La buena literatura juvenil o infantil (una distinción siempre forzada a lo
largo de una línea divisoria difusa) carece de edad. Piénsese, como ejemplo de
la última especie, en la Alicia de Lewis Carrol, o El principito,
de Saint-Exupéry, y respecto de la primera, en La historia interminable,
de Michael Ende, o El señor de las moscas, de William Golding. O en los
breves y admirables relatos, y más de una novela, de Ana María Matute. La
lista, que en modo alguno es exhaustiva, incluye a Anderson, Perrault y los
hermanos Grimm, quienes inventan o reinventan algunos de los relatos más
arquetípicos del inconsciente colectivo, objeto de incontables estudios
psicológicos y antropológicos. Porque, como diría Wilde, quien también escribió
para jóvenes, la literatura no admite epítetos que no sean los de buena o mala.
Por eso, hablar de buena literatura para jóvenes es simplemente hablar de buena
literatura.
Este reciente trabajo de Jorge Gamero lo confirma. En una mirada
superficial, podría decirse que Tokio en el corazón trata del tema nada
superficial del deporte: expresión de algunas de las mejores cualidades del ser
humano, como el afán de culminación, el esfuerzo y la capacidad de superación,
la sana competencia que, bien entendida, es siempre con uno mismo, la
manifestación, quizás más cercana a la naturaleza, de nuestra presencia física
en el mundo. El tema es una magnífica y bien desarrollada excusa, el terreno de
juego que escoge el autor para expresar contenidos típicos del ámbito del
deporte (a través de la exigente y compleja preparación del joven protagonista
para el maratón de Tokio en marzo de 2020) que pueden encontrarse en toda
empresa humana.
Por eso, Tokio en el corazón no trata del deporte. O no solo. Trata
de la forma de concebir un proyecto personal o, más bien, de la atracción que
ese proyecto es capaz de ejercer sobre quien lo concibe y la manera de
entenderlo y de seguirlo, a través de vicisitudes de diversa índole y
trascendencia. Algo que, más allá del deporte, se encuentra en el arte, en la
ciencia, en la industria, en todo plan personal... y en cualquier etapa de la
vida. Aunque quizás se exprese con mayor patetismo en esa ebullente edad de
difusos límites entre la pubertad y la adultez.
Gamero refleja esta etapa de la vida con una maestría que no solo hace la
historia plausible sino aceptable de una manera natural, sin que requiera esfuerzo
situarse dentro del relato, que se sigue y se percibe como si de una historia
real se tratara. Con una mirada que no es de nostalgia ni de dolor, a pesar de
la inevitable pérdida de esa primavera y de los profundos sentimientos que esos
años despiertan y que nos dejan innegable huella, como no es tampoco el retrato
de una alegría ingenua. Es una mirada lúcida hacia un pasado internamente difícil
que, a diferencia de tantos que lo han olvidado, o piensan que lo han olvidado,
se adivina que sigue de algún modo presente en la conciencia del autor, como
quien no ignora, ni quiere ignorar, ninguna parte de su vida. Una conciencia de
sí que le permite plantear situaciones con las que el lector que igualmente
haya decidido mantener viva esa crucial etapa de sí mismo, se identificará
fácilmente: el dinamismo y la agilidad de una historia juvenil que no carece de
profundidad bajo su aparente inmediatez, tan actual como internet y las redes digitales,
y que conlleva, hoy como siempre, el descubrimiento progresivo y simultáneo de
la propia identidad y de los otros, del amor, de la vida y de la muerte, de la
posibilidad de un diálogo capaz de multiplicarse a través de los libros,
incluso del cine, quizás porque la lectura, de palabras y de imágenes, es
también un diálogo con uno mismo.
Otra razón que hace del libro una lectura agradable y sin esfuerzo es el
perfecto dominio del lenguaje. Una novela muy bien escrita, sin falsas
erudiciones ni pretensiones. Se revela un autor que no busca ni necesita
impresionar, y que, con la sencillez propia del genio —en palabras de Ana María
Matute, «escribir
es siempre muy difícil. Y hacerlo de manera aparentemente sencilla más difícil
todavía»—, consigue
transmitir pasiones, intereses, aprendizajes..., a través de una historia de búsqueda
y descubrimiento, de dolores y alegrías, como puede darse en cualquier ámbito.
Aunque quizás, y por eso su elección, se exprese de manera más patente sobre
ese trasfondo de constante superación que es el deporte.
Magnífica reseña, Roberto: a tal señor tal honor, dice un refrán que os va que ni pintado. Os felicito a ambos.
ResponderEliminarEl "desconocido" soy yo, Jorge.
EliminarLo sospeché. Se deja ver que nos conoces a ambos. Gracias, Jorge.
Eliminar