeaba. Ni el desconsolador grito de un pájaro. Lo atribuyó al casco del traje protector. Dijo algo en voz alta para comprobar si aún oía, y enseguida olvidó la palabra que había pronunciado. Para asegurarse de no haberlo imaginado dijo algo más, que olvidó igualmente. Al cabo de un tiempo imprecisable, en el que anduvo casi sin percibir sus pies, se preguntó si encontraría a alguien antes de que se viciara del todo el aire en el interior del traje, y qué haría esa persona al verlo. Tal vez sería mejor abandonar sus armas, que aún llevaba como buen soldado. Pensándolo bien, quizás debería también quitarse el traje. Con todos los indicadores dañados no sabía si todavía funcionaba el sistema biorregulador a su espalda, o si la nube que pesaba como una gigantesca manta sobre su cabeza ya le había afectado. Desconocía hasta dónde llegaba esa cosa sucia en la que se había convertido el cielo. Sabía que seguiría extendiéndose, y que duraría mucho, mucho más que cualquier ser viviente que se encontrara bajo ella. Pensó en su madre. Recordó la contagiosa risa de su hermana, y no supo si deseó que ya hubieran muerto. Se quitó el traje protector tan trabajosamente como se lo había puesto, con una creciente mezcla de decepción y hastío, y lo arrojó en medio del camino. Al hacerlo, vio las armas que había tirado antes y se sorprendió de que estuvieran tan lejos. Pensó que ahora no había enemigos. Si había alguien más, serían todos supervivientes. Siguió andando sin saber a dónde. Miró en la lejanía el ancho espacio de nauseabunda oscuridad marrón salpicada por los inexplicables destellos del polvo que cubría la carretera, y se preguntó cuánto tiempo le quedaba.

[Imagen cortesía de Rick Roberson, Pixabay


1 comentario:

  1. Gracias por acordarte de todos los soldados en guerra o no. Todos merecen estar entre nosotros. Mierda de guerra.

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