«El corruptor es el verdadero y único bienhechor de
las sociedades, porque sus actos señalan el camino.»
La extraña sentencia se hallaba al final de un manuscrito redactado en
latín que encontré en el fondo de la estantería, a través del hueco que quedó
al retirar un volumen que he olvidado. Se componía de unas cuantas páginas
amarillas y envejecidas, casi ilegibles en algunas áreas del tosco papel, que
ostentaba la firma de Rabid Ibn Rahab. El inesperado hallazgo me entretuvo más
de una hora, mientras realizaba la ardua labor de descifrar, más que traducir,
sus páginas. No soy un buen latinista, y el mal estado del texto acentuaba su
ilegibilidad. (En algún lugar afectaba el año de 1246 como el de su redacción,
cosa que, naturalmente, no creí.) El manuscrito no pertenecía a la biblioteca,
y el lugar en que lo hallé sugería que alguien lo había ocultado
deliberadamente. Parecía ser un fragmento de una efemérides o un diario, en el
que no encontré cosa alguna de interés salvo la frase que he citado. (Días
después me la hice traducir por nuestro escribiente sin indicarle su
procedencia, con lo que pude comprobar, asombrado, que mi versión había sido
acertada.) Más tarde indagué sobre el autor, pero no hallé referencia alguna a
su nombre. No debía dejarme engañar por la aparente antigüedad del manuscrito
ni su redacción latina. Quizás era un texto de aficionado a la escritura, puede
que de algún estudiante de latín afecto a los juegos de misterio. O, en el
mejor de los casos, en la biblioteca se ocultaba la única muestra de la producción
literaria de Rahab, quien, con toda seguridad, no había escrito mucho. Resolví,
por el momento, dejar las maltratadas páginas allí.
Una serie de hechos que nadie desconoce, imprevistos entonces para mí, cambiaron
radicalmente mi existencia. Todo acaba en la vida, y yo abandoné la biblioteca
para siempre. Ignoro si el manuscrito sigue allí pero, curiosamente, la extraña
frase no me ha abandonado. La memoria es así: en ocasiones reduce hechos
importantes a recuerdos fragmentarios, y de otros que juzgamos irrelevantes a
veces conservamos una imagen nítida. En mi caso, quizás intuí oscuramente que esa
frase prefiguraba de algún modo mi futuro. Ahora, tras estos años, creo haberla
comprendido.
Al principio solo pude atribuirle un valor retórico: la existencia de actos
que corrompen la sociedad, y de individuos que los ejecutan, nos permiten
valorar, por contraposición, la importancia de la ley y el orden. Aunque la
frase volvía a mí en ocasiones (ya lo he dicho) no pude darle otro sentido… A
menos que la banal crónica cotidiana que la precedía hubiera sido el monótono recurso
de su autor para expresar un disimulado desprecio por la sociedad.
Hoy, en parte a resultas de los acontecimientos aludidos, hago mías esas palabras
en todo su real, terrible y grandioso sentido —aunque sé que no me servirá de
nada. Permítaseme explicarme. Hobbes ha escrito que toda religión es
superstición para quien la ve desde fuera. Yo extiendo ese dictamen a toda
convención social. El hecho aparente de que un árabe escribiera en latín en la
época de las Cruzadas puede parecer una consecuencia indirecta del choque de
culturas generado por aquella empresa magna y atroz… Pero lo que para muchos es
un hecho evidente, para unos pocos puede revelar algo muy distinto. Rabid Ibn
Rahab (o la persona oculta bajo ese nombre) fue —ahora lo adivino, ahora lo
comprendo…, ahora que soy otro— un libertario. Un renegado de ambos mundos,
para quien todo compromiso heredado es un yugo, que la sociedad no deja de imponer
con su letanía de leyes, dogmas y preceptos que hacen nuestra vida monótona y
predecible. De ahí que su destrucción, su corrupción, sea el único medio de
salvar al hombre.
Pero la sociedad no lo ignora y, pese a su aparente calma, está secretamente
prevenida. No tienen los recién llegados, los que nacen cada día, posibilidad
de elegir: se les adiestra, de modo insistente e imperceptible, con el mordaz
instrumento de la educación. No está permitido discordar: los principios que acatarás
hasta hacerlos tuyos no están sujetos a revisión, desde la lengua que hablas y
con la que piensas, cuanto debes y no debes hacer, lo que podrás oír y decir, hasta
la concepción del mundo, de Dios y de ti mismo que te es inculcada. Supuestas verdades
innegables que te rodean y disimuladamente te acosan desde doquiera que mires.
Tan eficaz es el cepo que el propio corruptor, salvo que sea muy aguzado, no escapará
del todo. Hasta tal punto lo ha absorbido la maquinaria que cree odiar sin concesión.
Por eso, cuando, a contracorriente de su aplastante influjo, un grupo llega a rebelarse
para destruir un orden, al cabo es solo para imponer otro. Quienes, erigidos en
nuevos adalides, dicen educar al pueblo, a los nuevos ciudadanos, para la
libertad, se engañan, y engañan a los que los oyen. Tachando de infames a quienes
persisten en la disidencia, pretenden ocultar, incluso para ellos mismos, que
hay que seguir adelante, que no hay mayor redentor de la sociedad que su propio
corruptor.
