domingo, 10 de octubre de 2021

CUESTIONES POLÍTICAS SUSCITADAS POR LA COVID-19 (7)

 

 Viene de... Cuestiones políticas (6)

 

EL ESTADO INTERVENTOR DE LA VIDA PÚBLICA

 

Tras casi dos años desde su aparición, y después de cuatro y hasta cinco oleadas en algunos países, por fin la pandemia parece empezar a aminorar allí donde las tasas de vacunación acercan a la población a la inmunidad de grupo, y gracias también a las medidas para evitar los contagios (principalmente distanciamiento físico, desinfección de manos y el uso de mascarilla), lo que a su vez ha reducido la carga hospitalaria, por lo que los centros de salud pueden disponer más eficazmente de sus recursos (los cuales, no obstante, no han sido mejorados en todas partes).

 

La progresiva relajación de las restricciones sociales y de movilidad ante las estadísticas que apuntan a un retroceso del virus parece haber exacerbado la actitud de quienes se empeñan, ahora más que antes, en hacer reuniones y celebraciones multitudinarias sin precauciones de ningún tipo, además de propiciar un aumento de las manifestaciones de quienes desde hace tiempo también protestan contra los controles adoptados por los gobiernos, en defensa, dicen unos y otros, de sus libertades individuales coartadas por las medidas impositivas ―llegando en ocasiones a enfrentarse a la policía, por lo que las concentraciones no siempre terminan pacíficamente.

 

(Esto está pasando principalmente en algunos países donde hay libertades ciudadanas. La gente que vive bajo regímenes dictatoriales está más acostumbrada a obedecer y menos a protestar.)

 

Entre quienes así actúan no hay solo negacionistas. Al ya habitual discurso de estos contra la manipulación de los gobiernos, el control psicológico y social, la vacunación y cuanta oscura amenaza les dicta su manía conspirativa, se suman quienes, desde una percepción menos errática de la realidad pero igualmente cansados de los periodos de confinamiento, claman por una más rápida liberación de las actividades económicas (muchos de ellos desempleados o pequeños comerciantes en situación de grave estrechez), a los que se unen otros que nunca han aceptado las vacunas (no solo las recientes contra el coronavirus), ya sea por motivos religiosos, ideológicos o por desconfianza de la ciencia o de los gobiernos, y seguramente también quienes respondiendo a la seducción o la presión de grupo actúan por imitación, o incluso por pura rebeldía. Tampoco es menor el papel de algunas facciones políticas que aprovechan esos descontentos con sus propios fines partidistas. El resultado es una variopinta colectividad que, agobiada de una u otra manera por las medidas de control o con determinados intereses, y con un bajo nivel general de percepción del riesgo o indiferente a sus consecuencias, antepone el reclamo de su libertad individual a la seguridad común, quizás pensando en muchos casos que esa seguridad no está amenazada.

 

A quienes no los mueven intereses específicos ni manías persecutorias conviene recordarles que la inmunidad de grupo no se ha conseguido del todo (en muchos países está aún lejos de alcanzarse), por lo que el riesgo de contagio persiste, y aumenta considerablemente cuando se desatienden las medidas profilácticas. Al margen de posibles factores como la difusión de noticias falsas o interesadas, manipulación de los gobiernos o formas de presión social o control político (véase la entrega anterior), es un hecho puramente biológico que algunos organismos viven a expensas de otros, en interacciones que pueden ser muy complejas, pasando por todas las formas de simbiosis, comensalismo, parasitismo… En particular, la posibilidad de desarrollo y propagación de microorganismos patógenos principalmente por contagio no es una invención: ha sido desde siempre un hecho cotidiano, si bien más o menos controlado hoy día en los países industrializados gracias a sus niveles de higiene y condiciones sanitarias, aunque pueda seguir siendo endémico en otras regiones del mundo e incluso en ocasiones extenderse a sectores más amplios, como ha sucedido muchas veces. Razón de más para pensar que la pandemia actual no es precisamente una patraña urdida por oscuros poderes políticos o económicos. De hecho, es solo cuestión de tiempo, biológicamente hablando, que por causas muy diversas aparezcan o se diseminen gérmenes causantes de enfermedades. En general, los patrones de contagio y propagación son complejos, dependiendo no solo de la virulencia y la especificidad del patógeno, sino también, entre otras cosas, de la susceptibilidad y el potencial de transmisión del huésped, y de factores como la densidad y la distribución de la población, así como del tipo, frecuencia e intensidad de las interacciones sociales. Entre los países más afectados por la pandemia están aquellos en los que gran parte de la población ha sido renuente a las precauciones para evitar los contagios, a menudo siguiendo la pauta de sus dirigentes (seguir a los líderes puede tener funestas consecuencias). Estados Unidos, país que desde hace tiempo encabeza la cifra mundial de contagios, en septiembre de 2021 superaba los 40 millones de infectados, con uno de cada 500 habitantes muerto por COVID 19, porcentaje este aún superado por otros países, como Brasil, y seguido de cerca por otros como el Reino Unido. Después de casi dos años, el número de personas infectadas en todo el mundo roza los 230 millones, con casi 5 millones de muertes oficialmente registradas (Mapa del coronavirus en el mundo), cuyo número real podría ser dos o tres veces mayor, según la ONU.

