El otro día lo vi a usted al cruzar la calle. Reconocí enseguida su andar
inconfundible y el perenne portafolios bajo el brazo. Busqué el rostro familiar
tras los cansados lentes. Lo llamé y usted se paró a saludarme. Al cruzar las
esperadas frases me hizo saber que ningún asunto urgente le reclamaba. Yo, que
salía de aquella librería de la Gran Avenida que tanto frecuenté en otra época
y cuyo nombre he vuelto a olvidar, le respondí que disponía de tiempo. Uno de
los dos sugirió una mesa en la acera de La Vesubiana.
Los vasos de cerveza refrescaron la tarde.
Hablamos de ciencia y de
filosofía, de nuestros eternamente renovados proyectos, de los libros que usted
está escribiendo, del que yo quizás nunca escribiré. Hablamos de planes que
habíamos olvidado durante el tiempo transcurrido sin vernos. Usamos (usted me
lo hizo notar) nuevas palabras para expresar viejas ideas.
En una mesa cercana alguien
anunció que llovería, y minutos más tarde una súbita brisa vino a reforzar el
pronóstico.
Nos despedimos sin fijar
compromisos, pero con la promesa implícita de volver a vernos.
Cuando nos alejamos en la última
hora de la tarde, sentí que había retomado el flujo de una conversación largo
tiempo interrumpida.
Días después, en una inauguración
de cuadros referí nuestro encuentro a un amigo común. Me comunicó que usted
había muerto hacía dos años. Ataque al corazón, me dijeron. Entre el ruido de
las voces y las copas nadie prestó atención a mis palabras.
Posteriormente decidí comprobar
algunos datos. Discretamente confirmé la exactitud de la noticia. Su casa (que
ya no exhibe en la reja el antiguo nombre) fue vendida hace año y medio, y su
familia vive ahora en un apartamento cerca del centro. Me he comunicado con sus
hijos, que me han invitado a visitarlos. (Ignoran que poseo aún dos libros
suyos, que ahora no tengo intención de devolver.)
Nuestra razón no se conforma con
los hechos. Tercamente, inútilmente, busca explicaciones que los hechos no
necesitan. Al hablar con personas enteradas de su muerte no he hallado un
gesto, una expresión, que insinuara una experiencia semejante a la mía. Nuestro
mutuo aprecio estaba atemperado por un trato esporádico, casi ocasional. ¿Cómo
entender que me acaeciera a mí algo que parecería más destinado a quienes le
eran más cercanos?
Recuerdo otra muerte muy sentida
y no puedo evitar hacer comparaciones.
Sé que para ellos (su familia,
sus parientes más próximos) su muerte es un elemento más del cosmos, que han
aprendido a aceptar como un episodio de sus propias vidas. Negarla implicaría
ahora renunciar al orden al que están acostumbrados, y no pueden hacerlo. Para
mí, por el contrario, todo es más sencillo. Yo no tenía razón para excluir su
presencia aquella tarde; la inesperada hora compartida no era incongruente con
nuestra anterior relación casual. Desconocer la noticia de su muerte era, de
hecho, una circunstancia propicia para un nuevo encuentro fortuito.
Ahora lamento saberlo, porque ya
no nos veremos otra vez. Desde ahora, irremisiblemente, usted se ha ido,
también para mí. Hasta que no quede nadie que lo ignore, y usted desaparezca
para siempre.
..............................
Y, sin embargo, es posible que
nuestro diálogo se reanude. Porque con el tiempo yo podría olvidar que usted ha
muerto, y quizás volvamos a encontrarnos.
[Imágenes del autor]
Originalmente publicado en el Papel Literario del diario El Nacional (Caracas, Venezuela), y posteriormente en Adamar, nº 30, junio de 2008.
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Roberto me parecen tan cercanos los lugares y personajes, que no puedo evitar traerlos a mis recuerdos cada vez que leo este cuento surge en mí lo ya vivido.
ResponderEliminarAquello que desconozco no lo he vivido
No deja de fascinarme el poder de evocación que tienen las palabras. Me alegro de que lo encontraras en este pequeño cuento. Pero el prodigio de la lectura está en la interpretación. Por lo que el mérito es todo tuyo.
EliminarGracias.