Viene de... Parte 1
II
Y
así, llegó el día en que recibió la orden de trasladarse junto con las demás
tropas asignadas a los confines del país con el fin de realizar ejercicios
militares en una nueva ubicación, que era, como siempre, la única novedad. Lo
demás, los mismos o parecidos simulacros de ataque y defensa, de avances
estratégicos, de retirada, reagrupación y recuperación del territorio, de
mantenimiento de las posiciones ocupadas. Operaciones conjuntas con el apoyo de
los diversos cuerpos: aviación, artillería, marina… En esta ocasión los
ejercicios se prolongaron más que en las anteriores y, llegado un momento, se
recibió la orden de traspasar la línea claramente delineada en los mapas, pero
del todo inexistente en el terreno, que marcaba el límite de la jurisdicción de
la Patria. Sin dudarlo, cumplió por su parte la orden recibida y pronto estuvo
junto con su batallón del otro lado de la línea imaginaria. Durante días
avanzaron, obedeciendo órdenes, en la dirección indicada por los mapas y los
aparatos de posicionamiento. Cuanto alcanzaba a ver en todas direcciones no se
diferenciaba de los deshabitados parajes donde habían empezado los ejercicios
militares. Tal vez más adelante cambiara la forma del terreno o la vegetación,
o llegara a notar alguna diferencia en el clima…, pero por los momentos nadie
podría haber dicho que estuvieran en otro lugar.
Les habían advertido que todo
poblado o grupo humano que encontraran desde ahora era enemigo, y que nada
debía detener su avance. Debían no solo vencer toda resistencia del adversario,
al que verían pronto o tal vez no, ya que las guerras modernas se libran
principalmente a golpes de misiles, bombardeos de precisión y artillería desde
lugares cada vez más alejados, mucho antes de que las tropas lleguen a ocupar
físicamente los centros del país enemigo. También debían cuidarse de posibles
ataques de la población civil, que podría ser hostil a su avance. Aunque, claro
está, ellos no eran un ejército de ocupación sino de liberación, como habían
dicho sus superiores.
Desde entonces los disparos de
proyectiles, fuegos de artillería y descargas de ametralladoras que habían
estado lanzando a un enemigo tan imaginario como la línea fronteriza de los
mapas, empezaron a apuntar a objetivos reales, la mayoría de las veces lejanos
e invisibles, pero que solían responder el fuego y con los que de vez en cuando
tropezaban en el terreno. Enfrentamientos unas veces cuidadosamente calculados,
otras inesperados, otras venidos de lejos, como la mayoría de los ataques que
ellos realizaban, señalados por el silbido premonitor de bombas y misiles.
Siempre cargados de rugidos ensordecedores que ahogaban los sonidos de los
vehículos e instrumentos mecánicos y de los dispositivos electrónicos, y que se
mezclaban con voces humanas y órdenes gritadas por los aparatos o de viva voz,
a veces acompañadas de estallidos cercanos y trozos de cosas que volaban en
todas direcciones. Entre el ruido de disparos y explosiones, el humo y la
metralla, sufrieron algunas pérdidas de equipos y pertrechos, y también
humanas. Vio morir, a veces de golpe y sin que llegaran a darse cuenta, a veces
lentamente, entre espantosos gritos o exangües gemidos de dolor, a algunos de
sus compañeros, enteros o con el cuerpo destrozado, muchos de su misma edad
que, como él, tenían a sus padres y acaso hermanos o hermanas en la Patria que
habían dejado atrás. Tras la batalla, durante los organizados descansos en
medio del amplio espacio vacío que no parecía pertenecer a nadie, cruzado por
algún río o carreteras que nunca eran de fiar, a veces recibían noticias del
avance de su ejército en algunas posiciones, y de retroceso en otras. Según las
órdenes, se trasladaban, permanecían a la espera, se internaban en la dirección
indicada, lanzaban misiles o realizaban movimientos estratégicos para respaldar
a otros batallones, a los que generalmente no veían. Los combates, al principio
espaciados por días de tensa inercia, se fueron haciendo más frecuentes. Las
órdenes se tornaron más estrictas y las acciones más persistentes, más
brutales. A veces debían avanzar a toda velocidad y a toda costa, a pesar de la
resistencia, organizada u ocasional, que encontraran. Junto con sus compañeros
bombardeó, ametralló, acribilló y tomó posiciones, vías, materiales e
instalaciones. Aplastaban la resistencia a su paso destruyendo y arrasando.
