¿Qué es lo demás?

Respuesta breve: Casi todo.


Respuesta larga (para quien no tiene prisa): Casi todo.  Ahora bien...

«Casi todo» es, obviamente, una parte –se entiende que la mayor parte– de «todo». Pero si filosofía es todo (véase el siguiente espacio), entonces lo que sea que incluya ese «casi todo» también será parte de la filosofía.

Luego, si lo demás es casi todo, lo demás es también parte de la filosofía, y decir «filosofía y lo demás» sería como decir «todo y casi todo». Casi tan redundante e innecesario como «las figuras planas y los triángulos», o «mi familia y mis abuelos», o «el sol y todo su brillo», o «un perro y sus cuatro patas»... ¿No?

Pues no.
Y hay al menos tres razones: una técnica, una práctica y una metafísica.
Veámoslas en ese orden.

La razón técnica: Hay varias maneras de definir un sistema (la filosofía también estudia la teoría de sistemas, porque la filosofía es todo –véase el siguiente espacio), que es simplemente un conjunto dotado de algunas relaciones entre sus elementos. Lo más directo y simple es mencionar el conjunto y sus relaciones, como cuando decimos, en matemáticas, "el sistema de los números naturales", que se entiende dotado de la relación de secuencialidad: 1, 2, 3... (se puede incluir o no el 0) –y que técnicamente definiríamos, por ejemplo, mediante los axiomas de Peano. O el sistema que, en sociología y antropología, denominamos familia y que se define por un cierto conjunto de seres humanos vinculados por relaciones de parentesco: padre, madre, hijos, hermanos, tíos, etc. Pero también se puede incluir en la definición, si por cualquier motivo interesa hacerlo, algunas relaciones destacadas, o destacar algunos de los elementos aunque ya estén contenidos implícitamente en el conjunto. Por ejemplo, las operaciones entre números naturales (técnicamente denominadas funciones), como puede ser la suma, son tipos especiales de relaciones; no obstante, suelen indicarse por separado de las demás relaciones, solo para destacarlas. También se indican por separado habitualmente ciertos elementos que interese destacar (por ejemplo, porque tienen características especiales), como el 0 para la suma, o el 1 para la multiplicación o la división…, lo que aporta algunas ventajas metodológicas; aunque, obviamente, ya estén incluidos en la definición del conjunto (porque, como sabemos, son parte de los números naturales). Así mismo podemos decir, por ejemplo: "mi familia, incluidos mis abuelos…" o "mis vecinos, entre ellos, los del piso de arriba… ". En estos casos hacemos mención de ciertos individuos dentro del conjunto del que hablamos, simplemente porque queremos destacarlos. Como también podríamos decir "mis amigos, como conocidos míos que son...", destacando una relación que ya está implícita en la otra (ya que la relación de amistad supone conocer a la persona).

Pero esto, ¿no es redundancia? Sí. Lo que nos lleva al siguiente punto.

La razón práctica: Redundancia no es error. Error es, por ejemplo, la falsedad, o la contradicción... La redundancia, en cambio, es una simple reiteración de lo dicho, que cumple una importante función en semiótica y teoría de la información (todo lo cual es también objeto de estudio de la filosofía), a saber, la de resolver ambigüedades y contrarrestar ruidos: técnicamente, señales, aleatorias o no, que interfieren en la recepción del mensaje que nos interesa recibir. La redundancia es muy útil, tanto en las comunicaciones técnicas (de un piloto con la torre de control, por ejemplo, donde asegurar la transmisión de la información es de importancia crítica) como en el uso cotidiano del lenguaje. Los lenguajes naturales compensan posibles pérdidas de información mediante diversas formas de redundancia, desde la longitud misma de las palabras, pasando por la construcción gramatical (que nos permiten identificar determinadas expresiones aun cuando no lleguemos a captar todos los fonemas del habla con la misma claridad), la repetición, usando o no las mismas palabras (de la que abunda, por lo general, cualquier conversación normal), hasta las aclaratorias que empleamos para hacernos entender en cualquier situación comunicativa. La insistencia o el énfasis son formas de redundancia explícita para expresar, por ejemplo, la importancia de algo, o bien deseos o intenciones... Y la explicación consiste muchas veces en decir lo mismo con otras palabras, lo que, estrictamente, es redundancia. El hecho de que podamos resumir un discurso, una película o un libro en unos cuantos párrafos es indicio de que el contenido de los mismos es, en cierto modo, redundante (si no, su relación resumida sería incompleta o tendríamos que reproducir exactamente el original). Claro está que si la redundancia consiste en una mera repetición inmediata del habla (como si fuera un eco), resulta en muchos casos superflua. Pero este no es el caso de la filosofía. De hecho, está lejos de serlo, ya que una buena parte de la actividad filosófica consiste en explicar, elucidar o aclarar el significado y la naturaleza de las cosas o de lo que decimos de ellas.

