viernes, 14 de febrero de 2020

REENCUENTRO



 
El otro día lo vi a usted al cruzar la calle. Reconocí enseguida su andar inconfundible y el perenne portafolios bajo el brazo. Busqué el rostro familiar tras los cansados lentes. Lo llamé y usted se paró a saludarme. Al cruzar las esperadas frases me hizo saber que ningún asunto urgente le reclamaba. Yo, que salía de aquella librería de la Gran Avenida que tanto frecuenté en otra época y cuyo nombre he vuelto a olvidar, le respondí que disponía de tiempo. Uno de los dos sugirió una mesa en la acera de La Vesubiana.
Los vasos de cerveza refrescaron la tarde.
Hablamos de ciencia y de filosofía, de nuestros eternamente renovados proyectos, de los libros que usted está escribiendo, del que yo quizás nunca escribiré. Hablamos de planes que habíamos olvidado durante el tiempo transcurrido sin vernos. Usamos (usted me lo hizo notar) nuevas palabras para expresar viejas ideas.
En una mesa cercana alguien anunció que llovería, y minutos más tarde una súbita brisa vino a reforzar el pronóstico. 
Nos despedimos sin fijar compromisos, pero con la promesa implícita de volver a vernos.
Cuando nos alejamos en la última hora de la tarde, sentí que había retomado el flujo de una conversación largo tiempo interrumpida. 
 
Días después, en una inauguración de cuadros referí nuestro encuentro a un amigo común. Me comunicó que usted había muerto hacía dos años. Ataque al corazón, me dijeron. Entre el ruido de las voces y las copas nadie prestó atención a mis palabras.

Posteriormente decidí comprobar algunos datos. Discretamente confirmé la exactitud de la noticia. Su casa (que ya no exhibe en la reja el antiguo nombre) fue vendida hace año y medio, y su familia vive ahora en un apartamento cerca del centro. Me he comunicado con sus hijos, que me han invitado a visitarlos. (Ignoran que poseo aún dos libros suyos, que ahora no tengo intención de devolver.)

 
Nuestra razón no se conforma con los hechos. Tercamente, inútilmente, busca explicaciones que los hechos no necesitan. Al hablar con personas enteradas de su muerte no he hallado un gesto, una expresión, que insinuara una experiencia semejante a la mía. Nuestro mutuo aprecio estaba atemperado por un trato esporádico, casi ocasional. ¿Cómo entender que me acaeciera a mí algo que parecería más destinado a quienes le eran más cercanos?
 
Recuerdo otra muerte muy sentida y no puedo evitar hacer comparaciones.
Sé que para ellos (su familia, sus parientes más próximos) su muerte es un elemento más del cosmos, que han aprendido a aceptar como un episodio de sus propias vidas. Negarla implicaría ahora renunciar al orden al que están acostumbrados, y no pueden hacerlo. Para mí, por el contrario, todo es más sencillo. Yo no tenía razón para excluir su presencia aquella tarde; la inesperada hora compartida no era incongruente con nuestra anterior relación casual. Desconocer la noticia de su muerte era, de hecho, una circunstancia propicia para un nuevo encuentro fortuito. 
 
Ahora lamento saberlo, porque ya no nos veremos otra vez. Desde ahora, irremisiblemente, usted se ha ido, también para mí. Hasta que no quede nadie que lo ignore, y usted desaparezca para siempre.

..............................

Y, sin embargo, es posible que nuestro diálogo se reanude. Porque con el tiempo yo podría olvidar que usted ha muerto, y quizás volvamos a encontrarnos.
  


[Imágenes del autor]

Originalmente publicado en el Papel Literario del diario El Nacional (Caracas, Venezuela), y posteriormente en Adamar, nº 30, junio de 2008.

Ir a la versión en audio

2 comentarios:

  1. Roberto me parecen tan cercanos los lugares y personajes, que no puedo evitar traerlos a mis recuerdos cada vez que leo este cuento surge en mí lo ya vivido.
    Aquello que desconozco no lo he vivido

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. No deja de fascinarme el poder de evocación que tienen las palabras. Me alegro de que lo encontraras en este pequeño cuento. Pero el prodigio de la lectura está en la interpretación. Por lo que el mérito es todo tuyo.
      Gracias.

      Eliminar