 

Lejos de desaparecer, el SARS-COV-2 no ha dejado de mutar (es una característica común de los virus). De hecho, el extenso grupo de los coronavirus es uno más de los microorganismos con los que convivimos desde hace tiempo. En estos momentos se conocen al menos 12 variantes patógenas para el ser humano, de las cuales la denominada delta es la más contagiosa (aproximadamente el doble de la cepa que desató la pandemia). Parece que tendremos que acostumbrarnos a la existencia del coronavirus, protegiéndonos, claro está, de sus cepas infecciosas ―hasta ahora, la única enfermedad erradicada en el mundo ha sido la viruela. Como con cualquier otro microorganismo del que debamos cuidarnos, nuestra supervivencia dependerá, entre otras cosas, de nuestra resistencia como especie, los avances de la medicina y, no menos importante, las medidas de higiene y precaución que habitualmente nos libran de diversas infecciones (y que en estos momentos ha sido necesario incrementar debido a la pandemia). Dependiendo del grado y la duración de la inmunidad que proporcionen las vacunas, puede que sean necesarias dosis de refuerzo como en el caso de otras enfermedades, o vacunaciones anuales como se hace con la gripe común (ya se está administrando en algunos países una tercera dosis a las poblaciones de mayor riesgo).   

  

Por tanto, mientras no se alcance la inmunidad de grupo no cabe el rechazo a precauciones que son necesarias, aun cuando ello implique la renuncia temporal a algunos derechos individuales o sociales. Medidas como el uso de mascarillas y el aislamiento preventivo son habituales en casos de epidemia, y pretextar que atentan contra las libertades individuales es algo que raya en el ridículo. A ninguna persona razonable se le ocurre desatender las indicaciones médicas porque le impidan salir de fiesta o departir con los amigos. El confinamiento ha sido perjudicial para la economía y para muchas personas, pero ante una situación de pandemia que ha ocasionado más de 5 millones de muertes en escasos dos años, difícilmente puede considerarse, ni legal ni políticamente, un atropello a los derechos de nadie. A pesar de los innumerables problemas que conlleva el distanciamiento social (incluidos cierres de empresas, la interrupción de transportes y suministros, y las limitaciones a la movilidad personal), ha sido en muchos casos la única manera de evitar los contagios y la muerte de más personas vulnerables. En cuanto al derecho a no vacunarse que esgrimen algunos (una vez más, obviamente, en un régimen de libertades), cada quien puede proceder como le dicte su conciencia o como mejor le parezca, siempre que con ello no perjudique a nadie. Por esto, a lo que no tiene derecho es a oponerse a las medidas de restricción (como el acceso a ciertos trabajos o la admisión a determinados lugares, por ejemplo) que puedan aplicársele como potencial transmisor de la enfermedad mientras persista la posibilidad de contagio.

 

Lo ideal, desde luego, en un Estado de libertades, es que la promulgación de medidas impositivas nunca fueran necesarias, gracias a la conciencia social de los ciudadanos ante hechos incontrovertibles que representen una amenaza real para todos o incluso para determinados grupos. No obstante, la realidad es que se hacen necesarias por la existencia de individuos como los negacionistas y otros que no están dispuestos y hasta se oponen a aplicar medidas de precaución que, aun siendo molestas, deberían ser de aplicación motu proprio. Es entonces cuando el Estado democrático, como garante del bienestar social, se ve obligado a imponerlas como un deber que le corresponde ejercer (obviamente dentro de los controles de un Estado de derecho), y exclusivamente para preservar el bien común, para evitar que la actitud de algunos ―cuya motivación puede ir del mero desconocimiento a un egoísmo irresponsable, o hasta una determinada agenda política― perjudique o pueda constituir un peligro para otros. 

 

Continuará 

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