Así pues, si «filosofía y lo demás» es tanto como decir «todo y casi todo» –con énfasis, por tanto, en casi todo–, ¿queda algo fuera de la filosofía? La respuesta tiene que ser: «Nada». Y esto nos lleva al último punto.

La razón metafísica: Nada queda fuera de la filosofía. Ahora bien, tanto si entendemos esta afirmación como el reconocimiento implícito de un ámbito fuera de la filosofía o, más literalmente, como que la nada queda fuera, en uno y otro caso concluiremos que hay algo fuera de la filosofía: la nada misma. Pero si el todo es todo, deberá incluir también la nada y, por consiguiente, dado que la filosofía trata de todo, también la nada formará parte de la filosofía.

Si el lector encuentra cierta confusión en el párrafo anterior, quizás sería recomendable que lo leyera más despacio, como es conveniente hacer, en general, con la filosofía y con todo discurso que se pretenda filosófico. Si todavía lo sigue encontrando confuso, es porque el mismo juega tanto con el significado de las palabras como con los usos lingüísticos. Ello ilustra lo que, en opinión de muchos filósofos, ha sido una buena parte de la metafísica durante demasiado tiempo: confusión conceptual originada en el uso del lenguaje. Veamos la trampa. La expresión «nada queda fuera de la filosofía» parece sugerir tanto la existencia de algo a lo que llamamos «nada» como la de algo (un espacio, por así decirlo) que estuviera «fuera» de la filosofía –o fuera del «todo» que hemos dicho que es la filosofía. Para aclarar este enunciado, reduzcámoslo a la que, por simplicidad, podríamos considerar su mínima expresión: «Nada hay fuera del todo». También podríamos, en nuestro idioma, decir «No hay nada fuera del todo», empleando la doble negación que admite la gramática de algunas lenguas. Nótese ya que este último modo de hablar (más habitual en el habla cotidiana) niega directamente la existencia de la nada («No hay nada...», mientras que el primero («Nada hay…» pareciera de alguna manera afirmarla (como si dijera «Tal cosa hay»). Para este tipo de análisis es útil recurrir al empleo de variables, signos desprovistos de significado propio: si decimos «Hay x (o x está, o queda) fuera de y», se entiende normalmente que x representa algo que se sitúa fuera de determinado lugar, espacio, ámbito o cobertura que nombramos por y (lo que sea y, presumiblemente un conjunto de cosas). En cambio, si decimos que «No hay x (o que x no está) fuera de y», ya no buscamos esa cosa fuera de ese lugar, porque entendemos simplemente que no está allí, que no la hay, quizás, entre otras razones posibles, porque ese lugar abarca todo el espacio disponible al que nos referimos. No hay ningún problema en esto. (Sustituya el lector x e y, por ejemplo, por «sillas» y «habitación», respectivamente, o por «dinero» y «bolso», etc.) El problema surge cuando sustituimos x, no por algo concreto y definible que puede o no estar dentro de un ámbito determinado, y que presumiblemente podríamos comprobar de alguna manera, sino por una palabra cargada de un significado especial: nada. Una palabra que en sí misma excluye todo contenido, pero que en la expresión «nada queda fuera de y», parece hacer referencia a la «nada» como si fuera algo con propiedades y relaciones espaciales o de ubicación como cualquier otra cosa. Y si, además, sustituimos y por «filosofía», y hemos equiparado esta última a «todo», una palabra que no deja nada (ningún x) fuera de su ámbito, ya tenemos el problema armado, y bien gordo: ¿cuál es esa misteriosa nada (esa x) que queda fuera de todo (de ese y)? Y si el todo lo abarca todo (todos los x), ¿no debería abarcar también a la nada? ¿Cómo puede estar la nada a la vez dentro y fuera... de un todo que es todo pero, a la vez, no lo es?... Así se abre un camino a las especulaciones más abstrusas y extravagantes que han dado a la metafísica, y contagiado a una parte de la filosofía, ese aire de «profundidad» que, en realidad, es solo confusión proveniente de lo que no está claramente explicado.