Dado que la posesión de los centros poblados, grandes o pequeños, era lo que
mejor marcaba el dominio del terreno ―aunque hasta ahora solo habían pasado por
pequeños pueblos en dirección a las grandes ciudades, aún lejanas― el control
de los lugares habitados y el desmantelamiento de toda resistencia para los
contingentes que vendrían detrás eran vitales para el objetivo de la guerra.
Cada vez más tuvieron que
luchar no solo contra las tropas enemigas sino también contra civiles armados
que aparecían de improviso de entre los árboles o surgían de escondrijos tras
las rocas al borde del camino o al girar un recodo. Partidas que realizaban
sabotajes y ataques por sorpresa, que podían ser mortales, aunque ellos se
mantenían en estado de alerta. Al llegar a cada nueva población era común que
recibieran disparos desde las casas o graneros. Cuando capturaban a esos
combatientes improvisados, la mayoría se negaba a decir lo que sabían del
ejército enemigo o de los grupos de resistencia, incluso después de grandes
presiones, que ellos nunca llamaban tortura. Para hacerles hablar había que
amenazar a sus familias, herir, mutilar o matar a los suyos, violar a sus
mujeres y a sus hijas. Con el tiempo, estos procedimientos se hicieron
habituales, porque con frecuencia daban resultado. Para evitar represalias se
hizo necesario ejecutar a los más rebeldes que pudieran después vengarse o
reagruparse tras su paso. Al final, acabaron por matar a casi todos los que
pudieran combatir, hombres o mujeres, ya que debían protegerse las espaldas y
era mejor estar seguros de no dejar detrás posibles focos de resistencia. En
las últimas poblaciones que encontraban disparaban a los hombres sin preguntar
y luego violaban a las mujeres, sin tener que preocuparse ya por sus maridos.
No todos sus compañeros hacían esas cosas, pero sí muchos. Tampoco todos los
oficiales, aunque algunos las permitían, y los había que se unían al resto del
batallón. Claramente, no había una política al respecto. Era un pequeño espacio
de libertad donde cada quien podía hacer lo que quisiera. Era la guerra. En
momentos así se acordaba de su madre y de su hermana, de su padre, y no podía
evitar verlos en el vano forcejeo de un hombre bajo una fuerza grupal
desproporcionada, en la mirada perdida o enloquecida de las mujeres, como si no
pudieran comprender lo que les estaba pasando. Ante la vergüenza y la
indignación en el rostro de una mujer sometida por unos muchachos que podrían
haber sido sus hijos, se la imaginó como sería apenas unos días antes, lejos de
aquel brete, al lado de un marido atento, como recordaba a sus padres. Tras
vencer la escasa oposición de esos campesinos, las muchachas que aún no habían
sido violadas eran presa fácil de algún grupo que terminaba de arrancarles las
ropas y abusar de ellas hasta el cansancio, entre sus inútiles gestos de resistencia
y sus gritos. Otras quedaban inánimes, calladas, con la vista fija y ausente,
del todo vulnerables. A veces, después las mataban también a ellas. Así, al
menos dejaban de sufrir, ya sin padres ni hermanos, sin algún posible
enamorado, para entonces probablemente muerto… Él se mantenía al margen. En los
breves momentos en que se permitía pensar, pensaba que no se había alistado
para eso. Por su parte, prefería acercarse a una chica despacio, dejando
transcurrir el tiempo para enamorarse y enamorarla. Una chica que le sonriera,
que se divirtiera con él y quisiera estar a su lado. Que lo aceptara y lo
acariciara suavemente. No que se revolviera bajo su empuje brutal, golpeada y
sostenida por multitud de otras manos. Cuando las cuadrillas entraban en las
casas, él se apartaba a un extremo del poblado, lejos de los gritos de las
víctimas y las risotadas de los perpetradores, a quienes no veía entonces como
sus compañeros. Se iba a vigilar de cualquier posible ataque, a la espera de
órdenes, cualesquiera que fuesen. No era su deber pensar. Debía ser un buen
soldado.