No hablo, naturalmente, de los que roban, violan o matan... Esas miserables
víctimas de la opresión no actúan contra el aparato social sino contra las
personas y contra su libertad de llevar sus vidas por el rumbo que elijan. Como
los manipuladores del poder, ellos son también degenerados productos de la sociedad,
y aun su instrumento, ya que le dan la perfecta excusa para sus mecanismos
represivos. No. Hablo de las mentes preclaras que descreen de principios absolutos,
que reniegan de imposiciones, que discrepan de la sociedad a favor del hombre,
cuyas obras son prohibidas, destruidas…, y sus autores condenados. Porque no hay
escapatoria fácil: no existe (hoy menos que cuando Rahab escribió su sentencia)
lugar alguno donde puedan refugiarse los renegados. Pero no esperen los falsos iluminados
predicadores de religiones e ideologías, caducas o nuevas, la Gloria. Esta
espera a los disconformes, a los detractores…, a los réprobos. Para aquellos es
esa gloria con minúscula que les tributan los hombres desde su educada ignorancia.
La otra, la verdadera, no aguarda, no puede aguardar, a ningún defensor de
normas y mandamientos.
No sé cuántos de quienes lean estas páginas, si llegan a otras manos, las entiendan.
Porque los tentáculos de la educación alcanzan los íntimos recodos de la
conciencia, aprisionando los engranajes del pensamiento. Pero si logras zafarte,
improbable lector, y tomas la decisión de no seguir las reglas del juego que ya
no aceptarás, si optas por la destrucción del edificio que algún día, espero,
llegará a derrumbarse, debes saber que no te aguarda un camino fácil. Que padecerás
en tu cuerpo y en tu ánimo las consecuencias de tus acciones. Que serás
despreciado y maldecido…
Texto anónimo hallado en la
prisión de Vincennes en el año 1826.
[Imágenes superior e inferior respectivamente cortesía de Luc Parret y Jan Marczuk, Pixabay. Imagen central: grabado de T. J. H. Hoffbauer (1839–1922)]
Una versión previa apareció originalmente en Falso Cuaderno (revista literaria) nº 6, Caracas, Venezuela.
Ir a la versión en audio
El texto de "El corruptor" inquieta y espolea a partes iguales. Nada en él ofrece seguridad alguna, empezando por el autor del mismo, declarado anónimo: tampoco se da por auténtico el personaje del que se habla, un autor árabe que extrañamente escribe en latín en el siglo XIII en plenas Cruzadas. En cascada, el crédito de cuanto se dice es objeto de razonable sospecha. Lo único cierto, al parecer, es que el texto se encontró a la prisión de Vincennes en 1826. Incluso se deja en el aire la averiguación de la autenticidad de "una serie de hechos que nadie desconoce". Sin duda, la sombra de Jorge Luis Borges planea sobre el modo de contar, aunque Roberto conduce con mayor suavidad la narración de lo que suele hacerlo el argentino. Pese a ello, ambos coinciden en una tesis radical: la cultura puede ser el gran impedimento para el desarrollo de la individualidad, primero, y de la colectividad, a continuación. Lo único que salvará al hombre es la destrucción -acto libertario- del legado cultural. Y tal destrucción debe verificarse en el término de la vida personal, pues "todo acaba en la vida". Si todo puede ser cuestionado, parece decirnos Roberto, es porque todo contiene el germen de su destrucción. Nada hay tan sólido como el descreimiento, en realidad. Además, el avance solo es posible si lo absoluto deja de serlo y si la gangrena acaba con la lozanía de las cosas. De ahí que no haya "mayor redentor de la sociedad que su propio corruptor". ¿Y quién es éste? Los preclaros, o sea, aquellos "que descreen de principios absolutos, que reniegan de imposiciones, que discrepan de la sociedad a favor del hombre, cuyas obras son prohibidas, destruidas..., y sus autores condenados". Del homre se trata, sí. Del hombre frente a su negación: la herencia cultural que le impide pensar por sí mismo, desarrollarse.
ResponderEliminarEn definitiva, un relato que de forma elegante y delicada incita a la contestación del statu quo; al reconocimiento de quienes con su ejemplo enseñan el camino a seguir por el hombre que quiere ser libre. El Diablo o Caín podrían ser tales modelos; pero también tú, que lees y dudas, puedes subvertir, derribar y erigir.
En el castillo de Vincennes estuvieron encerrados algunos personajes importantes de la contracultura de su tiempo. Un tiempo, por cierto, inmediatamente anterior al del hallazgo del texto anónimo. Por mencionar solo dos ejemplos, Diderot y el Marqués de Sade dieron con sus huesos en las mazmorras del que fuera residencia real antes que prisión para idealistas y contraventores culturales.
Felicidades, Roberto, por el trabajo.
Gracias, Jorge, por la manera como enriqueces el tema.
ResponderEliminar