¿La metafísica es eso y nada más?… ¿Por qué dijimos, entonces, que hay una razón metafísica para aceptar la redundancia de la expresión «filosofía y lo demás»? Para responder esto, veamos brevemente (si el lector tiene algo más de tiempo) qué se entiende por metafísica. 

 Pese a lo anecdótico de su nombre,* la metafísica fue concebida en la obra de Aristóteles –quien escribe el primer tratado sobre esta materia– como la ciencia primera y fundamento de todas las demás, que trataría del objeto común y más general, y los principios que subyacen a las demás ciencias. Así expresada, no parece diferenciarse mucho de la filosofía misma: en pocas palabras, el estudio del objeto o los objetos del saber (lo que se ha dado en llamar ontología) y las formas de conocerlos (gnoseología o epistemología). Tal se desprende de los propios textos aristotélicos, donde en ocasiones esa «ciencia primera» recibe los nombres de filosofía primera o simplemente filosofía frente a los saberes de las ciencias particulares. Otra cosa es que, en su larga historia, la ontología se haya entendido muchas veces en referencia a un objeto muy particular: un ser o modo de ser no solo general, fundamental u originario sino superior o incluso supremo. Así, la Escolástica medieval entendió la metafísica, en este sentido, como el estudio de lo divino, llegando a declarar a la filosofía «sierva de la teología», una mera preparación para esta, cuya culminación es la revelación –un saber más allá de la experiencia que se situaría, por tanto, fuera del alcance de la filosofía. Pero, por la definición misma de filosofía como estudio del conocimiento, resulta obvio que, en principio, nada queda fuera de su alcance, ni aun la naturaleza de un supuesto ser supremo, incluido, en particular, el análisis crítico –inaceptable para la teología– del fundamento último de ese conocimiento. No obstante, para quienes piensen que hay ámbitos (metafísicos) a los que la filosofía no puede llegar, ello es una razón más para poder decir «filosofía y lo demás». 

En cuanto a los principios generales de todas las demás ciencias, la incorporación del análisis del lenguaje, junto con los posteriores desarrollos de la lógica, hicieron derivar paulatinamente la epistemología más especulativa a lo que hoy se llama metodología o, en forma más general, filosofía de la ciencia, que trata de los métodos y la estructura de la ciencia, y las condiciones de validez del conocimiento, en especial el conocimiento científico –incluido su desarrollo histórico. Desde esta última perspectiva, hay quienes, como Russell, separan la filosofía como saber general de las ciencias particulares, que se habrían ido desprendiendo históricamente de aquella y, por tanto, ya no forman parte de la filosofía. A ello puede replicarse que la filosofía no es solo teoría (o metateoría) formal de la ciencia, sino también análisis del lenguaje ordinario, lo que incluye, entre ambos extremos, los lenguajes especializados como objeto de conocimiento. Aun así, para quienes piensen que el tema de la filosofía no es propiamente el de las ciencias particulares, sobre todo en su parte más especializada, esa sería otra justificación, esta vez histórica, para la expresión «filosofía y lo demás».                         

* Se acepta comúnmente que la palabra metafísica se debe a la clasificación de las obras de Aristóteles que hizo en el siglo I a.C. Andrónico de Rodas, quien situó los escritos sobre la «ciencia primera» o «filosofía primera» detrás de los escritos sobre física, en griego metá-fisicá. Se ha discutido la razón puramente clasificatoria y más o menos casual de esta denominación, sugiriéndose una intención explícita del compilador y divulgador. El hecho es que el propio Aristóteles no utiliza nunca el término que, no obstante, resulta muy apropiado ya que el tema de tal «filosofía primera» se sitúa claramente más allá o detrás del objeto de las ciencias físicas.  

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