En ocasiones, al salir del que
hasta entonces habría sido un pueblo trabajador y apacible, con el fragor de
los disparos y las explosiones persistiendo aún en los oídos y el crepitar de
las llamas que salía de alguna ventana rota, oía el llanto solitario de un niño
o una anciana junto a un cuerpo inerte, cerca del cráter de una granada o de
una pared con enormes agujeros de balas. A diferencia del límite artificial que
habían cruzado tiempo atrás, el paso de la tropa marcaba una divisoria real
entre dos mundos. El paisaje aplastado y humeante de un gris apagado a sus
espaldas contrastaba con el verdor de los campos en la dirección de su avance.
Al mirar atrás le parecía estar viendo una vieja película en blanco y negro,
como las que hacía una eternidad solía ver con su padre, sentados frente al
televisor los fines de semana, esas noches en que se acostaban tan tarde que
casi les sorprendía el primer resplandor del sol en la ventana, si no se quedaban
dormidos en el saloncito de la casa, hasta que a su padre lo despertaba el
suave deambular de su madre, y a él el olor del café recién hecho o la cercanía
del juego de su hermana. Ahora su propio paso era la frontera móvil entre un
blanco y negro de muerte y abandono y la variedad de verdes que le eran
familiares desde niño. Al mirar al frente se veía en los veranos jugando frente
a la ventana de la cocina donde su madre preparaba la comida mientras esperaban
que su padre volviera del trabajo, y casi llegaba a sentir el aroma familiar
que se anticipaba a la voz de ella, hasta que, después de la tercera o cuarta
llamada, acudía por fin, perezoso, a sentarse con su hermana en la mesa… Verdes
que armonizaban de forma natural con las casas y las gentes de los poblados que
encontraban, que corrían a ocultarse o a dispararles desde sus escondites,
motivando una vez más su respuesta implacable, obligándoles, como les habían
enseñado, a destrozar casas y graneros, a aplastar vehículos, máquinas y
aperos, a desgarrar a sus gentes, a no dejar intacto nada que pudiera
aprovechar el enemigo… Sí, la dicotomía cromática del paisaje marcaba su
orientación mejor que cualquier mapa, tornando inútiles las maniobras de los
lugareños por arrancar o cambiar de sitio las señales de las carreteras, con la
vana esperanza de confundir su avance.
En las arengas que recibían,
que se fueron haciendo cada vez más espaciadas, les informaron escuetamente que
la ocupación no marchaba del todo como estaba previsto, y que pronto recibirían
municiones y refuerzos. El enemigo, al parecer, había hecho retroceder a su
ejército en varias posiciones. Es posible que hubieran de intensificar los
ataques y que los mandos superiores dieran la orden de emplear armas más
destructivas. Debían protegerse, con los equipos especiales que tenían y otros
mejorados que venían en camino, de las armas más avanzadas que probablemente
usaría también el enemigo, tan letales como las suyas. Él sabía que esas armas,
quienquiera que las usara, acabarían con la guerra, extendiéndose como una nube
invisible que lo envuelve todo.
[Imagen cortesía de Ivan Ilijas, Pixabay]
Continúa: Parte 3 (Final)